Don Quijote y Don Juan Bosch.

“Leed el Quijote veintiséis veces.” Eso me dijo Don Juan Bosch la primera vez que lo visité, tembloroso y con un libro bajo el brazo. Yo esperaba una receta secreta para convertirme en escritor, un truco de alquimia verbal que me evitara los caminos arduos. Y recibí, en cambio, esa frase seca, contundente, que en aquel momento juzgué como un desvarío de viejo. Años más tarde entendí que ese consejo contenía, como en un cofre sellado, la verdadera pedagogía de la literatura.

Bosch no era un maestro de fórmulas fáciles. Había sido presidente, había sido exiliado, había cargado sobre sus hombros la historia convulsa del Caribe, y, sin embargo, cuando hablaba de literatura, lo hacía con la sobriedad del campesino que ofrece un consejo práctico: sembrar, esperar, volver a sembrar. El Quijote, ese libro interminable, era para él la tierra misma, la cosecha inagotable.

¿Qué significa leer un libro veintiséis veces? En un tiempo de inmediatez, donde los jóvenes cambian de pantalla cada treinta segundos, la idea parece absurda. Pero Bosch sabía que un clásico no se agota. Cervantes, en su aparente humor y desvarío, construyó una máquina de infinito. Borges lo intuyó: “El Quijote es el único libro que contiene todos los libros”. Y Unamuno, mucho antes, había visto en el caballero de la triste figura el símbolo de una España que no podía vivir sin idealismo.

El propio Cervantes, que pasó hambre, cárceles y derrotas, no escribió un manual de caballería ni un tratado moral. Escribió una parodia que con los siglos se convirtió en revelación. “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”, dice don Quijote. Esa frase sola podría justificar la lectura repetida que Bosch exigía. Porque cada vuelta de página no revela lo mismo: un adolescente encontrará comicidad en los molinos; un adulto, la tragedia de un hombre vencido; y un anciano, la dulce ironía de la memoria que se deshace.

Don Juan Bosch conocía la derrota. No la derrota pequeña del escritor rechazado, sino la derrota mayor del político que sueña con la democracia en un continente entregado a dictaduras y caudillismos. Su breve presidencia en 1963 fue truncada por un golpe militar apenas siete meses después de iniciada. Como Cervantes en Lepanto, como Cervantes en las mazmorras de Argel, Bosch cargó con la experiencia de la desposesión.

Y aquí surge el vínculo secreto: tanto Cervantes como Bosch sabían que el fracaso no es lo contrario del idealismo, sino su condición. “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, proclama el caballero en la Sierra Morena. Bosch, en su discurso de toma de posesión, dijo: “Venimos a demostrar que un pueblo pequeño, si sabe organizarse y educarse, puede ser grande en dignidad y justicia”. Ambas frases son, en esencia, la misma: un canto a la libertad contra el poder arbitrario.

Si Cervantes inventó un loco para reírse de los libros de caballería y terminó regalando al mundo el arquetipo del soñador incorruptible, Bosch fundó un partido, escribió cuentos campesinos, diseñó constituciones, y todo le fue arrebatado. Sin embargo, lo que sobrevive es lo mismo: la palabra. La palabra que levanta a un pueblo.

Recuerdo haberlo esperado en su biblioteca. Ese espacio tenía algo de santuario: libros apilados como ladrillos de una fortaleza invisible. Bosch entró con la serenidad del que sabe que el tiempo es breve y, a la vez, eterno. Recibió mi poemario sin solemnidad. Y cuando le pregunté qué debía hacer para ser escritor, me miró con la acostumbrada paciencia de los maestros.

No me habló de técnica, de estilo, de retórica. Me habló de repetición. Me habló de El Quijote. Como si la única academia posible fuera la insistencia, la perseverancia, la terquedad de volver una y otra vez sobre las mismas páginas hasta que el espíritu se contagie de su música.

En aquel instante pensé que el profesor ya no estaba bien. Hoy entiendo que era yo el que no había madurado. Él sabía que la verdadera formación no está en las universidades, sino en esa relación íntima, casi amorosa, con un libro inagotable.

¿Qué significa leer El Quijote veintiséis veces? Significa aprender que el humor es inseparable de la tragedia. Que la dignidad se mide no por la victoria, sino por la obstinación. Que la locura del idealista es la más lúcida respuesta al cinismo del mundo.

Bosch insistía en Cervantes porque sabía que en el Caribe y en América Latina abundan los Sanchos: realistas, prácticos, resignados. Pero también necesitamos Quijotes: hombres y mujeres que, aun sabiendo la inutilidad de su empresa, cabalgan. De ese choque surge la historia. Bosch mismo fue un Quijote político, montado en la imposible tarea de construir democracia en tierras de caudillos.

Por eso la lección no era meramente literaria: era política, era ética. Leer El Quijote veintiséis veces era aprender a fracasar con estilo, a mantener la fe en la libertad incluso cuando la historia parece devorarlo todo.

Quizás por eso, cada vez que abrimos El Quijote en América Latina, sentimos que nos está hablando directamente. Somos pueblos que han vivido entre la esperanza y la derrota, entre la utopía y la traición. Cada independencia prometió una Ínsula Barataria y terminó en golpes, caudillos, dictaduras. Cada reforma soñó con molinos que eran, en realidad, gigantes.

Juan Bosch escribió en Apuntes de cultura política dominicana: “Los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla, y lo repiten siempre de la manera más dolorosa”. Esa advertencia podría figurar en boca de Cervantes, porque don Quijote mismo es la repetición del error, la insistencia en una lectura equivocada que, sin embargo, genera sentido. América es ese caballero que sueña con reinos imposibles y tropieza una y otra vez, pero no abandona la empresa.

Con los años, seguí el consejo de Bosch. Cada vez que regreso a Cervantes encuentro un matiz nuevo. A veces leo al Quijote como un niño: riéndome de su torpeza. A veces lo leo como un viejo: llorando su lucidez tardía. Y otras lo leo como un escritor que busca en cada frase un ritmo, una ironía, una respiración.

Ahora colecciono ediciones del Quijote como quien colecciona espejos. Porque cada edición refleja un rostro distinto del mismo libro. Y cuando alguien me pregunta qué debe hacer para escribir mejor, no puedo evitar repetir lo que me dijo Bosch: leer El Quijote veintiséis veces.

Ese consejo ya no me parece una excentricidad. Me parece la fórmula secreta que revela la paciencia necesaria para la literatura. No se trata de escribir rápido, ni de publicar mucho. Se trata de aprender a convivir con un texto hasta que se vuelva parte de nuestra sangre.

El consejo de Bosch tiene también una dimensión pedagógica para nuestros tiempos. ¿Qué pasaría si en lugar de enseñar a los estudiantes a devorar manuales técnicos, los invitáramos a leer, una y otra vez, el mismo libro? ¿Qué pasaría si la educación se entendiera como la repetición creativa y no como la acumulación superficial?

En un mundo de velocidad, Bosch nos invita a la lentitud. En un mundo de exceso, nos invita a la profundidad. En un mundo de olvido, nos invita a la memoria.

Quizás por eso, leer El Quijote veintiséis veces no es una locura, sino un acto de resistencia contra el ruido contemporáneo. Es decirle al mundo que la literatura aún importa, que un libro puede cambiar una vida, que las derrotas pueden transformarse en dignidad.

Cervantes escribió un libro que nadie pensó que sobreviviría. Bosch dio un consejo que parecía inútil. Ambos confiaron en que el tiempo haría justicia. Y el tiempo, con su lento pulso, les dio la razón.

Hoy, cuando cierro los ojos y recuerdo aquella biblioteca, aquella voz seca diciéndome que debía leer El Quijote veintiséis veces, entiendo que ese día no solo recibí un consejo literario. Recibí un mapa de vida.

Porque leer El Quijote no es solo leer un libro. Es aprender a ser quijotesco en un mundo de sanchos. Es aceptar que la derrota no destruye, sino que ennoblece. Es comprender que la libertad es más grande que cualquier Ínsula Barataria.

Y en esa lección, Don Juan Bosch sigue siendo, como Cervantes, un maestro que nos habla desde la derrota, pero con la mirada fija en lo imposible.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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