
Hoy, 9 de julio, cumplo sesenta y tres años. No es una fecha cualquiera. Es un punto de inflexión. No escribo esto por vanidad, ni por costumbre, ni por nostalgia. Escribo porque no hacerlo sería negarme. Escribo para recordarme, para explicarme, para entender por qué sigo de pie. No estoy buscando perdón ni aplauso. Escribo porque tengo el derecho —y el deber— de decir quién soy y por qué sigo creyendo.
Llegar a esta edad implica haber sobrevivido a muchas muertes pequeñas. A amistades rotas. A sueños pospuestos. A traiciones discretas. A decepciones que no hicieron ruido, pero dejaron marcas. No me quejo. He vivido más de lo que pensé. Pero también he cargado más de lo que debí.
He visto cómo el país que amo se hunde una y otra vez en los mismos errores. La corrupción no es un accidente: es una maquinaria. Un sistema de premios para los serviles, de castigos para los íntegros. Y, sin embargo, todavía hay quienes creen, como yo, que eso puede cambiar. Que debe cambiar. No porque sea fácil, sino porque es urgente.
Yo no nací para quedarme en las gradas. Desde joven supe que quería servir. Y servir no es una palabra vacía. Es asumir responsabilidades, aunque no haya recompensa. Es actuar, aunque nadie mire. Es decir, la verdad, aunque moleste. Esa fue siempre mi brújula.
Aprendí a trabajar con decoro. A pensar antes de hablar. A ayudar sin esperar que lo agradezcan. A no usar mis principios como bandera, pero tampoco esconderlos por conveniencia. Muchos no entienden eso. Confunden el carácter con arrogancia, la firmeza con intransigencia. Yo no los culpo. En un país donde la adulación es moneda de cambio, tener dignidad parece una excentricidad.
En mi carrera, he preferido perder ascensos antes que perder el respeto. Me han excluido por pensar distinto. Me han relegado por no aplaudir. Me han hecho sentir como si fuera un error. Pero no me arrepiento. Porque dormir con la conciencia limpia vale más que cualquier puesto.
He visto cómo los que manipulan el poder destruyen instituciones. Cómo se nombra por lealtad y no por capacidad. Cómo el mérito se convierte en una amenaza. He visto embajadas dirigidas por improvisados. He presenciado el desdén hacia quienes sí se prepararon. Y cada vez que eso pasa, el país pierde.
Pero también he vivido momentos que me devuelven la esperanza. Cuando un estudiante me agradece una clase. Cuando un joven me dice que quiere hacer política sin robar. Cuando un amigo me llama sin pedir nada. En esos instantes, siento que vale la pena seguir.
Recuerdo los años difíciles, cuando el miedo gobernaba. Cuando disentir era peligroso. Cuando había que medir cada palabra. Yo estuve allí. Yo lo viví. Y por eso me niego a callar ahora. Porque sé lo que cuesta recuperar la voz. Y no pienso perderla por comodidad.
He escrito sin micrófonos. He trabajado en silencio. He sembrado donde otros solo destruyen. No necesito reflectores. Me basta con saber que no me traicioné.
Ver a mi nieto crecer ha sido una revelación. Hay algo profundamente reparador en su mirada. No sabe de política, ni de corrupción, ni de traiciones. Pero me recuerda que el futuro existe. Que vale la pena luchar por él. Que todo lo que hago, todo lo que escribo, debe tener sentido también para él.
A veces me preguntan por qué sigo. Por qué insisto. Por qué no me retiro. Les respondo con una sonrisa. Porque rendirse sería aceptar que ya nada importa. Y yo no estoy listo para eso. Mientras haya una posibilidad de cambiar las cosas, seguiré.
He vivido los vaivenes del poder. Lo he visto convertir hombres decentes en tiranos de pasillo. Lo he visto inflar egos hasta deformar almas. Pero también he visto cómo se cae. Cómo lo que hoy parece intocable, mañana es polvo. Por eso nunca me deslumbró. El poder no me impresiona. La coherencia, sí.
He tenido pocos amigos, pero buenos. Gente que dice lo que piensa. Que no necesita fingir. Que está cuando no hay nada que ganar. En este país, eso es un milagro. Porque aquí la amistad suele medirse por intereses, no por afectos. Y a esos pocos, les debo mucho. Ellos me sostuvieron cuando otros me dieron la espalda.
He asesorado, orientado, corregido, escrito discursos que otros firmaron. No me importa. El país necesita ideas, no nombres. Si mi trabajo ayudó a que algo se hiciera mejor, me doy por satisfecho. No necesito medallas. Me basta con saber que hice lo correcto.
Creo en la política. No en la politiquería. En la política como herramienta para servir. No como atajo para enriquecerse. A muchos les molesta esa idea. Les incomoda. Porque saben que no podrían vivir bajo esa regla. Pero yo sí. Y no pienso cambiarla.
Este año decidí participar. No como un acto de ambición, sino como un acto de responsabilidad. No busco un puesto. Busco que alguien diga: “Se puede actuar con principios y aun así avanzar”. Y si con eso abro una puerta para otros, ya valió la pena.
Rechazo el oportunismo. Me repugnan los que se suben al carro del ganador solo para figurar. Detesto la cobardía disfrazada de estrategia. Aquí nadie quiere quemarse. Todos quieren beneficios sin riesgos. Y eso es exactamente lo que hay que cambiar.
Sigo escribiendo. Sigo enseñando. Sigo construyendo. Porque el día que deje de hacerlo, empezaré a morir. Y no pienso darles ese gusto a los que me quisieran fuera del camino.
Este manifiesto es un acto de fe. En el país. En la gente decente. En el futuro. Es mi forma de decir: no me vencieron. Aquí estoy. Con sesenta y tres años, con canas y cicatrices, pero con la conciencia limpia.
A mis hijas, les dejo este testimonio. No siempre pude darles todo lo que quería. Pero siempre les di lo que tenía: mi ejemplo, mi trabajo, mi palabra. A mi nieto, le dejo mi historia. Para que sepa que hubo una generación que no se resignó. Que luchó, aunque perdiera. Que creyó, aunque le costara caro.
Y a quienes hoy me ven como un obstáculo, les digo: estoy aquí para quedarme. No por terquedad, sino por convicción. Porque si los que tenemos algo que decir nos vamos, el país quedará en manos de los que solo saben repetir consignas.
Este país aún vale la pena. Aunque lo maltraten. Aunque lo roben. Aunque lo manchen. Sigue valiendo la pena. Y mientras tenga fuerza, seguiré diciendo lo que pienso. Porque la dignidad no se negocia. Y porque hay batallas que no se libran para ganar, sino para no volverse cómplice del desastre.