Mateo Morrison y la Feria del libro.

Aquella mañana, la Plaza de la Cultura parecía más grande de lo usual, como si las dimensiones de la ciudad misma se hubieran dilatado para abarcar no solo los edificios y monumentos, sino también las memorias y las voces que la habitaban. Esa atmósfera especial que envuelve a los lugares donde la historia y el arte se entrelazan parecía acogerme, aunque al mismo tiempo me desorientaba. Mientras intentaba orientarme hacia el Museo Nacional de Historia y Geografía, me di cuenta de que el propósito inicial de mi visita había quedado eclipsado. Lo que parecía un simple recorrido por un evento cultural se transformaba, minuto a minuto, en un reto laberíntico. La Plaza, con sus esculturas dispersas y su arquitectura monumental, ya no era solo un espacio físico, sino una suerte de representación abstracta de la memoria colectiva, un mapa invisible donde las rutas eran dictadas por el azar y la intuición más que por la lógica.

Incluso el guardia en la entrada del museo, amable pero confuso, fue incapaz de señalarme una dirección clara. Y como tantas veces ocurre en la vida, fue el azar el que decidió intervenir, o más bien, fue el lugar el que me encontró a mí. Sin saberlo, había llegado exactamente donde debía estar, y ese encuentro inesperado comenzaba a revelarse como una metáfora perfecta para el momento que estaba a punto de vivir.

Entré al edificio y, para mi sorpresa, me encontré con el poeta José Mármol. Su figura tranquila, aunque siempre envuelta en un aura de actividad febril, me recordó que, para muchos, la poesía no es solo un arte, sino un oficio diario, una práctica incesante de búsqueda y creación. Charlamos brevemente sobre nuestros proyectos, y en medio de la conversación, me reveló que en pocos días estaría viajando a Bulgaria, donde se llevaría a cabo una semana cultural dedicada a la poesía dominicana. Mientras él hablaba, imaginé las calles de esa lejana ciudad europea, resonando con las voces poéticas de autores dominicanos traducidos al búlgaro, donde cada poema hallaría un eco en las piedras antiguas de esas calles, como si la literatura pudiera, una vez más, superar las distancias geográficas y culturales.

Aquel día el aire estaba cargado de una energía sutil pero inconfundible, esa sensación indefinible que se experimenta cuando uno es testigo de un acontecimiento trascendental, aunque en ese momento aún no lo sepa del todo. Fue entonces cuando vi acercarse a al poeta Mateo Morrison, cuya presencia llenaba el espacio de una calidez inusual. Vestido con su habitual sobriedad, lucía un traje de kaki que, aunque sencillo, parecía apropiada para la ocasión. Su sonrisa amplia y franca lo precedía, y en sus ojos brillaba una luz que delataba algo más que una simple satisfacción: era la emoción contenida de alguien que sabe que su momento ha llegado, pero que no ha buscado ese reconocimiento activamente, sino que ha llegado a él casi como una consecuencia natural de una vida entregada al arte y  a la poesía.

Morrison era, en ese instante, el epicentro de la sala Vertilio Alfau del Museo. Amigos, colegas y discípulos lo rodeaban, pero no había en él esa actitud altiva que muchas veces acompaña a quienes son homenajeados. Al contrario, su modestia era palpable. Movía las manos con un nerviosismo casi infantil, como si el homenaje que estaba a punto de recibir fuera un regalo inesperado, una especie de recompensa largamente soñada, pero nunca del todo anticipada. Sabía que ese día no era solo una celebración personal, sino un reconocimiento al arduo camino de todos aquellos que, como él, han dedicado su vida a la palabra.

La sala pronto se llenó de conversaciones y murmullos, y entre los asistentes reconocí a figuras ilustres del ámbito cultural dominicano. Los viceministros de Cultura ocupaban sus asientos, y entre ellos me encontré con Marito, el hijo de Don Mariano Lebrón Saviñón. Tuvimos una breve pero animada conversación sobre la siempre compleja tarea de escribir cuentos, y entre risas y comentarios sobre las dificultades del oficio, me prometió enviarme su primer libro a través de un amigo en común. Ese pequeño gesto me hizo recordar que la vida literaria no es solo una cuestión de obras y publicaciones, sino una red de relaciones, promesas informales y alianzas intelectuales que tejen la trama invisible de la cultura.

Finalmente, llegó el momento esperado. La Ministra de Cultura, Milagros Germán, hizo su entrada con la elegancia y el aplomo que la caracterizan. Vestida con una camisa blanca impecable y un pantalón negro, su sola presencia acalló los murmullos de la sala. Se acercó al micrófono y, con una voz firme pero serena, anunció lo que muchos ya sospechábamos: la Feria Internacional del Libro 2024 estaría dedicada a Mateo Morrison y a la comunidad dominicana de Washington Heights, bajo el lema "Los Libros Conectan".

El impacto emocional de ese anuncio fue innegable. Era un reconocimiento largamente esperado, no solo para Morrison, sino para todos aquellos que, como él, han luchado incansablemente por mantener viva la llama de la poesía en la República Dominicana. Morrison, siempre humilde, parecía incapaz de creer que todo esto estaba sucediendo a su alrededor. Pero allí estaba, siendo homenajeado en el evento cultural más importante del país, y con él, todos los que han visto en la palabra escrita una forma de resistencia, de expresión y de redención.

La poesía, desde ese momento, adquirió un nuevo significado. La Feria del Libro no sería solo un encuentro de escritores y lectores, sino una celebración del poder transformador de las letras, de la capacidad del arte para conectar generaciones y culturas. Morrison, con su inquebrantable dedicación y su gran obra poética, es el testimonio vivo de ese poder. Su legado continuará resonando, uniendo a las distintas generaciones de escritores y lectores en una conversación infinita.

El homenaje no solo reconocía la labor de un hombre, sino la importancia del arte en los momentos cruciales de una nación. La decisión de dedicar la feria a la comunidad dominicana en Washington Heights fue, además, un acto de gran simbolismo, una manera de subrayar la importancia de la diáspora en la configuración de la identidad cultural del país. La conexión entre la Feria y esa comunidad no era meramente simbólica: era un recordatorio de que, aunque separados por la geografía, seguimos unidos por la fuerza indomable de la palabra.

Hasta el próximo artículo…

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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