Homero y el origen del viaje

Leí a Homero cuando era un joven, y desde entonces descubrí que la vida era una aventura y un viaje. Aquel encuentro fue como abrir un libro escrito no para los hombres de una época, sino para todos los tiempos. No recuerdo haber sentido con otros autores juveniles esa vibración de origen, esa certeza de que no estaba simplemente leyendo un relato, sino escuchando la respiración de la humanidad misma. Con Homero no se trata de un pasado que contemplamos desde lejos, sino de un presente que nos involucra. “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles”, dice el inicio de La Ilíada, y ese imperativo me alcanzó como si la musa me hablara a mí.

Desde entonces entendí que la vida no es una sucesión de hechos predecibles, sino una cadena de pruebas y extravíos. En las páginas de Homero descubrí que el héroe no es el que siempre triunfa, sino aquel que soporta el peso de su destino. Descubrí que la guerra y el viaje son las dos metáforas esenciales de la existencia: luchar y errar, confrontar y buscar, resistir y regresar.

La primera paradoja es que nadie sabe quién fue Homero. Los filólogos discuten si existió un poeta ciego que recitaba de memoria, o si más bien fue una tradición oral acumulada por generaciones. Pero lo esencial no es la biografía, sino la voz. Homero es la voz de un pueblo que aprendió a contarse a sí mismo para no desaparecer. Una voz que, como dijo Borges, “es la suma de muchas voces, y por eso resuena en todos los hombres”.

Esa voz no narra con la frialdad de un historiador, sino con la cadencia de alguien que canta para preservar. Por eso no hay explicación preliminar ni prólogo que prepare al lector: entramos directamente en la cólera de Aquiles o en el extravío de Ulises. Es un mundo donde el relato está siempre en marcha, donde el poema es río que no admite comienzos absolutos.

Cuando leí La Ilíada, me deslumbró la figura de Aquiles. Era el héroe que podía decidir el destino de una batalla con su sola presencia. Pero pronto descubrí que Homero no lo pinta como un ídolo luminoso, sino como un ser contradictorio. Su fuerza es su condena. Su orgullo lo aparta de sus compañeros. Su cólera es tan devastadora como los ejércitos enemigos.

Hay un pasaje que nunca olvidé. Cuando Aquiles, tras la muerte de Patroclo, vuelve al combate, Homero lo describe como una fuerza sobrehumana: “Brillaba en torno de la cabeza del héroe una llama encendida por la diosa Atenea, y de sus hombros irradiaba un fuego resplandeciente”. No es un hombre, es un incendio. Y, sin embargo, ese mismo héroe que parece invencible, llora como un niño por su amigo perdido. En esa tensión entre poder y fragilidad está toda la humanidad.

La guerra, en Homero, no es solo épica. Es también compasión. Cada vez que muere un soldado, el poeta nos da su nombre, su linaje, su historia. Homero se niega a que la muerte sea anónima. Al narrar la caída de Sarpedón, hijo de Zeus, no se limita a registrar el hecho: “Cayó como cae un roble, un álamo o un pino que los hombres cortan con hachas en la montaña”. La muerte del guerrero se confunde con la caída de la naturaleza misma.

Así entendí que Homero no glorifica la guerra: la muestra. Nos obliga a mirarla con toda su crueldad y su esplendor. Y al hacerlo, revela que la verdadera lección no está en vencer, sino en comprender lo efímero de la gloria.

Si La Ilíada es la guerra, La Odisea es el regreso. Ulises no es el más fuerte ni el más noble, es el más astuto. Su viaje es una sucesión de pruebas donde la inteligencia vale más que la espada. Cuando enfrenta al cíclope Polifemo, no lo derrota con fuerza, sino con palabras, con la astucia de llamarse Nadie para engañar al monstruo.

Ese episodio, leído en la juventud, me enseñó que la palabra puede ser más poderosa que el hierro. Que en un mundo hostil, el ingenio es un arma secreta. Y, sobre todo, que la identidad es frágil: basta un nombre inventado para salvar la vida, basta un engaño para ganar tiempo.

Pero lo que más me impresionó de La Odisea no fueron los monstruos, sino las tentaciones. En la isla de los lotófagos, los hombres de Ulises olvidan el regreso y quieren quedarse para siempre. “Quien probaba aquel fruto no deseaba volver, sino quedarse allí con los lotófagos, comiendo loto y olvidando su patria”. Esa imagen es una advertencia contra todas las formas de olvido: la droga, la comodidad, el falso paraíso.

En el canto de las sirenas, Ulises enseña otra lección: no basta con resistir la tentación, hay que escucharla sin sucumbir. Se hace atar al mástil de su barco para oír el canto sin rendirse a él. Ese gesto es metáfora de toda disciplina humana: saber enfrentar la belleza que puede destruirnos sin dejar de admirarla.

El regreso a Ítaca no es simplemente el final de un viaje, es el descubrimiento de que el hogar cambia cuando uno cambia. Ulises vuelve disfrazado, pone a prueba a Penélope, mata a los pretendientes. No regresa como partió. Y tal vez eso es lo que hace del viaje una metáfora de la vida: no hay retorno idéntico. Cada regreso es a un lugar transformado, porque quien vuelve ya no es el mismo.

Lo asombroso de Homero no es solo lo que dijo, sino lo que engendró. Virgilio, Dante, Joyce: todos dialogaron con él. En cierto modo, toda literatura occidental es un eco de Homero. Cuando Virgilio escribe la Eneida, lo hace desde el trauma de Troya. Cuando Dante imagina su Comedia, se piensa a sí mismo como un viajero entre mundos. Cuando Joyce reinventa a Ulises en Dublín, demuestra que el mito no necesita islas lejanas para subsistir: basta con las calles de una ciudad moderna.

Ese legado invisible demuestra que Homero no es solo un autor griego: es un arquetipo universal. Nos enseñó a narrar, nos enseñó que el hombre necesita relatos para existir.

Algunos podrían decir que en el siglo XXI ya no necesitamos a Homero. Que nuestros viajes son en avión y no en barco, que nuestras guerras son tecnológicas y no con lanzas. Pero creo que precisamente ahora necesitamos más que nunca esa voz antigua.

Porque seguimos enfrentando la cólera y el extravío. Seguimos buscando el sentido del hogar y el peso de la memoria. Seguimos cayendo en tentaciones que nos hacen olvidar quiénes somos. Y seguimos necesitando relatos para soportar el caos.

Homero nos recuerda que la vida no es lineal, que cada hombre es un viajero y un combatiente. Nos enseña que no hay destino sin pruebas, que no hay regreso sin pérdidas.

Lo que hace eterno a Homero no son los dioses, que hoy nos resultan lejanos, ni siquiera los héroes, que ya no se parecen a nuestros líderes. Lo que hace eterno a Homero es la humanidad que late en cada verso. Los dioses olímpicos son caprichosos, los héroes son imperfectos, los hombres comunes son frágiles. Y, sin embargo, en esa fragilidad hay una dignidad invencible.

Cuando Príamo, rey de Troya, se arrodilla ante Aquiles para suplicarle el cuerpo de su hijo Héctor, Homero alcanza una de las cumbres de la literatura universal. “Besa las manos del matador de su hijo”, dice el verso, y en esa imagen está toda la grandeza de lo humano: el enemigo convertido en semejante, el dolor transformado en súplica. Ese momento me enseñó que la compasión es más poderosa que la cólera, y que incluso en medio de la guerra hay lugar para el reconocimiento mutuo.

Cuando era joven, leí a Homero como quien abre un mapa para descubrir mundos desconocidos. Soñaba con ser Aquiles, con tener una gloria que me sobreviviera. Hoy, más cerca de la madurez, lo releo y me reconozco más en Ulises: en su paciencia, en su cansancio, en su nostalgia de hogar. Comprendo que la verdadera aventura no está en conquistar, sino en regresar, en mantener la fidelidad a una memoria.

Homero acompaña al joven que quiere conquistar el mundo y al viejo que ya sabe que todo mundo conquistado es efímero. Acompaña al que parte y al que vuelve. Al que se enciende en la ira y al que aprende a esperar.

Leí a Homero cuando era un joven, y desde entonces supe que la vida era un viaje y una aventura. Hoy sé que ese viaje no termina nunca, que cada lectura de Homero es un regreso distinto, una Ítaca renovada. Porque Homero no es solo el origen de la literatura: es el espejo donde descubrimos lo que significa ser humanos.

No importa si somos Aquiles en la cólera o Ulises en el extravío: lo que importa es que, mientras haya relatos, seguiremos buscando, seguiremos luchando, seguiremos regresando. Y en cada regreso, Homero nos estará esperando, como la voz antigua que nunca calla.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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