Manifiesto literario Claroseísmo.

Toda poética auténtica nace de una experiencia interior que no puede explicarse del todo. No es un descubrimiento ni una invención: es un reconocimiento. Una forma de volver a mirar algo que siempre estuvo ahí, a la espera de una lengua que no lo ahogue, sino que lo acompañe. El Claroseísmo nace de ese gesto: una apertura, un temblor, una grieta en el lenguaje donde la memoria, el silencio y el mundo comienzan a resonar de otra manera.

No se trata de un movimiento literario en el sentido convencional. No hay aquí una voluntad de ruptura ni de programa. Tampoco hay una doctrina, ni una consigna, ni una estética cerrada. Hay, más bien, una manera de estar en el lenguaje: sin imponer, sin conquistar, sin adornar. El Claroseísmo no quiere ocupar espacio. Quiere abrirlo.

Lo que define a esta poética es su modo de vibrar. Un modo de escribir que no parte de la necesidad de decir, sino de la necesidad de estar. Y estar, en este caso, no implica afirmarse, sino exponerse. Escribir desde la intemperie. Desde un sitio interior que no se protege con certezas, sino que se ofrece al temblor de lo incierto.

El Claroseísmo no proclama la claridad. Tampoco se complace en la oscuridad. Busca otra cosa: una zona intermedia donde la luz no cae por completo, pero tampoco se extingue. Una luz suspendida, detenida en el aire, flotando sobre las palabras como si no encontrara tierra firme donde posarse. Esa luz es el corazón del claroseísmo: claridad sin objeto, sin mandato, sin dirección.

En ese espacio suspendido, el poema se convierte en un claro. No en el sentido de revelación repentina, sino como un espacio abierto, silencioso, donde las palabras no empujan, sino que se detienen. Un claro entre árboles torcidos, entre memorias antiguas, entre versos que prefieren callar antes que decir de más. Un lugar donde el lenguaje no busca dominar la experiencia, sino dejar que esta se manifieste, sin exigencia.

La poesía claroseísta no describe el mundo, tampoco lo representa. Lo observa con una lentitud radical. Y esa lentitud no es pereza ni pasividad: es una forma de respeto. Una forma de mirar sin invadir. De tocar sin poseer. Porque toda palabra, cuando es verdadera, debe ser pronunciada con el cuidado con que se toca una herida.

El poeta claroseísta no se sitúa frente al mundo como un testigo privilegiado. Tampoco se alza como portavoz de ninguna verdad. Se instala, más bien, en el borde. En ese lugar donde la experiencia empieza a deshacerse, donde la memoria se confunde con el sueño, donde la presencia se mezcla con la ausencia. Es ahí donde empieza el temblor.

Ese temblor es lo que da nombre al Claroseísmo. No un temblor violento, espectacular, sino uno casi invisible: como el que ocurre en la superficie del agua cuando nadie la toca. Un estremecimiento mínimo, íntimo, persistente. Una vibración que no cesa. Un sismo sin catástrofe, pero con hondura.

Escribir desde ese temblor exige un desaprendizaje. Hay que renunciar a la voluntad de lucidez, a la obsesión por el sentido, a la necesidad de controlar el poema. El Claroseísmo no construye una arquitectura verbal. No busca estructuras ni ornamentos. Más bien, cava. No levanta, excava. No afirma, sugiere. No concluye, deja abiertos los caminos.

Este desaprendizaje comienza en la infancia. No en la infancia biográfica —aunque a veces coincida—, sino en esa zona del alma donde todo aún parece posible, pero nada puede decirse con precisión. Escribir desde la infancia es escribir desde el borde del lenguaje. Es habitar ese espacio en que los objetos aún no tienen nombre, y por eso mismo están más vivos.

El Claroseísmo encuentra en la infancia su territorio originario. Allí donde se aprende a temer sin saber por qué. Donde la belleza aparece mezclada con el espanto. Donde la voz aún no sabe lo que dice, pero ya ha comenzado a resonar. Esa infancia no pasa: permanece. No se recuerda: se habita. Es la raíz de todo poema verdadero.

El otro gran territorio del Claroseísmo es el pueblo. No como categoría sociológica, ni como nostalgia folclórica. El pueblo aquí es una condensación simbólica: lugar de origen, espacio en el sur, detenido en el tiempo. Es el paisaje que no necesita explicarse. Las calles vacías, los pozos, las ventanas sin vidrio. El pueblo no como lugar donde se vive, sino como lugar donde la memoria se vuelve cuerpo.

Y en ese cuerpo resuena también el mar. El mar como límite, como espejo, como frontera de lo inabarcable. No se trata del mar literario, ni del mar que significa libertad o misterio. Es un mar más físico, más emocional. Un mar que está en la piel. Un mar que no se mira, sino que se escucha. Que murmura dentro del poema como una voz antigua que no cesa de llamar.

El Claroseísmo recoge estos territorios y los deja hablar sin imponerles significado. Porque todo intento de decir qué significan acaba por cerrarlos. La piedra no representa la memoria. Es la memoria. El árbol no simboliza la vida. Es la vida. El símbolo, en esta poética, no se construye. Se deja emerger. No es instrumento, es aparición. No sirve, resuena.

El poeta claroseísta no escribe “sobre” las cosas. Escribe “con” ellas. No traduce su experiencia en palabras, sino que deja que las palabras vivan esa experiencia. El poema no es la expresión de un yo: es un espacio compartido entre el yo y aquello que no puede decirse. Un espacio que se abre cuando el lenguaje se vuelve poroso, vulnerable, disponible.

En ese espacio, el silencio ocupa un lugar central. No como fondo, sino como materia activa. El silencio no es lo que queda entre palabras, es lo que las sostiene. El poema no es lo que se dice, sino lo que permanece después. Lo que se instala entre líneas. Lo que resuena cuando ya se ha cerrado el libro.

El Claroseísmo escribe desde esa escucha. Desde ese saber callar. Su ritmo es el de la respiración, no el del discurso. Su fuerza está en la omisión, no en la declaración. Cada verso es una pausa. Cada imagen, una grieta. El poema se convierte entonces en un lugar donde el lector puede detenerse. No para aprender, sino para sentir. No para entender, sino para estar.

Frente a la velocidad del mundo contemporáneo, frente a la saturación de sentido, frente a la ansiedad por la transparencia, el Claroseísmo propone una ética de la lentitud, de la intimidad, del cuidado. No como consigna, sino como condición poética. Escribir así es resistir sin armas. Respirar sin ruido. Habitar sin demostrar.

La soledad, en este contexto, no es una tragedia. Es una fuente. Es el lugar desde donde se escucha lo que no puede oírse en medio del ruido. Es el espacio donde la palabra vuelve a tener peso. Donde la imagen vuelve a ser vista. Donde la emoción no necesita justificarse.

No hay consuelo en esta poética, pero hay compañía. No hay redención, pero hay presencia. El Claroseísmo no busca respuestas. Sabe que la pregunta es suficiente. Que todo poema verdadero es una pregunta que no se formula, pero que se instala en el cuerpo del lector y no lo deja igual.

¿Es posible vivir así? ¿Habitar el lenguaje con esa humildad, con esa devoción, con ese temblor? El Claroseísmo responde no con ideas, sino con gestos. Cada poema es una ofrenda mínima. Una forma de estar sin explicar. De decir sin nombrar. De tocar sin poseer.

Y en ese gesto se juega todo. No la poesía como arte, ni como expresión, ni como oficio. Sino la poesía como forma de estar vivo. Como respiración lúcida en medio del caos. Como claro en la noche. Como temblor que no cesa.

Porque escribir así es recordar que estamos hechos de lo que no se ve. De lo que no dijimos. De lo que aún tiembla.

Y en ese temblor —lento, suave, insistente—

vive el Claroseísmo.

una poética del temblor y la claridad

Toda poética nace de una grieta: entre lo vivido y lo dicho, entre la imagen y la palabra, entre el mundo y su sombra. El Claroseísmo no fue planeado como movimiento. No surgió de una tesis, ni de una intención estética deliberada. Nació de una inquietud que creció en silencio, como crecen las raíces bajo la tierra. Fue, como todo lo esencial, un hallazgo. Pero no un hallazgo repentino: una lenta maduración de algo que ya venía vibrando dentro del lenguaje.

La primera fisura apareció en un viaje al sur. No un viaje exótico ni programado, sino uno de esos desplazamientos íntimos donde el paisaje y la memoria se mezclan. Llevaba conmigo algunos libros, entre ellos a André Breton y Vicente Huidobro. Leía sus palabras con el asombro del que empieza a sospechar que la poesía no es solo un modo de decir, sino una forma de ver. Breton hablaba de lo invisible, Huidobro de lo que no existe aún. Ambos, desde distintos vértices, entendían el poema como acto revelador. Como un salto, una invocación, una grieta abierta en la realidad.

Pero algo en mí no buscaba ese vértigo. No quería saltar ni iluminar. Quería quedarme en el borde. Quería observar el temblor sin intervenirlo. Fue entonces que alguien, leyendo mis textos, me dijo: “En tu poesía siempre hay una claridad”. Y esa frase quedó latiendo. No como halago, sino como pista. ¿Qué era esa claridad? ¿Por qué no era un deslumbramiento, ni una luz total, sino algo más tenue, más contenido, más respirable?

Pensé en el sol. Pero no el sol del mediodía, ni el sol epifánico de la revelación. Pensé en el sol al final de la tarde, cuando la luz cae oblicua, incompleta, hermosa precisamente porque no llega del todo. Pensé en los claros. En esos espacios donde la luz entra, pero no se impone. Donde la sombra aún tiene lugar. Allí entendí que mi forma de escribir —y de mirar el mundo— no buscaba el centro, sino el umbral. Y así nació el Claroseísmo.

No como teoría. No como vanguardia. Sino como necesidad.

El Claroseísmo no es una escuela. No es un ismo más en la larga lista de etiquetas literarias. Es, en todo caso, una forma de estar en el lenguaje. Una respiración. Una ética de la atención. Un temblor.

La poesía que surge desde aquí no se impone. No busca definir, ni impresionar, ni guiar. Prefiere acompañar. Abrirse. Mostrar sin señalar. Escribir no como acto de dominio, sino como forma de entrega. Como quien ofrece una piedra tibia, encontrada en el camino, sin más ambición que compartir su forma.

Lo que distingue al Claroseísmo es su forma de temblar. Un temblor lento, hondo, sostenido. No hay estruendo. No hay ruptura. Hay una grieta en el suelo. Una fisura en la voz. Una vibración persistente que no estalla, pero permanece. El poema no se precipita: se asienta. No acelera: escucha.

El poeta claroseísta no pretende descifrar el mundo. Lo observa desde el borde. Desde la infancia, desde el pueblo, desde el mar, desde la soledad. Esos territorios no son temas: son materiales vivos. Son lenguajes paralelos. La infancia como espacio donde la emoción no tiene nombre. El pueblo como lugar donde el tiempo se detiene y los objetos cobran densidad. El mar como límite del decir. La soledad como el punto de origen de toda voz auténtica.

Escribir desde el Claroseísmo es habitar esos espacios sin reducirlos. No se escribe sobre la infancia, sino desde ella. No se describe el mar, se lo deja hablar. No se representa el pueblo, se camina en su silencio.

Y en todo esto, hay una noción radical del símbolo. El Claroseísmo no usa el símbolo como vehículo de significado. El símbolo no decora, no representa: aparece. Se impone por su peso, por su estar. La piedra no significa nada: es la piedra. Pero en su forma, en su textura, en su permanencia, dice más que mil conceptos.

El poeta claroseísta no construye imágenes. Las recibe. No fuerza el sentido. Lo acompaña. No quiere provocar. Quiere compartir un estado. El poema no busca el efecto, sino la verdad. Y esa verdad no se explica. Se sugiere. Se deja vibrar.

En este temblor, el silencio es esencial. El silencio no es fondo ni ausencia. Es una fuerza. Una respiración. Una forma de saber sin decir. El poema claroseísta no llena la página. La deja respirar. Cada palabra importa, pero aún más lo que no se dice. Cada pausa carga con una verdad que no se puede escribir, pero que se siente.

El lector no encuentra en este tipo de poesía respuestas, ni grandes revelaciones. Encuentra una voz que lo acompaña sin guiarlo. Un espacio donde puede detenerse, no para entender, sino para habitar. No para interpretar, sino para sentir. Porque todo poema verdadero no enseña: transforma. No informa: afecta. No ilumina: toca.

Y esa es quizás la misión más profunda del Claroseísmo: devolver al lenguaje su capacidad de tocar. En tiempos de saturación verbal, de retórica vacía, de discursos grandilocuentes, esta poética apuesta por lo mínimo. Por el temblor. Por lo que apenas roza, pero queda.

No se trata de volver al pasado, ni de resistir al presente. Se trata de encontrar una voz que no quiera imponerse, sino escuchar. Una poesía que no sea espectáculo, ni mercancía, ni mercancía de la emoción. Una poesía que vuelva a ser acto de verdad. Acto de presencia.

Hoy el Claroseísmo sigue siendo eso: una forma de mirar. Una forma de escribir que no busca definir la realidad, sino estar en ella. No una escuela, sino una soledad compartida. No un manifiesto, sino un temblor que se extiende.

Y si ha de tener un símbolo, que sea ese claro entre dos árboles torcidos. Ese sitio donde la luz no termina de caer. Donde la piedra aún guarda el calor de una mano que nunca la tocó. Donde la memoria no es pasada, sino huella. Donde la voz no grita, pero no se apaga. Donde el poema no concluye, pero queda.

Allí nació el Claroseísmo.

Y allí sigue.

Temblando.

Manifiesto Poético del Claroseísmo.

I.

Hay un claro

no en el bosque sino en la lengua

una oquedad donde la palabra no cae

y sin embargo vibra

un sitio sin nombre entre el decir y el callar

entre la luz que casi toca el suelo

y la sombra que no se decide a ser

un temblor que no se ve, pero sostiene

la casa vieja del poema

todo poema nace de ese lugar

no como flor, no como fuego,

sino como piedra tibia

una piedra que aún guarda el calor de una mano

que nunca estuvo allí

una piedra con memoria de algo anterior a la memoria

escribimos desde el borde

desde donde se siente la grieta

no para cerrarla, no para curarla

sino para habitarla

el claroseísmo no canta

escucha

no describe

se deja tocar

no representa

invoca

y cuando nombra no encierra

abre

porque el lenguaje no es una casa

es un claro

una zona sin techo donde el silencio respira

todo poema verdadero es un sitio sin defensa

un claro entre dos árboles torcidos

una puerta que da a ninguna parte

una habitación sin paredes

una luz sin origen

una voz que llega de lejos

como si alguien la hubiera olvidado encendida

en algún cuarto de la infancia

II.

infancia:

ese animal que ya no somos

pero que nos sigue mirando desde lo hondo

como un perro viejo que no ladra

como el olor de la tierra después de la lluvia

como la risa que ya no recordamos haber tenido

pero que vuelve, sin permiso, en medio de la noche

la infancia no es pasado

es médula

es raíz sin árbol

es lugar sin mapa

allí empezamos a temblar

allí se aprende el miedo sin nombre

el asombro sin palabras

la tristeza sin herida

y el claroseísmo es esa infancia que nunca termina

ese borde donde se sabe sin saber

que algo nos tocó para siempre

y que la poesía no puede decirlo

pero puede callarlo con exactitud

en ese claro no hay adornos

no hay máscaras ni estridencias

todo es sobrio

todo es desnudo

todo es espera

la piedra, el pozo, la rama

no significan

permanecen

el árbol no simboliza la vida

es el árbol

y eso basta

porque en su forma está lo que no puede decirse

el símbolo en el claroseísmo no es una herramienta

es una aparición

una presencia que se impone

no porque represente algo

sino porque existe más allá de nosotros

y exige silencio

III.

la mar no es azul

la mar no es imagen

la mar es borde

es ruptura

es ese murmullo que no se acaba

que nos llama y nos aleja

que nos promete y nos borra

cuando escribimos, la mar está ahí

aunque hablemos de una silla o una ventana

aunque hablemos de una madre o de una calle vacía

porque la mar es todo lo que no hemos podido olvidar

es lo que se llevó lo que nunca tuvimos

el claroseísmo sabe que no hay regreso

pero tampoco hay pérdida

porque lo perdido no se va

se queda en otra forma

como sombra bajo la piel

como eco en las palabras

el poeta no busca crear

busca recordar

pero no el recuerdo cronológico

no la anécdota

sino esa otra forma del recordar

la que ocurre sin imágenes

la que llega como aroma

como una grieta en la tarde

como una voz sin dueño

IV.

la soledad no es un tema

es un estado del lenguaje

la voz que escribe está sola

y esa soledad no es tragedia

es condición

el poema es una habitación con una silla sola

una lámpara encendida que no alumbra nada

una página que escucha

el claroseísmo no busca consuelo

no ofrece redención

no levanta la voz para llamar

es un lenguaje en retirada

una línea que retrocede para dejar espacio

una luz que no toca del todo

pero basta

porque lo esencial no se dice

se siente en el temblor de la voz

en la interrupción del verso

en la pausa que queda después del nombre

V.

en el claroseísmo no se construyen metáforas

se encuentran

no se fabrica lo simbólico

se deja venir

el poema no se arma

se revela

como el rostro de alguien en un espejo empañado

como una verdad que no se puede repetir

porque cada vez aparece de otro modo

y sin embargo es la misma

el mismo claro

la misma piedra

el mismo temblor

VI.

pero nada de esto sirve

si la palabra no ha sido tocada por el silencio

porque escribir es callar con otra voz

es dejar que el silencio tome forma

que se haga rama, piedra, respiro

y entonces el verso no es una línea

es una pausa que vibra

el claroseísmo no responde

no enseña

no guía

no proclama

solo abre

abre como abre una grieta en la tierra

como abre el pecho el que no sabe por qué le duele

como abre la puerta la brisa sin que nadie la haya llamado

porque todo poema verdadero es eso:

una puerta abierta sin saber qué entra

una espera sin objeto

un temblor que no termina de nacer

y hay quienes creen que escribir es mostrar

es poner luz sobre las cosas

pero no

es dejar que las cosas se muestren cuando quieran

como se muestra el rostro de alguien dormido

como se muestra el tiempo en una grieta de la pared

el claroseísmo es un mirar que no fuerza

un lenguaje que no invade

un saber que no necesita saber

y por eso la mirada es lenta

la respiración es larga

el poema no corre

no busca impacto

no quiere asombrar

quiere estar

porque estar, en estos tiempos, ya es una forma de resistencia

estar sin hacer ruido

estar sin pedir atención

estar como está la piedra

como está el musgo

como está el recuerdo de algo que nunca sucedió

el claroseísmo no lucha contra el mundo

pero tampoco lo celebra

lo observa con una ternura extraña

una ternura sin rostro

como si supiera que todo está a punto de romperse

y aun así lo sostiene

y en esa mirada hay algo de compasión

pero también de lucidez

porque sabe que no hay cura

que no hay centro

que todo es borde

todo es filo

todo es pregunta

y por eso el poema es un lugar para detenerse

para dejar de correr

para escuchar

no lo que dice el mundo

sino lo que resuena cuando el mundo calla

no buscamos belleza

buscamos verdad

pero no la verdad que se puede escribir

la otra

la que se intuye al borde de la frase

al final del verso

la que no se dice, pero sigue ahí

como la forma de una ausencia

es por eso que el claroseísmo no llena la página

la deja respirar

como respira el cuerpo en el sueño

como respira el campo cuando ha llovido

cada palabra importa

pero más importa lo que no se dice

la poesía no es ornamento

es huella

y una huella no se adorna

se sigue

la infancia deja huella

el pueblo deja huella

la mar deja huella

y nosotros escribimos desde esas huellas

sin intentar reconstruir el camino

solo para sentir que aún estamos caminando

porque el lenguaje también es camino

pero no nos lleva

nos devuelve

nos lleva no hacia adelante

sino hacia adentro

y lo que encontramos allí no siempre tiene nombre

y el claroseísmo es la escritura de eso sin nombre

de eso que se queda

de eso que no nos deja, aunque no sepamos qué es

y por eso a veces duele

pero no como duele una herida

sino como duele una canción que amamos y no entendemos

como duele el olor a tierra mojada

cuando sabemos que ya nadie nos espera en esa casa

VII.

el poeta claroseísta no interpreta

no traduce

no explica

deja ser

la palabra no es un instrumento

es un cuerpo

y hay que tratarla como a un cuerpo

con cuidado

con escucha

con deseo

el poema no se fuerza

se cultiva

como una planta que no responde a nuestras preguntas

pero igual florece

si la dejamos en paz

y el símbolo no es una clave secreta

es una forma de mirar

una silla no significa soledad

es soledad

cuando está sola

una ventana no representa esperanza

es la esperanza

cuando aún hay luz afuera

un pozo no simboliza profundidad

es lo hondo

porque no se ve el fondo

porque da miedo asomarse

el claroseísmo no teoriza sobre esto

lo vive

lo respira

lo escribe

y a veces no se entiende

pero no importa

porque no ha venido a enseñar

ha venido a recordar

no lo que fuimos

sino lo que aún somos

cuando dejamos de fingir que ya lo superamos todo

VIII.

pero también hay días

en que el poema no viene

ni el claro aparece

días donde el temblor no se siente

y uno escribe por costumbre

como quien enciende una lámpara vacía

y entonces hay que recordar:

el silencio también es parte

el poema también es ausencia

y el claroseísmo no teme al vacío

porque sabe que el vacío no es la falta

sino la espera

esperamos sin saber qué

como quien escucha una radio sin sintonía

como quien mira una puerta cerrada sabiendo que alguien está del otro lado

como quien lleva en el bolsillo una llave sin cerradura

el claroseísmo escribe desde esa espera

desde esa llave

desde ese hueco

porque sabe que el lenguaje no se controla

solo se habita

no creemos en la poesía como iluminación

creemos en la poesía como sombra

como esa sombra que no se despega del cuerpo

que sigue ahí, aunque no la mires

que cambia con la hora

con la estación

con el estado del alma

la sombra es lo que no se dice

lo que acompaña sin exigir

lo que no quiere ser centro

pero está

y eso somos cuando escribimos:

sombra sobre sombra

palabra que no impone

sino que se ofrece

cómo se ofrece una rama seca

cómo se ofrece un cuenco vacío

cómo se ofrece una cama tendida en una casa donde ya no vive nadie

el claroseísmo no busca ocupar espacio

sino cederlo

no se planta en el centro

se inclina hacia un lado

deja huecos

deja bordes

deja que el lector entre cómo se entra en una casa antigua

pisando con cuidado

mirando sin tocar

intuyendo que algo permanece

porque la poesía no es lo que se lee

es lo que resuena después

como el eco de una campana que ya no suena

como el olor de la ropa cuando alguien se ha ido

como el temblor de las manos al recordar sin saber qué se recuerda

y así también escribimos desde la muerte

no desde el miedo

sino desde la conciencia

de que todo lo que amamos está hecho para irse

y sin embargo vuelve

vuelve, en una palabra

en un paisaje

en una esquina

en una línea escrita sin pensar

en una piedra cualquiera

la piedra, otra vez la piedra

materia del claroseísmo

memoria dura

presencia callada

testigo de lo que no pasó

las piedras no se explican

se sienten

y hay poemas que son piedra

que no dan respuestas

pero están

firmes

silenciosos

eternos

y cuando uno los toca, algo vibra

una verdad sin forma

una certeza sin argumento

una emoción que no necesita nombre

porque nombrar no siempre es conocer

a veces es perder

el claroseísmo nombra con cautela

sabiendo que cada palabra es un riesgo

una grieta abierta

un conjuro incierto

y por eso escribe lento

como quien camina sobre hielo fino

como quien busca algo entre escombros

como quien oye un susurro detrás de la puerta

y a veces no hay voz

y a veces no hay verso

y eso también es poema

un poema puede ser solo un espacio

una pausa

un trozo de papel en blanco con una fecha en la esquina

un gesto

el claroseísmo no separa vida y escritura

lo que duele, duele en el poema

lo que no se dice, se queda entre los versos

y lo que no entendemos

es quizás lo más verdadero

la poesía no es claridad

es presencia

y el claroseísmo es una forma de estar presente sin explicación

como está presente el olor del mar en una ciudad sin costa

como está presente la voz de un padre en el eco de una piedra

como está presente la fe sin iglesia

el amor sin nombre

la memoria sin rostro

por eso no se aprende a escribir así

se aprende a callar de otra manera

a mirar con otra piel

a sentir el peso de las cosas que no pesan

y entonces, tal vez,

algo escribe por nosotros

no el yo

no la biografía

no el ego que quiere ser poeta

sino esa otra cosa

ese temblor

ese claro

y entonces el poema sucede

como un árbol que crece en un patio abandonado

como un rayo de luz que entra por una grieta

como una verdad que no puede repetirse

y lo llamamos poema

pero no es poema

es solo un lugar

un lugar donde algo se detuvo

un lugar donde alguien escuchó

un lugar donde la palabra no llegó

pero el silencio bastó

y ese lugar —ese claro—

es lo único que importa.

CLAROSEÍSMO.

Camino para escribir un poema:

Hay poemas que no buscan ser entendidos. Buscan ser encontrados. Como una piedra bajo la lengua, como una luz que no cae del todo. Nace así el Claroseísmo: no como una escuela, ni como una estética, sino como una forma de estar en el lenguaje.

Un temblor suave que parte del silencio y se abre paso en la memoria.

Escribimos desde la grieta, desde el claro entre dos árboles torcidos, donde nada termina de revelarse, pero todo vibra.

No queremos gritar. No nos interesa impresionar. La palabra no es espectáculo, es rastro. El Claroseísmo se sostiene en el gesto mínimo, en lo que apenas fue, en lo que no se dijo y sin embargo persiste.

I. El silencio no es ausencia.

Es forma. Es tensión. Lo que no se nombra sostiene lo que se dice. La poesía claroseísta escucha antes de hablar. Y al hablar, no invade. Sugiere.

II. La infancia no es pasado.

Es territorio. No se recuerda: se habita. La mirada de quien escribe vuelve siempre a ese lugar donde empezó a percibir el temblor. En ese lugar, todo es sagrado y todo está por romperse.

III. El pueblo no es postal.

Es la arquitectura del tiempo. Sus calles, sus voces apagadas, sus piedras: todo es lenguaje. No se escribe “sobre” el pueblo; se escribe “desde” él. No como decorado, sino como herida.

IV. La mar no se describe.

Se escucha. Se sueña. En el Claroseísmo, el mar es frontera y espejo. Inmenso y ajeno. Habla de lo que no entendemos de nosotros mismos.

V. El símbolo no se fabrica.

Se revela. La piedra, el árbol, la casa vacía. No están allí para representar otra cosa. Están allí porque han visto más que nosotros.

VI. La soledad no es drama.

Es materia prima. Se acepta, se nombra sin estridencias. No se llena. Se deja ser. La poesía claroseísta es un cuarto con una silla sola y una ventana sin cortinas. Nada más.

VII. La forma es libre.

No porque todo valga, sino porque lo único que importa es la verdad del tono. La estructura se adapta al temblor, no al revés.

VIII. El lenguaje es temblor.

Cada verso debe vibrar. No con grandilocuencia, sino con verdad. No buscamos lo exacto, sino lo vivo. No lo brillante, sino lo real.

Claroseísmo:

Es un movimiento literario, fundado por Marino Berigüete en Paraguay en el 2016

una voz que no necesita alzar la voz,

una memoria más antigua que el recuerdo.

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Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

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