
Cuando pienso en mis días en Suramérica, el eco de las palabras de Eduardo Galeano me llega como un rumor que no se apaga. No importa el ruido que haya afuera: ahí están, tercas, claras, golpeando por dentro.
En ese continente donde la literatura es refugio y arma, redescubrí sus libros. Los leí como quien encuentra un mapa en medio de un desierto. No eran solo páginas: eran brújulas. Galeano tenía la rara maestría de decir mucho con poco. Convertía lo cotidiano en crónica. Lo trivial en épico.
“Las palabras, si están bien puestas, pueden hacer temblar un palacio.”
Recuerdo un día en Buenos Aires que no envejece. La ciudad, con su música de bocinas y pasos, se detuvo para regalarme un instante irrepetible. Fue en La Biela, la célebre cafetería de intelectuales y soñadores, donde creí encontrarlo.
Allí estaba: Eduardo Galeano. Una taza de tinto. Un plato de empanadas. Y el gesto tranquilo de quien sabe escuchar más que hablar.
Me acerqué. Dije “buenas tardes”. Solo eso.
Pero en ese saludo viajaban años de lectura y gratitud. Llevaba camiseta negra, pantalón azul y bufanda verde, como un guiño de rebeldía. Sonrió, sin prisa.
Iba con mi hija, que no había leído nada de Galeano. Ese desconocimiento suyo contrastaba con el incendio que yo sentía por dentro.
Me preguntó de dónde era. “República Dominicana”, respondí. Sus ojos se encendieron y habló de Juan Bosch con respeto. Después lo dejé en paz, volviendo a mi mesa con la sensación de haber recibido un regalo que no se pide.
“Los encuentros que importan no se buscan. Se tropiezan.”
Micro-relato 1 – El carpintero y la mesa
En un pueblo de Bolivia, un carpintero fabricó una mesa grande. Tan grande, que podían sentarse todos los vecinos. El día que la terminó, llegó un político y le ofreció comprarla. El carpintero preguntó para qué. “Para ponerla en mi oficina”, dijo. El carpintero se negó. “La hice para que todos podamos comer juntos. No para que uno solo se sirva.”
La literatura de Galeano era más que narración: era manifiesto. Denunciaba con precisión lo que otros preferían callar. Las venas abiertas de América Latina no era solo un libro, sino una herida abierta y un espejo incómodo.
Pero también era poesía. Eduardo sabía que los pueblos no se cambian con estadísticas, sino con palabras que se quedan en la piel. Su estilo no pedía permiso: llegaba.
En un mundo saturado de voces huecas, su prosa nos enseñaba a escuchar. A mirar más allá de lo evidente. A descubrir que la historia no vive en vitrinas, sino en mercados, en patios, en manos que siembran y manos que rezan.
“La historia no es pasado. Es presente disfrazado.”
Ahora, desde mi casa en el Caribe, después de caminar por el Mirador sur, me pregunto qué diría Galeano de este tiempo. Qué haría con Milei, que corta con bisturí lo que otros intentarían coser. Con Boris y sus giros de timón sin mapa. Con Bukele, mezcla de popularidad y puño cerrado. Con Ortega, que olvidó la bandera por la que luchó. Con Maduro, que convirtió su poder en un muro.
Y también con Sheinbaum, que carga un país dividido; con Zelenskyy, que resiste bajo bombas; con Trump, que polariza con la misma eficacia con la que se autopromociona; con Putin, que juega ajedrez con vidas; con Lula, que intenta recomponer un Brasil roto.
“El poder desnuda: a veces muestra belleza, casi siempre revela cicatrices.”
Micro-relato 2 – La mujer y la frontera
Una mujer hondureña cruzó tres países para llegar a Estados Unidos. No buscaba oro ni dólares: buscaba a su hijo, que había partido dos años antes. Lo encontró en un refugio, con barba y manos ásperas. Él le dijo: “Madre, aquí me pagan por vivir cansado.” Ella lo abrazó y respondió: “Entonces volvamos. Prefiero verte cansado de vivir que cansado de morir.”
Galeano no se quedaría en la crítica fácil. Buscaría raíces. Preguntaría:
¿De quién es el petróleo?
¿De quién es el río?
¿De quién es la palabra?
Y luego contaría las historias pequeñas que la prensa olvida: una comunidad que defiende su agua; un barrio que construye su escuela; un campesino que no vende su tierra aunque le paguen el doble.
Porque el mundo ha cambiado, sí, pero no tanto como decimos. La desigualdad sigue siendo un hilo que cose nuestras desgracias. Y la violencia sigue hablando todos los idiomas.
“El pesimismo es un lujo que no podemos pagar.”
El eco de Galeano no es nostalgia. Es advertencia. Es latido. Me acompaña cuando leo un titular, cuando escribo, cuando pienso en el futuro de esta América Latina que se resiste a rendirse.
Su lección sigue viva: la historia no es una lista de presidentes y guerras, sino también un niño que aprende a leer, una mujer que decide marcharse, un anciano que siembra para quien no conoce.
Micro-relato 3 – El niño y la palabra prohibida
En un aula de Guatemala, el maestro pidió a los alumnos que escribieran la palabra más hermosa que conocieran. Un niño escribió “justicia”. El maestro lo miró y dijo: “Esa palabra no la usamos aquí, hijo.” El niño, sin levantar la cabeza, borró la palabra y escribió otra: “mañana.”
Por eso, cada vez que el mundo parece girar hacia la barbarie, vuelvo a abrir sus libros. No para huir, sino para entender. Y para recordar que, mientras haya quien cuente la verdad con belleza, todavía hay esperanza.
“La esperanza es terca. Se sienta en la puerta y espera, aunque nadie la invite.”
Paraguay, 13 de abril 2024