El ciudadano que el Estado olvidó.

Ayer, en la cátedra del profesor Esteban Anchustegui, durante una discusión en el máster universitario, ocurrió algo raro y valioso: se nos pidió pensar. No solo sobre el Estado, la ley o el poder, sino sobre nosotros mismos. Sobre qué significa hoy ser ciudadano en una democracia como la nuestra. Sobre si aún lo somos, o si apenas habitamos una ficción jurídica donde todo parece estar en regla, pero nada funciona en la práctica. Fue una clase que no buscaba respuestas cómodas, sino incomodarnos con preguntas esenciales. Y lo logró.

El Estado dominicano sigue siendo formalmente el mismo: con su Constitución —una de las más bellas, por su redacción y por la promesa que contiene— y sus instituciones aparentemente funcionando. Pero hay un abismo entre lo que está escrito y lo que se vive. Porque los actores que administran ese Estado —los partidos políticos tradicionales, los militantes que ocupan cargos por lealtad y no por mérito— han convertido esa Constitución en un documento decorativo. Como bien nos dijo el profesor, hemos dejado de ser ciudadanos en el sentido profundo del término. No por renunciar a nuestros derechos, sino porque el Estado ha renunciado a garantizarlos.

La ciudadanía, esa idea que alguna vez implicó pertenencia, participación y dignidad, ha sido degradada. Cada día perdemos un derecho: a la salud, a la educación, al trabajo, a la vivienda, al agua potable. Nos han robado incluso el derecho a imaginar un futuro mejor. Y esa pérdida no figura en los informes oficiales, pero se siente en las esquinas, en los consultorios, en las aulas vacías, en los techos que gotean y en las estufas apagadas.

La pérdida de la ciudadanía, entendida no como condición legal sino como pertenencia activa a una comunidad política, se ha convertido en una de las formas más sutiles y perversas de exclusión democrática. Porque no es visible como la represión, ni escandalosa como un golpe de Estado. Es una erosión lenta, una indiferencia organizada, una negligencia con estructura.

En los barrios más humildes del país viven miles de jóvenes con su cédula en el bolsillo pero sin escuela, sin empleo, sin agua. Tienen derecho al voto, sí, pero no a ser escuchados. El Estado los cuenta, los usa como estadística, los convoca cada cuatro años como si fueran engranajes funcionales de la maquinaria democrática. Pero entre elecciones, desaparecen del radar. Son ciudadanos en el papel, pero no en la vida.

Esa es la exclusión más peligrosa: la que no se anuncia, la que no persigue, sino que simplemente olvida. Un olvido estructural, planificado por décadas de abandono y populismo.

El voto, que debería ser el acto sagrado del ciudadano, se ha transformado en trámite. Ya no es un gesto de poder, sino de resignación. Se vota por costumbre, por miedo, por obligación, pero raramente por convicción. Y cuando el voto no transforma, cuando no incomoda al poder ni lo limita, el ciudadano no elige: finge elegir.

La democracia, vaciada de contenido, sigue funcionando como espectáculo. Los partidos políticos, que debían ser vehículos de representación ciudadana, se han transformado en estructuras cerradas, casi familiares, donde lo importante no es el proyecto de país sino el reparto del botín. Allí no caben ciudadanos críticos, solo clientes, militantes, devotos. Y quien no pertenece, estorba.

La ley, por su parte, ya no es igual para todos. Hay una justicia para el que puede pagarla y otra para el que no. Los poderosos blindan su impunidad, mientras los débiles enfrentan el rigor de un sistema diseñado para castigar la pobreza. La corrupción no solo roba recursos: roba legitimidad, roba fe cívica, roba ciudadanía.

En este panorama, el ciudadano ha sido desplazado por el consumidor. Y cuando la política se convierte en marketing, el ciudadano es apenas una audiencia a la que se le promete, pero nunca se le cumple. El Estado ya no gobierna con el pueblo, sino sobre él.

Y sin embargo, como recordó el profesor Anchustegui, hay algo que sobrevive. Porque cuando la ciudadanía pierde su contenido, no desaparece: se transforma en resistencia. El ciudadano silenciado empieza a hablar desde los bordes: desde el arte, desde el activismo, desde la calle. Desde la memoria. Lo que el Estado no garantiza, la comunidad empieza a reclamar. Y ese reclamo es una forma nueva de ciudadanía, aún no escrita, pero viva.

Porque el verdadero ciudadano no es el que espera, sino el que exige. No es el que obedece, sino el que participa. No es el que aplaude, sino el que interpela. Lo supimos ayer, en una clase que no pretendía ser épica, pero que nos mostró, con palabras precisas y sin grandilocuencias, que pensar sigue siendo un acto político. Que tal vez el maestro, en esta época de simulacros y hastío, sirva no para dar respuestas, sino para despertar preguntas.

Y hoy, estoy convencido de que esos veintiséis compañeros que compartieron aquella clase no regresaron iguales a sus casas. Salieron con la certeza de que la defensa de la ciudadanía no se limita a la acción en las urnas, sino que se encuentra en cada gesto que se opone a aceptar el olvido como un destino inexorable. Salieron, quizás, con una visión más profunda y consciente de lo que significa ser ciudadanos, entendiendo que la verdadera participación implica un compromiso constante con la memoria, la justicia y la dignidad, tanto en los espacios públicos como en la cotidianidad de nuestras vidas. Así, cada uno de ellos llevó consigo la semilla de un civismo renovado que florecerá en su compromiso con el presente y el futuro de nuestra sociedad.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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