
La escritura ha sido mi compañera más fiel durante los últimos treinta años. No me refiero a una costumbre ligera, ni a un pasatiempo elegante que uno esgrime para fingir profundidad. Hablo de una relación posesiva, agobiante, luminosa y terrible. La descubrí tarde, cuando ya había escrito mi primer libro de poesía sin saber aún que eso era escribir: Mujeres, lo titulé, como si desde entonces intuyera que todo lo que soy se lo debo a ellas. A mi abuela, que me hablaba como si el mundo se estuviera por acabar. A mi madre, con su ternura feroz. A mi tía, que llenó la casa de voces y supersticiones. A mi infancia, que es un álbum roto que me persigue cada vez que empiezo una frase. A mi perro, que olía a tierra y lealtad. A la casa, esa cueva tibia. Al colegio, donde aprendí el miedo y también a fingir que no lo tenía.
Desde entonces escribir ha sido una forma de pensar. No pienso antes de escribir; escribo para pensar. Escribo en silencio, solo, mientras esa voz —sí, una voz— me dicta lo que soy incapaz de ordenar cuando estoy en la vida cotidiana. Y a veces es una voz cálida, casi maternal, que me acaricia con palabras que no sabía que recordaba. Pero otras veces es una fiera: me devora, me debilita, me arrastra por una zona oscura de mí mismo. Entonces cada palabra es un filo, cada frase, una cicatriz.
No exagero cuando digo que escribir me hace daño. También me salva. Pero sobre todo, me arranca de este mundo. Me saca de mi cuerpo. Me deja suspendido en una especie de trance físico, como si no tuviera ya sangre sino tinta corriendo por las venas. Los recuerdos —esos traidores— se disfrazan de imágenes, se visten de personajes, se arrastran por las páginas fingiendo ser ficción cuando son memoria pura. A veces me hacen llorar, lo confieso. Y no es por nostalgia: es por rabia. Por no haber entendido antes lo que ahora la escritura me muestra con crueldad y precisión.
Nunca quise escribir sobre política. Me resulta tedioso hablar de ella, esa conversación ajada que se repite en bares, en taxis, en sobremesas sin vino. Pero escribir sobre política es distinto. Es un reto, una trampa, una provocación. Me siento frente al papel en blanco con desgano, y sin embargo —no sé cómo— a la cuarta línea ya estoy poseído. Entonces lo personal se mezcla con lo ideológico, y la rabia con la ironía. Porque no hay nada más literario que una mentira dicha con solemnidad. Y en la política abundan.
Me desespera un día sin lectura. Me enferma una jornada en la que no he escrito aunque sea una línea. Hay días en que logro una página. Otros, dos. Y los días buenos —que son raros como una lluvia en el desierto— me salen cuatro, cinco páginas que me dejan exhausto pero feliz. Como si el día, por fin, hubiese tenido sentido. Porque si no escribo, no existo. O peor: existo sin mí.
La escritura es una amante cruel. Me tiene insomne, despierto hasta la madrugada, cuando el mundo ya se ha dormido y sólo quedamos ella y yo, enfrentados, con las luces bajas y el cuerpo entumecido. El sueño no llega. No puede llegar. Mi cabeza está abierta, expuesta, como un animal en plena cirugía. No siento dolor, pero sí una extraña alegría: una euforia de palabras, una droga que me embriaga. Es entonces cuando escribo las frases más impúdicas, las imágenes más feroces, los recuerdos más falsos —y por eso mismo más verdaderos.
A veces me detengo y releo lo que he escrito. Casi nunca me gusta. Soy mi peor crítico. Me detesto cuando me descubro intentando ser profundo, o buscando una belleza forzada. La buena escritura no se imposta. Llega sola, cuando uno deja de buscarla. Como el amor. Como la muerte. Como esa frase que aparece de pronto, perfecta, y uno no sabe de dónde ha salido, pero la reconoce como suya. Como si hubiera estado esperando años para que uno la escribiera.
Escribir es una forma de locura socialmente aceptada. Uno se encierra, se aísla, se pudre en cafés y cuartos pequeños, acumulando cuadernos, tachaduras, borradores sin nombre. Y sin embargo, cuando alguien te pregunta qué haces, puedes decir con orgullo: “Escribo”. Y eso basta. Porque escribir es una forma de justificar la existencia.
Lo peor —y también lo mejor— es que no tiene fin. Nunca se llega. Nunca se está satisfecho. Siempre falta algo. Una palabra mejor. Una imagen más exacta. Una verdad menos adornada. Pero esa insatisfacción es la gasolina del oficio. Por eso sigo escribiendo. Porque no sé hacerlo de otra manera. Porque ya no me pertenece. Porque la escritura me ha tomado entero, y no me va a soltar.