
No escribo para entretener. Ni siquiera escribo para comunicar. Escribo para confesarme. La escritura, para mí, no es un lujo del espíritu ni una forma de expresión: es una manera de desnudarme sin tener que quitarme la ropa. Cada línea que escribo es un fragmento de mi vergüenza, de mi miedo, de mi memoria más indeseable. Es una forma de decir lo que jamás me atrevería a decir en voz alta. Lo que no le diría ni a mi mejor amigo. Ni a mi madre. Ni a mí mismo, si no tuviera un bolígrafo en la mano o el cursor titilando como una amenaza.
No sé si esta necesidad nació conmigo o si fue un hábito que el tiempo convirtió en condena. Lo cierto es que no puedo dejar de escribir. Y no porque me guste —a veces me repugna—, sino porque cuando no escribo, todo dentro de mí se desordena. Me vuelvo irritable, inseguro, ausente. Como si una parte esencial de mí se hubiera apagado. He aprendido a reconocer ese vacío: no lo llena la música, ni el sexo, ni siquiera la lectura. Solo se llena escribiendo. Aunque duela.
Y sí, muchas veces duele. La escritura como confesión no es indulgente. No perdona. Es un espejo implacable que me obliga a mirar mis rincones más sucios. No escribo para halagarme ni para consolarme. Escribo como quien se somete a un interrogatorio, con una luz intensa en la cara y un silencio expectante al otro lado. Las preguntas no me las hace nadie. Me las hago yo. Y las respuestas, cuando llegan, son tan terribles que preferiría no haberlas escrito.
¿Pero qué sentido tiene escribir si no es para decir la verdad, o al menos para buscarla? Una verdad subjetiva, fragmentaria, temblorosa. Una verdad que se escapa mientras uno la escribe, pero que a veces se deja atrapar en una frase, en un ritmo, en una imagen. Entonces todo cobra sentido. El sufrimiento, la exposición, la neurosis. Todo eso que uno arrastra en la vida y que la literatura transforma, con crueldad y belleza, en un objeto vivo.
He escrito páginas que me han hecho temblar. No por su calidad —eso es relativo, incluso irrelevante— sino por lo que revelan de mí. A veces he tenido miedo de que alguien las lea. O de que nadie lo haga. Porque hay algo profundamente contradictorio en este oficio: uno se confiesa, sí, pero lo hace para que lo lean. Es decir, para que otros entren en tus intimidades, husmeen en tus secretos, te vean por dentro. Pero al mismo tiempo, uno espera que lo perdonen. Que no juzguen demasiado. Que entiendan que eso que está escrito no es todo uno, pero es una parte que no puede seguir oculta.
Escribir, entonces, es también una forma de pedir perdón. Y de pedir permiso. Como si dijera: “Este soy yo. Esto me avergüenza. Esto me duele. Esto no sé cómo explicarlo, pero aquí está. Juzguen ustedes”.
Y al escribir así —con las vísceras— uno se libera, pero también se queda vacío. Cada texto es un desprendimiento. Una pérdida. Cuando termino un cuento, un poema, una página de un diario que no publicaré jamás, siento que algo ha salido de mí y ya no volverá. No sé si eso me hace mejor persona. Lo dudo. Pero sí sé que me permite seguir respirando.
La literatura no debería ser un acto de ornamento. No debería ser elegante ni sofisticada si eso significa esconder lo esencial. La buena literatura —la que permanece, la que lastima— siempre tiene algo de confesión. De salto al vacío. De riesgo. No se escribe con el deseo de complacer, sino con la urgencia de decir lo que no se puede callar. Lo que uno no soporta seguir guardando.
Y no hablo solo de escribir en primera persona. Se puede confesar desde una novela, desde un personaje que no se parece en nada a uno, desde un paisaje. El escritor —el que realmente escribe— se filtra por todas partes. Incluso cuando inventa. O quizás sobre todo cuando inventa. Porque al inventar elige qué contar, cómo contarlo, desde dónde. Y esa elección lo delata.
A veces me preguntan por qué sigo escribiendo si me hace sufrir tanto. La respuesta es simple: porque no puedo dejar de hacerlo. Porque si no escribiera, me moriría por dentro. Porque necesito dejar constancia de lo que fui, de lo que soy, de lo que temo ser. Aunque nadie lo lea. Aunque a nadie le importe.
La escritura como confesión no busca aplausos. Busca expiación. Es un acto íntimo que se vuelve público no por vanidad, sino por necesidad. Porque hay cosas que uno no puede llevar solo. Y al ponerlas en palabras, al compartirlas —aunque sea con un lector anónimo, distante, invisible— uno siente, por un instante, que ha ganado una batalla contra el silencio.
No escribo para ser feliz. Escribo para no volverme loco.