El mapa de mis libros.

libros

Mi esposa, María Esther, me recibe en casa cada noche con un gesto que he aprendido a decodificar a lo largo de cuarenta años, una mezcla de cariño y una sutil mirada de interrogación que me desarma. Entrar en nuestro hogar, repleto de libros, se ha convertido en un ritual familiar. La pequeña bolsa con el nombre de la librería Cuesta, que aprieto entre mis manos, no es solo un objeto; parece estar cargada con un significado que trasciende su peso tangible, un portador de historias aún por descubrir. Entonces, con un suspiro apenas perceptible, ella lanza al aire una pregunta que no necesita ser formulada: “¿Dónde vas a ponerlos?”. Esa pregunta, aunque implícita, se clava en mi conciencia como un punzón, una interpelación que evoca no solo el espacio físico que conquistaré, sino también las decisiones que han moldeado nuestra vida compartida en torno a estas páginas que tan fervientemente atesoramos.

La respuesta, lo sé bien, es difícil de articular sin que roce lo absurdo. Nuestra casa, mi biblioteca, ha evolucionado con el tiempo hasta convertirse en un laberinto de papel y tinta. Estanterías que se alzan como murallas, mesas que se han rendido bajo el peso de volúmenes apilados, rincones invadidos por revistas y manuscritos. Cada espacio libre se transforma en un santuario para un libro más, un último refugio para un texto que promete la evasión o la revelación.

No puedo negar que, en momentos de lucidez, me planteo si estoy sucumbiendo a una obsesión; si esta compulsión por acumular libros no es, en realidad, un síntoma de alguna carencia que no logro identificar. ¿Es el miedo a la soledad lo que me impulsa? ¿O es, tal vez, una búsqueda insaciable de algo que aún no sé nombrar? Quizás sea también mi anhelo de escribir y de estar al tanto de las tendencias literarias y las novedades que alimentan mi curiosidad.

Para muchos, los libros son meros objetos: cosas que se compran, se leen (si hay tiempo), para luego ser guardadas y olvidadas. Sin embargo, para mí, cada libro constituye una parte ineludible de mi historia personal, un testimonio silencioso de quién soy o de quién fui al momento de elegirlo. Cada volumen, con sus páginas que aún crujen al abrirlas, encierra no solo las palabras que contiene, sino también el eco de las emociones que despertaron en mí. No son simples contenedores de ideas ajenas; son espejos en los que he buscado, y a veces encontrado, un reflejo de mí mismo en las letras de Borges, Octavio Paz, Baudelaire, Whitman, Luis García Montero, Joan Margarit, José Mármol, Plinio Chahín Soledad Álvarez, Basilio Belliard, Mateo Morrison, Odalis Pérez y William Ospina y otros. Cada autor me ha ofrecido un fragmento de su mundo, permitiéndome entrelazar mi propia experiencia con la universalidad de la palabra escrita.

El futuro de esta biblioteca, que he levantado con tanto esmero, comienza a delinearse en el horizonte de mis pensamientos en un futuro incierto, como siempre lo es el porvenir. Mis hijas, a quienes podría confiar la custodia de estos tesoros, navegan en un mundo diferente al mío, donde las palabras impresas han cedido terreno ante las pantallas brillantes y las distracciones instantáneas.

¿Qué será de estos libros, por tanto, cuando yo ya no esté para velar por ellos?

Mis amigos, como yo, enfrentan la misma preocupación: Basilio vive bajo el mismo temor que yo, y Plinio no tiene espacio ni para dormir en su casa.

A veces, la idea de donar la biblioteca, de legársela a una institución que lo sepa apreciar, me ronda la mente como nubes. Sin embargo, ¿quién se encargará de cuidar los sentimientos que cada libro atesora y de entender la conexión personal que he tejido con ellos? No es solo la conservación física lo que me inquieta, sino el destino de esas huellas invisibles que he dejado entre las líneas, de esos momentos que he vivido en sus páginas. La vida moderna, con su prisa y su tecnología, parece desentenderse de esos pequeños detalles que, sin embargo, son grandes.

Quizás, y solo quizás, un día descubriré que el verdadero propósito de mi biblioteca no es que sobreviva a mi partida, sino que cumpla su misión mientras estoy aquí. Que cada libro se convierta en un puerto seguro en las tormentas de la vida, en un compañero fiel durante las noches de insomnio, en la chispa que encienda el pensamiento en los días grises. Y cuando llegue el momento de partir, espero hacerlo con la certeza de que, en algún rincón del mundo, alguien encontrará en uno de mis libros la misma luz que yo descubrí.

Por ahora, seguiré comprando libros, sumando otro ladrillo a este muro de papel que me protege y me sostiene. Porque, al fin y al cabo, los libros son como la vida: no podemos predecir su final, pero sí disfrutar de cada página mientras dure.

Cada libro que entra en mi hogar hace que el espacio se contraiga un poco más, que el aire se vuelva más denso, cargado de historias aún no leídas, de voces que esperan pacientemente ser escuchadas. Este laberinto de papel no solo encierra conocimiento, sino también mi propia existencia, fragmentada en miles de capítulos que juntos tejen la narrativa de mi vida. Cada libro es un testigo mudo de los años que se han ido acumulando como polvo en sus lomos, desde mi juventud, desde aquel día en que llegué de mi pueblo.

A medida que reflexiono sobre esta colección, la imagen de mi vida se despliega ante mí: un mapa. Un mapa de descubrimientos, emociones y conexiones, elaborado página tras página, libro tras libro. La pregunta que me acoso, inquietante en su simplicidad, es si algún día podré entender del todo el sentido detrás de este laberinto de papel. En última instancia, quizás el verdadero significado no se encuentre en la cantidad de libros, sino en las historias de vida que han dado forma a mi búsqueda y que, al final, han sido mi refugio y mi legado.

Recuerdo la primera vez que sentí la llamada de un libro. Era un niño pueblerino, y las páginas amarillentas de una vieja novela de Jorge Isaac del escritor colombiano, me abrieron la puerta a un mundo desconocido, donde podía ser otro, vivir otras vidas, escapar de las restricciones del tiempo y del espacio. Desde entonces, he vivido mil vidas en los libros que he leído, he viajado a mundos que ningún mapa registra y he conocido personajes que, aunque ficticios, han dejado una huella más profunda en mí que muchas personas reales.

Sin embargo, después de cumplir sesenta y dos años, el placer de la lectura se ha ido mezclando con una ligera amargura. La sombra de la finitud, esa consciencia inevitable de que un día mi tiempo se agotará, se cierne cada vez más sobre mí. Empiezo a notar la creciente distancia entre la cantidad de libros que deseo leer y el tiempo que me queda para hacerlo. Es una paradoja cruel: cuanto más envejezco, más libros quiero leer, y menos tiempo tengo para hacerlo.

¿Qué sentido tiene, entonces, seguir añadiendo libros a una biblioteca que nunca podré completar, seguir acumulando historias que nunca terminaré de leer? Podría intentar racionalizar este impulso, reducirlo a una simple adicción, a una manera de llenar un vacío existencial. Pero hacerlo sería traicionar lo que estos libros significan para mí, reducir su valor a una mera función utilitaria. Y yo, obstinado en mi fe en las palabras, en los misterios que encierran las páginas, me resisto a esa reducción.

Tal vez el propósito de mi biblioteca no sea completarse, sino existir como un proyecto interminable, como un reflejo de mi propio deseo de aprender. Quizás cada libro que compro, cada espacio que ocupo en mis estanterías es una manifestación de mi resistencia a aceptar que todo tiene un final, que un día mi búsqueda se detendrá. Seguir comprando libros, seguir sumergiéndome en nuevas historias, es mi forma de aferrarme a la vida, de prolongar la ilusión de que siempre habrá algo más por descubrir.

Pero, en esos momentos de reflexión silenciosa, me pregunto si algún día, cuando ya no esté, alguien encontrará en este caótico mosaico de papel una coherencia, un sentido. ¿Se dará cuenta de que no se trata solo de un conjunto de libros desordenados, sino de un mapa, de una guía que traza el recorrido de una vida dedicada a la búsqueda de respuestas?

Quizá la respuesta a esa pregunta también esté en algún libro que aún no he leído, esperando pacientemente en una estantería abarrotada. Mientras tanto, seguiré con esta rutina que es más que un hábito; es una forma de vida. Volveré a casa con nuevas adquisiciones, soportaré con una sonrisa la mirada comprensiva de mi mujer y buscaré un rincón donde hacerles espacio.

Porque, al final del día, los libros son mi refugio, mi escape y mi legado. Son el testimonio silencioso de una vida vivida entre páginas, y mientras haya espacio para uno más, siempre habrá algo por lo que seguir viviendo y discutiendo con mis amigos Basilio y Plinio.

Hasta el próximo artículo…

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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