Por qué escribo poesía.

A veces me he hecho la misma pregunta que se han hecho los grandes poetas —y también los pequeños, los secretos, los anónimos—: ¿para qué sirve la poesía? Y no encuentro una respuesta definitiva. Sólo más preguntas. A veces me convenzo de que no sirve para nada. Y, sin embargo, sigo escribiéndola. O peor: no puedo dejar de escribirla. Como si en lugar de escribirla, ella me escribiera a mí. Como si la poesía fuera una fiebre silenciosa que regresa cada vez que intento curarme del lenguaje.

No escribo para trascender. No quiero pasar a la historia, ni figurar en ninguna biblioteca empolvada. Escribo para no perder lo que soy. Para dejar un puñado de palabras enterradas en esta región del sur que me formó. Escribo porque hay un lugar —mi lugar— que me arde por dentro y me pide ser nombrado. Porque allí, en ese rincón del mundo donde aprendí que la vida no era una línea recta, descubrí que existía algo más que el presente: el recuerdo.

Tenía frente a mi casa la mar. No “el mar”, no. La mar, como dicen los viejos marineros y los poetas que no olvidan. Esa mar no era un paisaje. Era una presencia. Una madre que me hablaba sin voz, que me escuchaba en mis silencios, que me respondía con espuma y viento. Yo la miraba durante horas, en mi soledad de niño sin preguntas, y en ese mirar silencioso aprendí a esperar. Esperar que el sol se acostara. Esperar que algo —no sabía qué— ocurriera en el horizonte.

Quizás por eso me hice poeta. No por vocación, ni por destino, sino por necesidad. Porque necesitaba nombrar esa infancia, esa mar, esa espera. Porque no bastaba con vivir. Había que dejar testimonio. Y mi primera línea, escrita en una cátedra color verde, fue un poema. Mal escrito, seguramente. Pero sincero. Como todo lo que viene antes de que uno aprenda a fingir.

En aquel tiempo, la poesía era aire. Escribía como quien respira. Recogía con mis palabras lo que el mundo me ofrecía sin filtros: el olor del azúcar, el aliento salado de los peces, la brisa pegajosa del puerto. La poesía era una forma de absorberlo todo. De decir “esto existe, esto me pasa, esto soy”.

Escribo para que esos recuerdos no se borren. Para que no desaparezcan los amigos de mi infancia, los juegos en la arena caliente, las caminatas hacia la montaña verde, los días en que el mundo todavía era nuevo. Escribo porque temo olvidar. Porque la vida se escapa demasiado rápido, y las palabras —aunque frágiles— a veces son capaces de retener un instante.

Hay quienes dicen que la poesía no cambia nada. Que no sirve para transformar el mundo. Tal vez tengan razón. Pero yo no escribo poesía para cambiar el mundo. La escribo para resistirlo. Para oponerle una belleza que no se vende ni se negocia. Para salvar, al menos por un momento, lo que aún no ha sido corrompido.

No me interesa la poesía como adorno, ni como artificio. Me interesa como herida. Como huella. Como fuego. La buena poesía, la que me importa, no se entiende: se siente. Es una sacudida. Un temblor. Una emoción que no se puede explicar. He leído versos que me han dejado mudo durante horas. He escrito algunos que me han hecho llorar sin saber por qué.

La poesía, para mí, no es un género literario. Es una forma de estar en el mundo. Una forma de mirar, de escuchar, de recordar. Escribir poesía es decir: “esto me duele”, “esto me asombra”, “esto no lo entiendo pero igual lo nombro”. Es atreverse a hablar con los muertos. Con el niño que uno fue. Con los paisajes que ya no existen pero siguen vivos en la memoria.

Sé que la poesía no paga cuentas, no gana elecciones, no llena estadios. Pero me ha dado algo que ninguna otra cosa me ha dado: sentido. Un hilo invisible que une mis días, mis pérdidas, mis alegrías mínimas. Me ha enseñado a mirar el mundo con otros ojos. A encontrar belleza donde otros ven rutina. A detenerme.

Y, sobre todo, me ha dado una voz. Una voz que a veces no reconozco como mía, pero que me habita. Una voz que escribe incluso cuando yo no quiero escribir. Que se impone, que insiste, que exige. Escribir poesía es cederle el cuerpo a esa voz. Dejarla hacer. Y confiar en que algo quedará. Que alguien, algún día, leerá uno de esos versos y sentirá lo que yo sentí al escribirlo.

No sé si eso justifica el oficio. Pero sé que lo hace inevitable.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Marino Berigüete

Diplomático de carrera,Abogado Máster en Ciencias Políticas, Máster en Relaciones Internaciones,UNPHU Postgrado Procedimiento Civil, UASD/ Escritor y Poeta.

Entradas Recientes

  • All Post
  • Artículos
  • Biografía
  • Comentarios y Recomendaciones de libros
  • De una sentada...
  • En doscientas palabras.
  • Entrevistas
  • Manifiesto lierario
  • Piedradura
  • Poemas
  • Reseñas de libros.
  • Sin categoía

Actualizaciones por correo

Suscríbete a mí news letter para estar al tanto de mis últimas publicaciones.

You have been successfully Subscribed! Ops! Something went wrong, please try again.

© 2024 Marino Berigüete – Diseñado por Mas Pixell Web Services