La vida es como un río que nunca cesa: fluye impetuosa, llevándonos por caminos que no siempre elegimos, arrastrándonos más allá de los límites que habíamos imaginado. Nos empuja hacia territorios inciertos, lejos de la orilla conocida, donde el horizonte se confunde con la niebla de las dudas. Así he vivido yo, como diría mi amigo Luis García Montero en uno de sus poemas, en estos últimos catorce años, atrapado en la marea de responsabilidades y silencios, sin sospechar que este alejamiento de la escritura era, en realidad, una forma de prepararme para reencontrarme conmigo mismo.
Descubrí, en ese exilio íntimo, que el hombre no es lo que ha hecho, sino lo que aún está por decir. No somos la suma de logros ni derrotas pasadas, sino la búsqueda incesante de palabras y vivencias que todavía no hemos alcanzado. Y en esa búsqueda se revela nuestra esencia más profunda, porque el hombre comienza realmente en el momento en que decide escuchar su propia voz y seguirla, aunque el eco lo conduzca por senderos inciertos.
El 11 de noviembre, a las cinco de la tarde, en el Salón Aida Bonnelly del Teatro Nacional, en el marco de la Feria Internacional del Libro, romperé ese silencio que me envolvió como una enredadera oscura. No será un acto de renuncia a lo vivido, sino un retorno a la palabra, a esa patria íntima donde siempre he encontrado refugio. Mi silencio no ha sido un mero intervalo, sino una pausa necesaria, un retiro más profundo que cualquier frontera geográfica. Cuando acepté el cargo diplomático a los cuarenta y ocho años, creí ingenuamente que estaba ingresando en una nueva etapa de mi vida, llena de posibilidades. Pero lo que encontré fue desarraigo: un despojo sutil, casi imperceptible, de lo que constituía mi identidad más íntima.
El verdadero exilio no es la distancia física, sino la separación de uno mismo. La soledad, en esos términos, no es el silencio del entorno, sino el vacío interior que amenaza con devorarnos. Sin embargo, en medio de esa soledad fértil, la literatura se reveló como el único puente hacia mi esencia. La poesía, que en mi juventud fue un estallido visceral, regresó transformada en un aliento: en la voz serena de un hombre que ha aprendido a convivir con las cicatrices que le ha dejado el tiempo.
Durante mis visitas a Buenos Aires, entre el bullicio de librerías antiguas y el perfume de páginas gastadas, hallé consuelo en las palabras de otros. Las voces de Jorge Luis Borges y Octavio Paz fueron un puente en mi deriva, iluminando los rincones oscuros de mi interior. Los versos de Paz me ofrecieron más que una compañía: me enseñaron que la poesía puede ser un refugio para quienes cargan con la nostalgia. Fue como encontrar a un amigo en una ciudad extraña, alguien que, al igual que yo, había conocido el peso del exilio y comprendido que la palabra era la única brújula válida para reencontrarse.
Así, el silencio dejó de ser una cárcel y se convirtió en tierra fértil. Volví a escribir, cada palabra trazando un surco en libretas en blanco con la tinta verde de mis lapiceros. La lectura de Baudelaire, Rimbaud y Whitman dejó de ser un pasatiempo: cada poema era un espejo donde reconocía mi deseo de recuperar la voz que creía perdida. La escritura se transformó en un acto de resistencia, una afirmación de mi identidad. No era solo un oficio, sino una forma de recordarme quién era y, más importante aún, quién podía llegar a ser.
Comprendí, en esos años de silencio, que el verdadero encuentro con uno mismo ocurre en la vulnerabilidad. Aceptar nuestra fragilidad no es una derrota, sino el acto más valiente. Y en esa aceptación, la palabra se convierte en un guía, en un ancla: me permite nombrar lo inefable, dar forma a los miedos y esperanzas, al amor y a la soledad que me atraviesan. Cada verso es un intento de atrapar lo efímero, de encontrar sentido en el caos que la vida impone sin previo aviso.
Descubrí también que la escritura no es un acto solitario. Cada libro, cada palabra, tiende un puente hacia los demás, una invitación a compartir certezas y dudas. La verdadera literatura surge del contacto íntimo con la vida: respira a través de las experiencias más universales, pero también las más personales. Al contemplar el mar o sentir el sol en la piel, comprendí que la escritura es la forma más plena de estar en el mundo, de habitarlo y narrarlo al mismo tiempo.
El 11 de noviembre, al presentar el libro “Donde empieza el hombre”, cierro un ciclo de catorce años de silencios necesarios y de batallas internas con la soledad. Este libro es el fruto de ese largo proceso, una obra que recoge mis vivencias, mis lecturas, mis luchas con la palabra. Pero más que un punto final, es una apertura hacia lo desconocido: una puerta que se abre hacia nuevas preguntas, nuevos caminos por explorar. En cada página late el testimonio de un hombre que ha aprendido a escuchar su voz y seguirla, sin miedo a perderse.
He tenido la fortuna de contar con la complicidad de amigos como Plinio Chahín, Osiris Madera y Basilio Belliard, compañeros leales en este mundo literario. Pero, sobre todo, ha sido el amor constante de María Esther, mi esposa, la brújula que me ha permitido encontrar el equilibrio en medio del caos. Su presencia ha sido la luz que ha mantenido viva la llama de mi escritura, el ancla que me impidió naufragar en mis propias dudas y la voz que, al mediodía, me decía: "Publica esos libros ya".
El 2025 será un año de revelaciones: libros que he escritos y guardado en un cajón y que finalmente verán la luz. Cada obra es un ladrillo más en la construcción de mi camino literario, una afirmación de que la escritura es una forma de resistencia, un acto de fe en la capacidad del ser humano para encontrar sentido en su existencia.
Así, descubro que no hay retorno posible. La escritura no es solo una herramienta para narrar la vida, sino una forma de vivirla plenamente. En cada palabra, en cada línea, se despliega la aventura de ser uno mismo, de atreverse a nombrar lo innombrable, de buscar incansablemente lo que nos define. La verdadera aventura no es llegar a un destino, sino recorrer el camino con la honestidad de quien se atreve a ser vulnerable, de quien se atreve a ser.
“Donde empieza el hombre” es una invitación a todos aquellos que sienten la necesidad de emprender ese viaje hacia su interior. Porque, al final, lo que importa no es tanto a dónde lleguemos, sino las palabras que tengamos el coraje de pronunciar en el trayecto. Y es en ese viaje donde, finalmente, comienza el hombre.
Los espero en la Feria del Libro ese día…