Diplomático-escritor

A lo largo de mi carrera diplomática, una pregunta ha resonado en mi mente con incesante insistencia: ¿qué vino primero, el diplomático o el escritor? Tras una vida navegando entre estas dos realidades, puedo responder con la certeza que otorgan los años: el escritor. Antes de asumir la noble tarea de representar a mi país en el extranjero, ya me hallaba inmerso en el vasto universo de las palabras. Sin embargo, descubrí que la diplomacia no era un territorio ajeno a la escritura; al contrario, hallé en ella un espacio natural donde cultivé el poder transformador de la palabra.

El año pasado, tuve el honor de participar en un panel del Instituto de Educación Superior en Formación Diplomática y Consular (INESDYC), un organismo del Ministerio de Relaciones Exteriores (Mirex). Junto a mis estimados colegas, los embajadores Tony Raful y Juan Bolívar Díaz, compartimos un diálogo que exploró las fascinantes intersecciones entre la diplomacia y la literatura, dos disciplinas que, a primera vista, parecen dispares, pero que en el fondo están irremediablemente conectadas.

Al reflexionar sobre esta relación, veo un enigma que se despliega a lo largo de los siglos. El diplomático, al igual que el escritor, es un viajero que atraviesa fronteras, no solo físicas, sino también de ideas, culturas y perspectivas. Con cada palabra, teje puentes que unen naciones y sus ciudadanos. En mi propia experiencia, la diplomacia me ha enseñado que las palabras no son meros instrumentos de negociación; son fuerzas creativas capaces de transformar la realidad. Cada discurso, cada informe, cada conversación se convierte en un acto de creación, un paso hacia la comprensión mutua.

Un diplomático que escribe no solo narra las crónicas de las relaciones internacionales, sino que también captura los anhelos, las luchas y las esperanzas de los pueblos. La escritura se convierte en una herramienta capaz de traducir lo inefable, de expresar las emociones y tensiones de la interacción humana en términos comprensibles, e incluso poéticos. Así, da vida y color a los matices de las interacciones diplomáticas, que de otro modo podrían parecer frías y calculadas.

Es natural preguntarse por qué tantos diplomáticos encuentran su vocación en la literatura. La respuesta reside en la misma naturaleza de la diplomacia: un arte, por excelencia, de la palabra. El diplomático que ignora el poder del lenguaje corre el riesgo de perderse en un laberinto de ambigüedades y malentendidos. La claridad, la precisión y la sutileza son esenciales en las negociaciones internacionales. En un mundo donde la comunicación es instantánea y las relaciones evolucionan a un ritmo vertiginoso, la capacidad de escribir con maestría se convierte en una herramienta indispensable, incluso para un pequeño país caribeño, como lo describiría el poeta nacional Pedro Mir, ubicado en el mismo trayecto del sol.

Para mí, escribir no es solo un ejercicio funcional, sino una actividad creativa y reflexiva. La literatura me permite explorar la condición humana desde un ángulo que la diplomacia, por sí sola, no puede ofrecer. Gabriel García Márquez, aunque no fue un diplomático designado, transitó por el mundo diplomático como intermediario entre la dictadura de Fidel Castro y el ámbito literario, afirmaba que la escritura es un refugio donde las palabras encuentran su forma más pura. Así, ser tanto escritor como diplomático es conjugar dos roles que aspiran, en última instancia, a transformar la realidad a través de la palabra.

A lo largo de la historia, muchos diplomáticos han dejado un legado literario imborrable. Desde Rubén Darío y Pablo Neruda hasta Octavio Paz, la pluma de estos gigantes trascendió sus responsabilidades, inmortalizando ideas, emociones y visiones de sus épocas. Fascina comprobar cómo la diplomacia, en su esencia, celebra la búsqueda del entendimiento mutuo, el diálogo y la reflexión profunda sobre la condición humana.

En América Latina, numerosos escritores han hallado en la diplomacia una fuente inagotable de inspiración. Figuras como Andrés Bello, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Alejo Carpentier y Jorge Edwards se destacan en este ámbito, al mismo tiempo que en la República Dominicana, nombres como Manuel de Jesús Galván, Manuel del Cabral, Fabio Fiallo, Joaquín Balaguer, Julio Vega Batlle, Alfredo Fernández Simó, Miguel Reyes Sánchez y Alberto Despradel, Andrés L. Mateo, Manuel Morales Lama, Aníbal de Castro, Víctor Manuel Grimaldi, Julio Cuevas,  entre otros, han dejado una huella imborrable en la diplomacia intelectual dominicana.

Carpentier, durante su misión diplomática en Haití, descubrió la semilla que germinaría en “El reino de este mundo”, una obra en la que lo político y lo literario se entrelazan de manera magistral, creando un tapiz donde la realidad histórica cobra vida a través del lenguaje. Asimismo, Jorge Edwards nos obsequió “Persona non grata”, un retrato crítico que disecciona las complejidades de la diplomacia y el poder, donde su propia experiencia en Cuba se convierte en el lienzo sobre el cual esboza las tensiones y contradicciones de las relaciones internacionales. Estos autores no solo plasmaron sus vivencias, sino que transformaron la experiencia diplomática en arte, dejando un legado que sigue resonando en las letras de nuestra región.

En última instancia, mi papel como escritor-diplomático ha sido y sigue siendo el de mediador entre dos realidades que, aunque aparentemente dispares, se encuentran intrínsecamente conectadas: el mundo de la diplomacia y el de la creación literaria. Me hallo constantemente a caballo entre estos dos universos, oscilando entre lo concreto y lo abstracto, lo tangible y lo imaginado, lo político y lo artístico. Como diplomático, mi deber consiste en representar los intereses de mi nación, salvaguardar sus principios y negociar, en su nombre, en el escenario internacional. Sin embargo, como escritor, mi función va más allá de lo meramente protocolario o estratégico. Mi misión es interpretar, desentrañar y transmitir las complejidades del alma humana, tanto a nivel individual como colectivo, y explorar cómo esta se manifiesta en las relaciones que configuran la interacción entre los pueblos.

El diplomático, es un actor silencioso en el teatro del poder, vive inmerso en la realidad política de su época, rodeado de tratados y acuerdos que a menudo parecen desvinculados de las grandes pasiones humanas. No obstante, el escritor que habita en mí no puede ignorar que tras cada documento firmado se oculta un drama en ciernes, una narrativa que anhela ser contada. ¿Acaso no es la diplomacia, en su esencia, una narrativa elevada en la que se tejen las historias de naciones, se concilian diferencias y se imagina un futuro mejor?

El verdadero desafío para el escritor-diplomático radica en reconocer ese potencial narrativo y utilizar las palabras para construir puentes entre mundos destinados, aunque diferentes, a entrelazarse. Porque, en su núcleo, la diplomacia no es solo el arte de negociar o resolver conflictos, sino también el de escuchar, observar y comprender. El diplomático-escritor no se limita a representar a su país; se convierte en un observador agudo de las múltiples capas de la realidad que lo rodea. Capta lo que brota por debajo de la superficie, lo que escapa a la mirada superficial. Al igual que un escritor que se sumerge en la psique de sus personajes para comprender sus motivaciones, el diplomático debe adentrarse en la cultura, la historia y las aspiraciones del otro para establecer un diálogo verdadero. Se convierte, en última instancia, en un intérprete, un puente entre culturas, mentalidades y sensibilidades.

Las palabras, en este sentido, son herramientas poderosas. A través de ellas, no solo describimos el mundo, sino que también lo transformamos. En manos del escritor-diplomático, las palabras adquieren una dimensión ética, pues pueden evitar malentendidos, disolver tensiones y, quizás lo más importante, crear espacios de entendimiento donde antes solo había desconfianza o ignorancia. El escritor-diplomático no aspira a ser un simple narrador de hechos, sino un agente activo en la construcción de una realidad más armónica, donde el diálogo prevalezca sobre la confrontación.

Así, desde mi doble rol, busco contribuir, aunque sea modestamente, a la creación de un mundo en el que las naciones no solo se reconozcan en su diversidad, sino que se aprecien en su común humanidad. No es tarea sencilla, y está llena de contradicciones, como la vida misma. Pero tal vez sea en esas contradicciones donde reside la belleza y el reto de este oficio dual. Tanto la literatura como la diplomacia no buscan respuestas definitivas, sino mejores preguntas; y en esa búsqueda se abre un camino hacia la comprensión y el entendimiento mutuo, que es, al fin y al cabo, el propósito último de ambas vocaciones.

Porque, en el fondo, todo escritor es un diplomático del alma humana, y todo diplomático, en su mejor versión, es un narrador del destino de los pueblos.

Hasta el próximo artículo…

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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