Diario de un Embajador en Paraguay.

Primer día,19 de enero 2011

Hoy aterrizamos en Paraguay Silvio Pettirossi, a la siete de la mañana, mi esposa y yo, después de un vuelo que se extendió en el tiempo, pesado, como si las horas cargaran el peso invisible de las expectativas. Sentí que cada minuto que pasaba en el aire no era más que una acumulación de silencios, de pensamientos reprimidos, de preguntas que se negaban a formularse. Desde la ventanilla del avión, el verde infinito del paisaje empezaba a revelarse, interrumpido solo por el trazo incierto de las calles de Asunción. La ciudad, al principio, me pareció desordenada, un rompecabezas que nadie se había molestado en terminar, donde las piezas se mezclaban sin prisa ni lógica. Pero luego, al observar con más detenimiento, esa mezcla entre lo nuevo y lo viejo, lo ordenado y lo caótico, se presentó ante mis ojos como una metáfora clara de lo que está por venir. Quizás nuestra estancia aquí también estaría marcada por esa misma dualidad.

No sabía qué esperar de esta tierra, y eso, en cierta forma, me inquietaba. Nunca había sido un hombre que dejara demasiadas cosas al azar. El diplomático, como el militar, debe anticipar, prever, controlar, y aquí no podía controlar nada. La cultura, las costumbres, incluso la lengua, me parecían barreras sutiles pero firmes. Había intentado, antes de partir, imaginar cómo sería Paraguay. Había hojeado libros, leído informes. Pero todo eso era como si hubiera tratado de palpar una niebla espesa; cuanto más me esforzaba, más resbaladizas se volvían las ideas.

Mi esposa permanecía a mi lado, inquieta pero sonriente. Quizás, pensé, ella lo tomaría todo con mayor naturalidad que yo. Tal vez se dejaría llevar por esta nueva experiencia con más soltura, sin tantas preguntas, sin esa ansia de querer entenderlo todo antes de siquiera vivirlo. Ella, al menos, tenía una fe que a veces yo envidiaba.

Mis únicos contactos aquí eran formales, impersonales. Había intercambiado correos con la secretaria de la embajada, una mujer de eficiencia impecable, pero distante, tan distante que no hubiera sabido decir si era joven o mayor, si tenía familia o vivía sola. Luego estaba la cónsul honoraria, aquella voz que una vez oí por teléfono, cargada de sabiduría, de una especie de serenidad que solo dan los años de vivir en un lugar. Sin embargo, al colgar aquel día, lo que más recordé fue una sutil sensación de soledad en su tono, como si el peso de los años en Paraguay hubiera dejado una marca silenciosa. Me pregunté entonces si yo también sentiría esa soledad, si al pasar el tiempo como embajador en Paraguay me transformaría, me aislaría de mis raíces como a ella.

El aire cálido pero extraño, nos recibió con un abrazo espeso cuando bajamos del avión de Avianca. Fue una bienvenida tangible, casi física, que me recordó que ya estábamos en un lugar ajeno al mío, sin mar, solo rodeado de tierra, y partir de ese momento, todo lo que hiciéramos sería en función de este nuevo clima, de esta nueva geografía. La humedad parecía colarse en los pensamientos, como si la misma atmósfera ralentizara nuestras acciones, haciéndonos conscientes de cada paso, de cada respiración.

Observé a las personas en el aeropuerto, los rostros que pasaban junto a nosotros, cargados de sus propias historias, de sus propias maletas. Me pregunté cuántos de ellos habrían llegado alguna vez como nosotros, con incertidumbre, con esa mezcla extraña de ilusión y temor que se siente cuando uno se lanza a lo desconocido. ¿Y cuántos de ellos, después de años, habrían hecho de este país su hogar? ¿O cuántos, tal vez, habrían fracasado en el intento, regresando a sus tierras natales con las maletas llenas de una desilusión que ni siquiera podían verbalizar?

La espera de las maletas se hizo eterna, pero no me importó. Aproveché ese tiempo para reflexionar sobre lo que vendría. No solo tenía que cumplir con mis obligaciones diplomáticas; esa era la parte sencilla, la que podía controlar. Lo verdaderamente complicado sería encontrar mi lugar aquí, entender un país que aún no comprendía y que tal vez nunca llegaría a comprender del todo. La primera reunión en la embajada estaba programada para la tarde, pero no me preocupaba. Lo que me inquietaba era otra cosa: cómo sería caminar por las calles de Asunción por primera vez, con los ojos de un extranjero, de alguien que busca captar el alma de una ciudad que se resiste a ser descifrada.

Cuando finalmente salimos del aeropuerto, con las maletas a cuestas y el corazón pesado por la incertidumbre, supe que este viaje sería mucho más profundo que cualquier vuelo transatlántico. No estábamos aquí solo por un destino profesional, sino por algo más. Una inmersión completa en una realidad que nos transformaría, nos pondría a prueba, nos haría cuestionar quiénes éramos antes de llegar aquí, y quiénes seríamos cuando llegara el momento de partir.

Paraguay

19 de enero 2011

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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