
Escribir poesía no es un lujo. Es una necesidad. Una forma de resistencia en un mundo que aplaude la velocidad, el olvido y la superficialidad. Es un acto íntimo, sí, pero también profundamente político. Porque escribir poesía —de verdad, sin adorno ni máscaras— es negarse a aceptar que el lenguaje solo sirve para comerciar, seducir o manipular. Escribir poesía es usar las palabras para decir lo que no se dice. Para tocar lo que no se toca. Para nombrar lo que no tiene nombre.
Yo no creo en la poesía “bonita”. No me interesa la palabra complaciente, ni la imagen pulida que no dice nada. Me interesa la palabra que duele. Que incomoda. Que revela. Me interesa el poema que se escribe como un disparo o como una oración, con las manos temblando y el corazón expuesto. No hay poesía sin riesgo. No hay poema verdadero si no se ha escrito desde el filo.
Escribo con la claridad del sol del sur, con los colores de la mar, con ese aliento salobre que uno lleva pegado a la piel aunque hayan pasado los años. Escribo como escriben los hombres nacidos en esa región del sur: con voz de tierra y sal, con palabras que vienen del viento, con silencios aprendidos frente al horizonte. Porque en ese sur aprendí a mirar, y desde entonces no he podido dejar de escribir lo que veo, lo que recuerdo, lo que me duele.
No escribo para trascender. No quiero pasar a la historia, ni figurar en ninguna biblioteca empolvada. Escribo para no perder lo que soy. Para dejar un puñado de palabras enterradas en esa tierra que me formó. Porque allí, donde la mar hablaba y las montañas respiraban, descubrí que la vida no era una línea recta, sino una espiral de recuerdos que regresan cada vez que uno escribe con el corazón.
Yo tuve el privilegio —y la condena— de nacer en un mundo donde el tiempo tenía otro ritmo. Donde las tardes se llenaban de luz dorada, y el sol, antes de acostarse, pintaba el cielo de un rojo espeso. Ahí, en ese sur que aún me vive por dentro, la poesía no era teoría: era experiencia. Era ese olor a azúcar, a peces, a puerto. Era la mar conversando conmigo en mi soledad. Era la montaña verde donde me escondía para soñar.
Quizás por eso escribo poesía. Para que ese sur no se me borre. Para que esa infancia luminosa, esa memoria salada, esa alegría intacta no se pierda en el bullicio del presente. Escribo para que los amigos de entonces sigan jugando en las páginas, para que mi casa siga oliendo a madera vieja, para que mi perro siga ladrando al viento.
La poesía no es evasión. Es confrontación. Con uno mismo, primero. Porque el poeta —el que lo es de verdad— escribe para entender quién es, para confesarse lo que no se atreve a decir en voz alta. Y con el mundo, después. Porque en cada poema hay una forma de protesta contra lo establecido: contra la injusticia, la rutina, la indiferencia, el olvido.
No me interesa la poesía como ornamento. Me interesa como herida. Como huella. Como fuego. La buena poesía no embellece: desnuda. No endulza: revela. Es un espejo en el que uno se ve sin maquillaje, sin excusas. Escribo porque si no lo hiciera, me ahogaría en todo lo que callo.
Rechazo la poesía vacía, calculada, escrita con más técnica que tripas. Rechazo los versos que suenan bien pero no dicen nada. El poeta no está para agradar. Está para remover. Para tocar una fibra que nadie más toca. Y eso no se aprende en talleres. Se vive.
Escribir poesía es recordar. Es recuperar lo que la vida quiso llevarse. Es decirle al tiempo: “aquí no pasas”. Cada poema es una trinchera. Una defensa contra el olvido. Contra la indiferencia. Contra la muerte. El poema no salva, pero deja constancia. No cura, pero acompaña.
Y sin embargo, no todo en la poesía es herida. También hay celebración. Hay gozo. Hay alegría silenciosa. Un poema puede ser un grito, pero también una caricia. Un acto de amor. Un gesto de gratitud hacia la vida, incluso cuando esta se muestra cruel.
El poeta no necesita permiso para escribir. Le basta con sentir esa urgencia que lo desvela. Esa fiebre. Ese temblor. Porque si algo define a un poeta no es la publicación, ni el aplauso, ni el prestigio: es esa necesidad insaciable de decir. De escribir aunque nadie escuche. De seguir, incluso cuando todo parece inútil.
La poesía es, en el fondo, una forma de fe. Una apuesta por lo invisible. Un acto de confianza en que las palabras —aunque pequeñas, aunque solas— pueden tocar a alguien. Aunque sea a uno. Aunque sea tarde. Aunque sea en silencio.
Por eso escribo poesía.
Porque es la única manera que tengo de seguir siendo yo.