
Me cuesta escribir estas líneas. No porque falten las palabras, sino porque todas parecen insuficientes. Había preparado un artículo en el que argumentaba, con razones de sobra, por qué José Rafael Lantigua merecía el Premio Nacional de Literatura 2026. Pero mientras yo escribía, sin saberlo, él peleaba sus últimas batallas. Al despertar esa mañana y enterarme de su partida, el texto que tenía ante mí se volvió irrelevante. No porque ya no tuviera sentido, sino porque la realidad lo había rebasado.
Murió sin recibir el reconocimiento que le correspondía. Pero más que el premio, lo que duele es la omisión de un país que tantas veces olvida honrar en vida a quienes lo engrandecen. José Rafael no solo merecía ese premio: lo había construido. Con décadas de rigor, pensamiento crítico y entrega a la cultura. Su muerte no es solo una pérdida personal para quienes lo conocieron: es un vacío para la nación.
Se ha ido un arquitecto de la palabra, un obrero de la cultura. No de la cultura superficial ni decorativa, sino de la que edifica ciudadanía, pensamiento, identidad. José Rafael no escribía por escribir. No hablaba por figurar. No opinaba por complacer. Cada palabra suya tenía peso, dirección, intención. Entendía que el lenguaje no era adorno, sino herramienta de lucha.
No fue solo escritor. No fue solo funcionario. Fue una conciencia crítica. Un editor que, desde el suplemento cultural del periódico Hoy, marcó una época. Desde ese espacio —que él convirtió en trinchera y taller— se formaron lectores, se provocaron debates, se alzaron voces que hoy son referentes. Mientras otros transaban, él exigía. Mientras otros callaban, él hablaba. Pero no gritaba: decía. Con firmeza, con estilo, con responsabilidad.
Sí, era exigente. Y esa exigencia era su forma de respeto. Respetaba a la cultura, a sus lectores, al país. No toleraba la mediocridad porque sabía que desde ahí no se construye futuro. En el Ministerio de Cultura, su gestión no fue de trámite. Fue de estructura. Ordenó, articuló, dejó cimientos. Demostró que se puede tener poder sin renunciar al pensamiento. Y que se puede ser eficiente sin traicionar principios.
Pero quizás lo más admirable fue su coherencia. No vivía para agradar. No buscaba palmadas ni vitrinas. Le importaba más la claridad que la popularidad. Discutía con ideas, no con consignas. Escribía para generar reflexión, no para coleccionar aplausos. Defendía el idioma con pasión, la cultura con orgullo, el país con compromiso. Para él, cada artículo, cada intervención, era una forma de resistencia.
Quienes lo conocieron de cerca saben que detrás de esa figura austera había una pasión enorme. Por la lectura, por el pensamiento, por la educación. No era una persona fácil, pero era necesaria. No era blando, pero era justo. Y en tiempos de simulación, su integridad se volvía casi un acto de rebeldía.
Ahora que se ha ido, no podemos permitir que su nombre quede reducido a una nota de condolencia o a un acto protocolar. Su legado no cabe en un párrafo. Está en los libros, en los proyectos, en las instituciones que ayudó a levantar. Está en los escritores que impulsó, en los lectores que formó, en las discusiones que promovió. Pero, sobre todo, está en su palabra.
Sí, el Premio Nacional de Literatura no le fue otorgado en vida. Y eso duele. Pero su obra no depende de medallas para ser legítima. Su autoridad vino siempre del oficio, del pensamiento, de su voz firme y necesaria. Lo que deja José Rafael Lantigua no es solo literatura. Es una ética. Una forma de estar en el mundo desde la palabra.
Hoy lo despedimos. No con frases vacías ni homenajes tibios. Lo despedimos leyendo. Pensando. Diciendo. Porque si algo nos enseñó, es que la palabra no muere. La palabra bien dicha —la que incomoda, la que sacude, la que sostiene— sobrevive. Y esa, la suya, seguirá viva entre nosotros.
Hasta siempre, Rafael.