Los embajadores influencer.

Desde tiempos inmemoriales, la figura del embajador ha estado envuelta en un aura de misterio, discreción y ceremonia. No era simplemente un emisario que cargaba consigo mensajes de un monarca a otro; era, más bien, un actor silencioso en la trama del poder, una sombra que atravesaba cortes extranjeras con la destreza de quien entiende que cada palabra, cada gesto y cada silencio tiene el peso del destino. En un mundo donde las palabras cruzaban océanos montadas en carretas de viento y marea, y los pactos y alianzas se fraguaban en la penumbra de intrincados códigos, el embajador era un maestro del equilibrio, un escultor del devenir internacional. No pronunciaba discursos públicos, pero susurros en los oídos adecuados podían decidir la paz o desatar guerras. Era, sin duda, un artista de lo invisible.

Ser embajador no solo implicaba un título de prestigio, sino una responsabilidad colosal. Las palabras que cruzaban sus labios no eran improvisadas; eran cuidadosamente seleccionadas y pesadas como si de armas se tratara, capaces de inclinar la balanza de las relaciones entre naciones. En la discreción radicaba su poder, y en el arte de leer entre líneas su verdadera habilidad. El mensaje, más que las palabras, era el subtexto. Ser embajador era un oficio de sutilezas.

Aquella diplomacia de antaño era lenta, deliberada y profundamente reflexiva. Los mensajes podían tardar semanas en llegar, pero cuando lo hacían, su contenido estaba minuciosamente estructurado, cargado de significados que debían ser interpretados con extremo cuidado. Nada era casual. Los embajadores se movían en escenarios donde lo no dicho tenía, muchas veces, más peso que lo pronunciado, y la capacidad de tejer acuerdos residía en las pausas, en los gestos que solo un ojo entrenado podía interpretar. Era un juego de sombras, donde la penumbra ofrecía más claridad que la luz del día.

Sin embargo, el mundo ha cambiado. La tecnología ha barrido con los antiguos ritmos pausados y ha impuesto una nueva realidad: la de la inmediatez. Hoy, la información viaja más rápido que el pensamiento, y los embajadores, aquellos guardianes de los secretos de Estado, se enfrentan a un desafío que pocos de sus predecesores habrían imaginado: la hiperconectividad de las redes sociales, la diplomacia del Chat. Los diplomáticos, una vez entrenados para operar en la discreción, ahora se ven inmersos en un escenario de exposición pública. Ante este nuevo panorama, surge una pregunta inevitable: ¿debería el embajador, aquel maestro de los silencios, convertirse en una suerte de “influencer” digital?

Para los puristas, la sola idea es poco menos que una herejía. La diplomacia, tal como la conocemos, ha sido siempre el reino de lo sutil, de lo no dicho, del arte de tejer acuerdos en la penumbra. Pero el mundo actual exige adaptaciones. Los embajadores, aquellos emisarios entrenados para moverse en oscuros salones de mármol, deben ahora operar también en la luminosidad pública que ofrecen las redes sociales. Ya no basta con hablar en secreto ante los poderosos; el embajador contemporáneo debe, en ocasiones, dirigirse a las masas, proyectar la imagen de su país no solo ante gobiernos extranjeros, sino ante millones de ciudadanos en tiempo real.

En este nuevo juego, la comunicación ha cambiado. Las palabras no solo deben ser cuidadosas, sino también rápidas. Las redes sociales ofrecen un campo de acción inédito, donde un diplomático que sepa dominar las herramientas digitales puede influir no solo en las cancillerías extranjeras, sino también en la opinión pública global. Pero el riesgo es evidente: la inmediatez no debe reemplazar la profundidad, y lo efímero no puede suplantar lo esencial. Porque, aunque un tuit pueda abrir un debate, un susurro en el oído adecuado puede sellar la paz.

Es cierto que la tentación de convertirse en una figura pública más accesible es poderosa. Un embajador con miles de seguidores en Twitter, o con una cuenta de Instagram que acumula “likes” puede ser visto como un éxito moderno de la diplomacia pública. Sin embargo, la esencia de la diplomacia, ese arte que ha perdurado por siglos, no se construye en la superficie, sino en las profundidades. Los grandes acuerdos, aquellos que cambian el curso de la historia, no se negocian en el escenario público de las redes sociales, sino en la discreción de las oficinas, donde el tiempo y la paciencia son las verdaderas armas del poder.

El embajador, por tanto, sigue siendo un maestro en el arte de navegar entre dos mundos. Uno, el tradicional, exige discreción, paciencia y una comprensión profunda del poder de los silencios. El otro, el moderno, demanda velocidad, transparencia y la capacidad de conectarse de manera inmediata con el público. El reto radica en equilibrar ambos. Porque la tradición, lejos de ser una reliquia, sigue siendo el cimiento sobre el que se construye la diplomacia moderna.

No obstante, las redes sociales también ofrecen oportunidades inéditas para los diplomáticos. Un embajador con habilidad para manejar estas herramientas puede no solo explicar la posición de su país ante el mundo en un lenguaje accesible, sino también construir puentes de comunicación directa con audiencias que de otro modo estarían fuera de su alcance. En tiempos de crisis, la rapidez con que se transmite un mensaje puede ser crucial. Y es que la diplomacia moderna no puede darse el lujo de ignorar las herramientas que el mundo digital ofrece. Pero siempre debe tener presente que estas herramientas son un complemento, no un sustituto.

La verdadera diplomacia sigue ocurriendo en la penumbra. Allí, en las conversaciones discretas, donde las palabras no pronunciadas tienen más peso que las dichas, se teje el verdadero poder. Y aunque el embajador moderno debe moverse con soltura en el mundo digital, nunca debe perder de vista su misión principal: ser el guardián de los intereses de su país a largo plazo. Porque, al final, la diplomacia, como el buen arte, requiere paciencia, reflexión, discreción, y sobre todo, la capacidad de influir.

El embajador que logre equilibrar las demandas de la modernidad con los valores tradicionales será el verdadero maestro de la diplomacia contemporánea. En un mundo donde una palabra mal dicha puede desatar una crisis global, el embajador debe recordar siempre que su verdadero poder no reside en los seguidores que acumule, sino en su capacidad para construir acuerdos sólidos, duraderos y, muchas veces, invisibles a los ojos del público.

En esas sombras donde se juega el destino del mundo, el embajador sigue siendo el artesano más hábil de las palabras, la discreción y la distancia en su relación con los Estados…

*Leído en el Diplomado de Derecho Diplomático y Consular.

En la Escuela de Relaciones Internacionales

UNICARIBE.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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