La ventana de leer poesía.

Después de cerrar las páginas de un libro de poesía, esa sensación indescriptible persiste en mi ser. En compañía de las palabras de otro, he viajado por el laberinto de sus emociones, he sentido sus alegrías y tristezas como propias. En esos momentos, particularmente cuando me encuentro en la casa de la playa, me resulta inevitable girar mi mirada hacia el vasto mar. Allí, en la inmensidad del océano, busco las respuestas a esa inquietante alquimia que solo la poesía puede ofrecer. El mar, con su vaivén rítmico, parece ser el eco de los versos que acabo de leer; su murmuro, una canción antigua que revela secretos escondidos en las profundidades.

Si mi contexto cambia y estoy en la ciudad, la escena no varía mucho en esencia. Me asomo a la ventana de mi biblioteca, donde las páginas amarillentas de mis libros parecen cobrar vida al compás del viento nocturno. En esa hora en que el mundo tiende a calmarse, el silencio se torna más profundo y el murmullo del viento es, para mí, un vehículo de palabras. Escucho atentamente; en susurros etéreos, me traen ecos de pensamientos lejanos y fragmentos de emociones que vienen a buscarme, llenando el cuarto con sus visiones hasta que siento que estoy en una conversación íntima, casi secreta, con la obra que he dejado atrás.

La lectura de poesía siempre ha sido para mí un viaje fascinante, un recorrido delicado por el laberinto de las emociones y las ideas. Desde mis años más tempranos, me he entregado a esta experiencia, permitiendo que las palabras me transporten a territorios insospechados. Cada poema, esa forma de arte que destila sensaciones, se convierte en una entrada a lo desconocido; en cada verso hay un destello de luz que ilumina las profundidades de mi imaginación. La poesía es ese refugio en el que me encuentro a mí mismo, donde el lenguaje adquiere una musicalidad inigualable y donde las ideas, con su caótica belleza, toman forma, deconstruyéndose y reconstruyéndose en un acto de pura alquimia.

Al sumergirme en las páginas de un poema, me siento como un explorador en un mundo no solo de letras, sino de sentimientos vívidos. La poética me envuelve y me transporta. Escuchar el susurro del papel que se despliega ante mí, sentir el roce de mis dedos sobre las páginas, se convierte en un ritual de descubrimiento. En esas horas de soledad, la poesía se transforma en un templo donde los sentimientos se veneran, un espacio sagrado donde cada lector es tanto un viajero como un cómplice. Lee uno, y ya no hay vuelta atrás; ha llegado a un espacio donde todos los límites entre autor y lector se desdibujan.

Cada poema se presenta como un reflejo, un espejo que expone mis pensamientos más interna de una manera que las palabras simples nunca podrían. La tristeza puede resultar abrumadora, pero al mismo tiempo, hay una belleza indescriptible en reconocerla, en aceptar que habita dentro de mí, y que otros también han sentido esa misma sombra. La poesía me ofrece el sentido de comunidad que a menudo parece esquivo en el bullicio de la vida moderna.

Cuando contemplo el mar tras leer un poema, el agua se convierte en una metáfora viviente de los sentimientos que me embargan. Cada ola que rompe en la orilla cristaliza la fragilidad de nuestras emociones, tan efímeras como el tiempo que se desliza entre los dedos. En la inmensidad del océano, encuentro una respuesta a mi búsqueda: la aceptación de lo inasible, la comprensión de que, al igual que el agua, la poesía es una corriente en constante movimiento, que fluye y se transforma.

En un mundo que parece girar a un ritmo que rara vez se detiene, donde el ruido y la prisa a menudo se imponen, leer poesía se convirtió en mi acto de resistencia. Es un retorno a lo esencial, a lo que verdaderamente importa. La poesía me enseña que hay fuerza en la introspección, y que el silencio puede ser un aliado poderoso. Es en esos momentos de calma, ya sea contemplando el mar o escuchando el viento, donde encuentro las respuestas que mi alma anhela.

La poesía es más que una simple lectura. Es una experiencia vital que despierta el anhelo de explorar, de conectar, de entender. A través de sus versos, mi ser se siente menos solo, menos distante. La poesía, en su expresión más pura, me invita a abrazar mis emociones, a celebrar el viaje y a recordar que, en el fondo, somos todos parte de la misma narrativa, un poema colectivo que sigue escribiéndose a cada instante. La belleza de leer poesía radica en su poder para transformar, para revelar, y sobre todo, para recordar que en la búsqueda de sentido, siempre hay un rincón en el universo – ya sea en el sonido de las olas o en el susurro del viento – donde ese sentido puede ser hallado.

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Leer poesía es, ante todo, una invitación a sentir. Es una de esas experiencias en las que cada poema se convierte en un encuentro íntimo, una conversación silenciosa entre el autor y el lector. Una vez que me sumerjo entre sus versos, los ecos de las emociones más profundas resuenan en mi interior: la tristeza, la alegría, el amor y la soledad brotan, inevitables. Este arte de expresar lo inefable, lo que a menudo nos escapa en la prosa cotidiana, despierta en mí un sentido renovado de la belleza y la complejidad de lo humano. Cada palabra se convierte en un destello que ilumina rincones que creí olvidados o desconocidos, y así la poesía se transforma en un refugio donde puedo explorar la esencia misma de mi realidad.

A menudo me siento como un pintor que, al igual que un poeta, elige cada trazo con precisión. Un poeta como Pablo Neruda resuena poderosamente en mi memoria y en mi corazón. Este maestro del verso no solo transforma lo visceral en lírica sublime, sino que también abre un horizonte poético por explorar. Al abrir una colección de poemas de Neruda, me sumerjo en un océano de sensaciones; los temas universales del amor, la naturaleza, la historia del hombre fluyen de sus palabras con una intensidad que corta la respiración. Cada lectura de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” es siempre un regreso a los matices de la vida —es como volver a un viejo amigo que siempre tiene algo nuevo que ofrecer.

Pero las aventuras en el mundo de la poesía no se agotan ahí. César Vallejo, con su poderoso y desafiante estilo, me sorprende con su habilidad para plasmar la complejidad del sufrimiento humano. En sus poemas, el dolor está claro y presente, pero no se limita a ser tristeza. Hay una urgencia en sus palabras, una profunda necesidad de conexión y solidaridad que me invita a compartir mis propias angustias. Como en "Los Heraldos Negros", Vallejo eleva su voz hasta transformarse en un eco de la lucha humana, recordándome que, aunque la vida a menudo está llena de oscuridad, siempre hay una luz que encontramos al compartir nuestras historias.

Y no puedo omitir a Rainer María Rilke, cuya obra “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” me ha enseñado que la soledad, lejos de ser un estado de abandono, puede ser la chispa que enciende la creatividad. Al leer a Rilke, encuentro a un compañero en el camino de la introspección. La poesía se convierte en un vehículo a través del cual puedo expresar mi soledad de manera constructiva, una forma de convertir la ansiedad en arte, de dar una forma tangible a mis pensamientos más oscuros, y en ese proceso, encuentro consuelo y compañía.

Hay algo esencial en la lectura de poesía que va más allá de las palabras y los temas. Este viaje me ha llevado a apreciar que los grandes poetas saben que a menudo es en el silencio donde la vida cobra sentido. Leer un poema es un instante de pausa, una detención en el tiempo que me permite meditar, respirar lentamente y dejar que las palabras se asienten en mi mente. En un mundo lleno de ruido y prisa, este silencio se convierte en un lujo que me ofrezco a mí mismo, permitiéndome reflexionar sobre lo leído y encontrar su significado personal.

La belleza de la poesía, además, no se limita a su contenido; también se manifiesta en su forma. El ritmo, la rima, la musicalidad de las palabras crean una experiencia sensorial que va más allá de lo verbal. Leer un poema es como escuchar una sonata bien ejecutada, donde cada nota encuentra su lugar en una armonía perfecta. En este sentido, la poesía no solo se lee; se escucha, se siente, y en cada lectura, como un explorador en un terreno desconocido, descubro nuevos matices, nuevas cadencias que transforman mi comprensión de esas palabras.

A lo largo de mi vida, he llegado a entender que leer poesía es más que un deleite estético; es una vía para conectar con la profunda esencia de nuestro ser. La poesía me recuerda que, en medio del ruido del mundo, siempre habrá un rincón sagrado donde las palabras puedan danzar libremente, un espacio donde mis sentimientos más íntimos puedan encontrar su voz. En este reconocimiento, surge la certeza de que hay una belleza indiscutible en la vulnerabilidad que se expresa a través de la poesía; hay un poder incomparable en el acto de rendirse a las palabras y permitirse ser llevado por su corriente.

No obstante, no puedo dejar de lado la conciencia de que, a pesar de esta profunda conexión con la poesía, el lector nunca debe ser completamente ajeno al mundo que lo rodea. Al final, cada obra literaria es un eco de la vida que fluye fuera de nuestro espacio cerrado. La lectura de poesía se convierte así en un puente que conecta lo personal con lo universal, permitiendo que cada lector encuentre en sus páginas un espejo que refleja sus propias vivencias y anhelos. La belleza de la poesía se encuentra en esa capacidad de resonar en el alma humana, de tocar las fibras más delicadas de la existencia. Cada verso, cada estrofa, es un eco de nuestras luchas, de nuestros sueños, de las verdades que habitamos.

De este modo, sumido en esta experiencia, descubro que leer poesía no es solo un acto individual; es, en sí mismo, una celebración de la humanidad. La lectura de un poema tiene el poder de transportarnos y transformarnos. Un poema puede ser un espejo que refleja nuestras luchas y esperanzas, una ventana que nos abre a mundos desconocidos, o una mano que nos sostiene en momentos de soledad. La poesía es un arte que nos une, que nos hace más humanos, y que, en su esencia, nos invita a soñar, reflexionar y amar.

A lo largo de los años, este viaje ha enriquecido mi vida de maneras que nunca imaginé, y al igual que la poesía misma, siempre seguiré explorando, dejándome envolver por sus versos y descubriendo nuevas dimensiones de mi propia existencia. Porque al final, leer poesía es un acto de resistencia y liberación, una reivindicación de nuestra capacidad para encontrar belleza incluso en las sombras. En este sentido, la soledad, el amor y el sufrimiento se convierten en la materia prima a partir de la cual forjamos no solo nuestras historias, sino también nuestras identidades. Así, me atrevo a afirmar que la poesía es, y siempre será, una de las más nobles formas de celebración de lo humano.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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