Un universo narrativo llamado Mario Vargas Llosa.

Lo vi tres veces en mi vida. La primera, incluso antes de que nuestras miradas se cruzaran, ya lo admiraba desde la distancia, en el resplandor de sus palabras que alcanzaban hasta mí como un eco lejano, un murmullo sagrado que resonaba en los abismos de mi ser. Sentía su presencia en cada página, en cada línea leída; como si un aire de su escritura me envolviera, transportándome a mundos remotos, a realidades diversas y, en ocasiones, olvidadas.

Recordé bien la primera vez que lo encontré. Fue un encuentro impulsado no solo por la curiosidad, sino por la ineludible necesidad de acercarme a la fuente de tanta inspiración. Desde hacía años, había sido un devoto silencioso de su obra, atesorando sus libros como reliquias que iluminaban mi camino. En mi juventud, en aquel pueblo del sur de mi país, cada libro se erguía ante mí como una promesa de mundos por descubrir, un pasaporte a nuevas experiencias que desafiaban la monótona rutina del día a día.

A finales de los años noventa, en los círculos que orbitaban el poder dominicano, flotaba un rumor que me envolvía, que aceleraba mis latidos: Mario Vargas Llosa estaba escribiendo una novela sobre Trujillo. Ese susurro se propagó de boca en boca, impregnando el aire de una expectación casi religiosa, una creencia compartida convertida en ritual. Cuando finalmente se publicó, “La fiesta del Chivo” se alzó como una revelación. La palabra impresa se transformó en un acto de resistencia, un acto de memoria que rescataba de las sombras aquellos eventos que algunos políticos que gravitaban todavía desde la época de la dictadura intentaban olvidar.

La leí como quien se atreve a cruzar un umbral prohibido, consciente de que el contenido de esas páginas no sería fácil de digerir. No era mera ficción; era historia desenterrada, un espejo que reflejaba tanto lo más oscuro como lo más brillante de nuestro país. Un lugar que, a pesar de lo que el poeta Pedro Mir proclamaba sobre su ubicación en el mismo trayecto del sol, ocultaba bajo las piedras relatos que prefería no revelar. Mario Vargas Llosa, con su brillantez literaria, traía a la luz esas verdades ocultas. En esos pasajes, la memoria se convertía en un ejercicio de dolor, pero también en un acto de revelación; cada letra exponía la incomodidad de verdades que arden y que nos confrontan con un pasado que, a pesar de nuestro anhelo de ignorarlo, persiste y resuena en el presente.

El acto de leer se transformó en un viaje tumultuoso, una exploración a través de los meandros de una dictadura insidiosa y su impacto en la sociedad. La prosa de Vargas Llosa se convirtió en mi guía, ofreciéndome no solo una narrativa, sino también un análisis profundo de lo que significa vivir en un país marcado por el miedo y la opresión. Así, cada relectura de aquella obra se convirtió en un acto de reivindicación, un recordatorio de que la memoria, aunque dolorosa, se erige como un baluarte contra el olvido.

Recuerdo haber comprado el libro en la Casa del Libro de Madrid. Lo abrí esa misma noche, como si tuviera prisa, y lo leí en silencio. No lo devoré: lo habité. Avanzaba con la sensación de estar frente a una obra total, de esas que no solo narran, sino que construyen conciencia. Me envolvía una mezcla de vértigo y lucidez. La dictadura, que solo conocía de oídas, adquiría un espesor trágico. El lenguaje no era un adorno: era un bisturí. Desde entonces, supe que esa novela se volvería un referente ineludible en la literatura de nuestro continente.

La segunda vez que lo vi fue en la Librería Cuesta, en Santo Domingo. Firmaba ejemplares de “Tiempos recios”. Me acerqué sin palabras preparadas. Él escribía con rapidez, casi con impaciencia. Cuando llegó mi turno, apenas logré pronunciar un “gracias” que me pareció pequeño, insuficiente. Él no alzó la vista, pero ese gesto no fue desdén: fue el ritual de quien lleva años conviviendo con multitudes. Esa brevedad, ese instante sin solemnidad, quedó inscrito en mi memoria como una ceremonia mínima. A veces, un silencio compartido dice más que un discurso elocuente.

La tercera vez que lo vi,  resultó más improbable, y por ello más significativa. En el Café Gijón de Madrid. Estaba solo. O al menos, eso parecía. Me acerqué, lo saludé con la reserva propia de quienes se encuentran frente a sus maestros. Me respondió con una sonrisa breve, escueta, pero cálida. No hubo palabras. No las necesitábamos. Esa sonrisa —leve como una confesión— bastó para fijar el momento. Lo vi entonces no como al autor consagrado, sino como a un hombre atravesado por la vida, por el tiempo, por los libros. Fue un instante suspendido. Y fue suficiente.

No lo conocí como se conoce a los amigos. Lo conocí como se conoce a los escritores: a través de sus libros, sus ideas, sus contradicciones, sus silencios. A través del rastro que deja en el idioma y del diálogo que sus novelas establecen con el tiempo y con nosotros. Hablar de Mario Vargas Llosa es evocar muchas figuras en una: el narrador tenaz, el ensayista lúcido, el polemista incansable, el ciudadano libre. Todas esas máscaras cohabitan en su ser. Y ninguna anula a las otras.

Si tuviera que situarlo en la historia de la literatura, no lo colocaría en un pedestal fijo. Lo ubicaría en una intersección: en ese lugar donde se cruzan la técnica y la pasión, la ética y la forma, el orden y la rebelión. Vargas Llosa escribió desde una convicción: la novela no es un ornamento cultural, es una necesidad vital. Su literatura fue hija de Flaubert, pero también nieta de Víctor Hugo. De Flaubert tomó la obsesión por la precisión, el culto al lenguaje exacto, la idea de que escribir es trabajo arduo. De Hugo, heredó el impulso de intervenir, de pensar la historia desde la ficción, de convertir la novela en una tribuna que no excluye la belleza.

Su carrera comenzó con una detonación. “La ciudad y los perros” no fue solo su debut: fue una ruptura. El lenguaje era nuevo, la estructura era otra, el tono era distinto. Rompía con la narrativa criollista, con el realismo complaciente, con la literatura de salón. Era feroz, ambiciosa, urgente. Con “La casa verde” alcanzó una madurez formal insólita para su tiempo. La novela se convertía en arquitectura, sin perder su nervio ni su humanidad. “Conversación en La Catedral”, publicada a los treinta y tres  años, es quizás su obra más sombría. En esa novela no solo se narra la corrupción de un país, sino la decadencia de una generación. La pregunta central —“¿En qué momento se jodió el Perú?”— no es solo peruana. Es, a su modo, latinoamericana. Es universal.

A lo largo de su obra, Vargas Llosa transitó múltiples registros. Desde la sátira amorosa en “La tía Julia y el escribidor” hasta el delirio místico y político de “La guerra del fin del mundo”; del retrato del horror en “La fiesta del Chivo” al erotismo refinado en “Los cuadernos de don Rigoberto”. Pero más allá de los géneros, lo que impresionaba era la persistencia de una visión: la literatura como interrogante. Como espejo y como martillo. Como juego, pero también como combate. En cada uno de sus libros se cruzaban la razón y el deseo, el orden y el caos, la historia y la invención.

Se le reconocía sobre todo como novelista. Pero su dimensión ensayística era igualmente relevante. En “La orgía perpetua”, más que analizar a Flaubert, Vargas Llosa se reveló a sí mismo. Su lectura se convirtió en poética. En “La verdad de las mentiras”, defendió con vigor una idea: la ficción no engaña, revela. No miente: desvela. Sus ensayos no fueron glosas académicas. Fueron diálogos apasionados. En ellos aparecía el lector insaciable, el intelectual meticuloso, el ciudadano que no se resigna.

Y ese ciudadano estuvo, durante décadas, en el epicentro de los debates. Desde su juventud como simpatizante del marxismo hasta su conversión al liberalismo, su trayectoria ideológica fue intensa. En 1990 se lanzó a la presidencia del Perú. No ganó. Y tal vez fue mejor así. Pero el gesto fue coherente con su pensamiento: para él, el intelectual no debía limitarse a escribir. Debía actuar. Aunque muchos lamentaran esa faceta política, aunque sus posturas dividieran a lectores y amigos, su literatura nunca dejó de mirar el poder con sospecha. Desde “Conversación en La Catedral” hasta “Tiempos recios”, el poder —económico, sexual, militar, religioso— se erigió como uno de sus grandes temas.

Sin embargo, esa dualidad —el escritor y el ciudadano— generó tensiones. Hubo quienes ya no pudieron leerlo sin pasar por sus columnas. Otros lo juzgaron más por sus opiniones que por sus novelas. Era comprensible, pero también reductivo. Porque Vargas Llosa, incluso en sus errores, defendió una idea difícil y necesaria: la libertad de disentir. Y esa libertad fue también literaria.

En lo personal, su obra fue brújula. No por lo que dijo, sino por cómo lo dijo. En “Conversación en La Catedral” encontré un modo de narrar el desencanto. En “La guerra del fin del mundo”, un modelo de epopeya sin heroísmo. En “La fiesta del Chivo”, una manera de enfrentar el pasado sin solemnidad ni resentimiento. No todo me gustó. Algunas novelas recientes me parecieron menores, algo previsibles. A veces sus personajes femeninos bordearon el estereotipo. Pero incluso en sus obras menos logradas había una voluntad de estilo, una ética del trabajo, un respeto por el lector que se agradecía.

A veces me pregunté qué imagen quedaría de él. ¿El novelista del Boom? ¿El Nobel combativo? ¿El liberal impopular? ¿El cronista de la barbarie? ¿El último gran escritor de la lengua? La historia, lo sabemos, es cruel con las biografías. Borra, deforma, simplifica. Pero el lenguaje resiste. Las páginas permanecen. Las frases sobreviven.

Un día, cuando ya no estemos, alguien —un lector joven, un estudiante perdido, un curioso cualquiera— abrirá “La ciudad y los perros”, leerá unas líneas y sentirá ese latido que todos sentimos alguna vez. No necesitará saber quién fue Trujillo. Ni qué pensaba Vargas Llosa sobre las elecciones de América Latina. Le bastará una escena. Un diálogo. Un silencio. Porque eso es lo que queda: la vibración secreta de la buena literatura. Aquella que no necesita explicación.

Escribir sobre Vargas Llosa, en el fondo, fue escribir sobre nosotros. Sobre el modo en que lo leímos. Sobre lo que nos dijo —aunque no lo supiera. Lo vi tres veces. Pero lo leí muchas más. Y lo sigo leyendo. Porque más allá del personaje público, del Nobel, del político, del polemista, estuvo el narrador. Ese que aún sabe cómo empezar una historia… y obligarnos a seguirla hasta el final.

Vargas Llosa —como Borges escribió de sí mismo— fue un universo. A veces brillante, a veces incómodo. A veces contradictorio, a veces genial. Un universo que no se agotó. Que exigió. Que provocó. Tal vez seguiremos volviendo a él. Porque en sus libros no solo estaba la historia de América Latina. También estábamos nosotros: con nuestras heridas, nuestras esperanzas, nuestras sombras, nuestras historias, y nuestras palabras.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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