Dudar de la duda de Joseph Mendoza.

Duda de la Duda

Hay libros que se leen, y hay libros que se padecen. Otros, más raros, se convierten en una experiencia existencial. Duda de la duda, del filósofo dominicano Joseph Mendoza, pertenece a esta última categoría. No es un tratado ni un ensayo convencional. Es un artefacto peligroso, uno de esos textos que parecen inofensivos en la primera página y, sin previo aviso, se convierten en una dinamita intelectual. Leerlo es asomarse al abismo —consciente de que mirar demasiado tiempo ese abismo puede hacer que también te mire a ti.

Mendoza, profesor universitario y pensador de los márgenes, no pretende tranquilizar al lector. No lo toma de la mano. Al contrario: lo suelta en medio de una tormenta conceptual, le arranca las muletas del sentido común y le exige que camine —con la duda como único bastón. Desde las primeras líneas, el libro plantea una tesis tan provocadora como esencial: la duda no es debilidad, es una forma superior de inteligencia. No es el síntoma del que no sabe, sino la señal del que ha comenzado a pensar.

La estructura del libro es deliberadamente fragmentaria. Mendoza no construye un argumento lineal, no sigue la lógica académica de introducción-desarrollo-conclusión. Lo suyo es más bien un tejido de pensamientos, imágenes, analogías, preguntas sin respuesta. Una cartografía del pensamiento en estado líquido. La duda —ese núcleo temático que recorre el texto como una corriente subterránea— aparece en sus múltiples formas: la duda filosófica, la duda amorosa, la duda artística, la duda religiosa, la duda ética, la duda frente a uno mismo. Y lo hace no como un catálogo de definiciones, sino como un desfile de fantasmas que se pasean por las páginas sin pedir permiso.

Hay algo profundamente moderno, incluso posmoderno, en el enfoque de Mendoza. Pero también hay una herencia clásica: de Sócrates a Descartes, de Montaigne a Nietzsche, la duda ha sido un instrumento de exploración, un bisturí para diseccionar las certezas. Mendoza no reniega de esa tradición, pero la arrastra hasta el presente con un lenguaje que mezcla filosofía, literatura y psicoanálisis. Uno no puede evitar recordar a Cioran, a Unamuno, incluso a Borges en ciertos pasajes donde la paradoja se convierte en forma de conocimiento: “vivir desviviéndose”, “confiar desconfiando”, “buscar la verdad sin creer en ella”.

El lenguaje es, sin duda, una de las armas más filosas del libro. Mendoza no simplifica. No quiere hacerlo. La suya es una prosa exigente, que obliga al lector a frenar, a releer, a masticar cada frase como si fuera una pregunta disfrazada de afirmación. No hay concesiones al lector perezoso. No hay frases hechas, ni recursos fáciles. En una época dominada por la inmediatez, por los tuits y los titulares, este libro se planta como un manifiesto contra la superficialidad. Exige tiempo, atención, disposición a perderse. Porque, en el fondo, esa es la lección: sólo quien se atreve a perderse puede encontrar algo que valga la pena.

Pero Mendoza no se queda en la filosofía abstracta. Uno de los mayores logros del libro es conectar la duda con la vida cotidiana. La muestra en los celos, en el miedo al futuro, en la nostalgia por lo que pudo ser. Habla de la duda que se siente al amar, al envejecer, al mirar el mundo y no entender nada. En ese sentido, el texto se vuelve profundamente humano, casi confesional. Como si el autor no solo estuviera escribiendo un ensayo, sino también exorcizando sus propias incertidumbres.

¿Y qué hace el lector con todo esto? ¿Cómo se enfrenta a un libro que no quiere ser entendido, sino experimentado? Tal vez lo único posible sea aceptar la invitación implícita: dudar de la duda, sí, pero también dudar de las respuestas, de las soluciones cómodas, de las narrativas cerradas. Este libro no ofrece salidas. Ni siquiera promete un camino. Lo que da es algo más raro y valioso: la posibilidad de pensar sin mapa, de caminar a ciegas sabiendo que en esa oscuridad hay más verdad que en mil luces artificiales.

La filosofía dominicana, tradicionalmente marcada por una fuerte influencia teológica y un enfoque más académico, encuentra aquí una grieta. Duda de la duda no es solo un aporte intelectual. Es una provocación. Un llamado a repensar la manera en que entendemos la filosofía, no como un conjunto de doctrinas, sino como un ejercicio radical de pensamiento. Y en ese gesto, Mendoza no solo escribe un libro: pone una bomba en la biblioteca y espera que cada lector decida si la desactiva o deja que estalle.

Quizás el mayor valor de este libro sea precisamente ese: nos obliga a incomodarnos. Y en esa incomodidad se esconde la semilla de algo importante. Algo que no se puede enseñar, ni comprar, ni imponer: el pensamiento propio.

Porque, al final, dudar de la duda no es parálisis, sino una forma superior de lucidez. Es caminar sin la pretensión de tener el mapa, con los ojos abiertos y el alma en vilo, sabiendo que cada paso puede ser un error… o una revelación. Es avanzar con la conciencia de que no hay certezas absolutas, que toda verdad es frágil, provisional, un susurro entre ruidos. Y, sin embargo, caminar. Ir hacia adelante, precisamente porque se duda, porque no se está seguro, porque se intuye —como un presentimiento antiguo— que la búsqueda es más valiosa que la llegada, y que solo el que duda está realmente vivo.

En este libro, Duda de la duda, el filósofo académico Joseph Mendoza no ofrece respuestas fáciles, y eso es lo más honesto que puede hacer un pensador. Yo leí sus páginas como quien interroga a un oráculo sabiendo que la única respuesta posible será una nueva pregunta. Dudé de mis certezas, me incomodé, me contradije. Pero salí del libro con algo más valioso que la seguridad: la conciencia de estar pensando por mí mismo.

Y eso, en estos tiempos de ruido, consignas y dogmas disfrazados de opinión, leer Duda de la duda, es una forma de libertad.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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