Lo vi tres veces en mi vida. Ya lo admiraba mucho antes de cruzarlo en persona. La primera vez que lo encontré fue por curiosidad, aunque desde hacía años era ya un devoto silencioso de su obra. Sus libros me habían acompañado desde mis años de joven pueblerino en el sur de mi país, cuando cada libro era una promesa de mundo. A finales de los años noventa, en los círculos que orbitaban el poder dominicano, se decía que Mario Vargas Llosa escribía una novela sobre Trujillo. El rumor era insistente, casi ritual. Y se confirmó en La fiesta del Chivo. La leí como quien entra a un territorio prohibido. No era solo literatura. Era historia desenterrada, memoria que incomoda, verdad que arde.
Recuerdo haber comprado el libro en la Casa del Libro de Madrid. Lo abrí esa misma noche, como si tuviera prisa, y lo leí en silencio. No lo devoré: lo habité. Avanzaba con la sensación de estar frente a una obra total, de esas que no solo narran, sino que construyen conciencia. Me envolvía una mezcla de vértigo y lucidez. La dictadura, que conocía de oídas, adquiría un espesor trágico. El lenguaje no era adorno: era bisturí. Desde entonces, supe que esa novela se volvería un referente ineludible en la literatura de nuestro continente.
La segunda vez que lo vi fue en la Librería Cuesta, en Santo Domingo. Firmaba ejemplares de Tiempos recios. Me acerqué sin palabras preparadas. Él escribía con rapidez, casi con impaciencia. Cuando llegó mi turno, apenas dije un “gracias” que me pareció pequeño, insuficiente. Él no alzó la vista, pero ese gesto no fue desdén: fue el ritual de quien lleva años conviviendo con multitudes. Esa brevedad, ese instante sin solemnidad, quedó inscrito en mi memoria como una ceremonia mínima. A veces, un silencio compartido dice más que un discurso.
La tercera vez fue más improbable, y por eso más significativa. En el Café Gijón de Madrid. Estaba solo. O al menos, lo parecía. Me acerqué, lo saludé con la reserva con que se saluda a los maestros. Me respondió con una sonrisa breve, escueta, pero cálida. No hubo palabras. No las necesitábamos. Esa sonrisa —leve como una confesión— bastó para fijar el momento. Lo vi entonces no como al autor consagrado, sino como a un hombre atravesado por la vida, por el tiempo, por los libros. Fue un instante suspendido. Y fue suficiente.
No lo conocí como se conoce a los amigos. Lo conocí como se conoce a los escritores: a través de sus libros, sus ideas, sus contradicciones, sus silencios. A través del rastro que deja en el idioma. A través del diálogo que sus novelas establecen con el tiempo y con nosotros. Hablar de Mario Vargas Llosa es evocar muchas figuras en una: el narrador tenaz, el ensayista lúcido, el polemista incansable, el ciudadano libre. Todas esas máscaras conviven en él. Y ninguna anula a las otras.
Si tuviera que situarlo en la historia de la literatura, no lo pondría en un pedestal fijo. Lo ubicaría en una intersección: ahí donde se cruzan la técnica y la pasión, la ética y la forma, el orden y la rebelión. Vargas Llosa escribe desde una convicción: la novela no es un ornamento cultural, es una necesidad vital. Su literatura es hija de Flaubert, pero también nieta de Víctor Hugo. De Flaubert tomó la obsesión por la precisión, el culto al lenguaje exacto, la idea de que escribir es trabajar. De Hugo, heredó el impulso de intervenir, de pensar la historia desde la ficción, de hacer de la novela una tribuna que no excluye la belleza.
Su carrera comenzó con una detonación. La ciudad y los perros no fue solo su debut: fue una ruptura. El lenguaje era nuevo, la estructura era otra, el tono era distinto. Rompía con la narrativa criollista, con el realismo cómodo, con la literatura de salón. Era feroz, ambiciosa, urgente. Con La casa verde alcanzó una madurez formal inusual para su tiempo. La novela se volvía arquitectura, sin perder nervio ni humanidad. Conversación en La Catedral, publicada a los 33 años, es quizás su obra más sombría. Ahí no solo se narra la corrupción de un país, sino la decadencia de una generación. La pregunta central —“¿En qué momento se jodió el Perú?”— no es solo peruana. Es latinoamericana. Es universal.
A lo largo de su obra, Vargas Llosa ha transitado múltiples registros. De la sátira amorosa en La tía Julia y el escribidor al delirio místico y político de La guerra del fin del mundo; del retrato del horror en La Fiesta del Chivo al erotismo refinado en Los cuadernos de don Rigoberto. Pero más allá de los géneros, lo que impresiona es la persistencia de una visión: la literatura como interrogación. Como espejo y como martillo. Como juego, pero también como combate. En cada libro suyo se cruzan la razón y el deseo, el orden y el caos, la historia y la invención.
Se lo reconoce sobre todo como novelista. Pero su dimensión ensayística es igual de relevante. En La orgía perpetua, más que analizar a Flaubert, Vargas Llosa se revela a sí mismo. Su lectura se convierte en poética. En La verdad de las mentiras, defiende con fuerza una idea: la ficción no engaña, revela. No miente: desvela. Sus ensayos no son glosas académicas. Son diálogos apasionados. En ellos aparece el lector insaciable, el intelectual meticuloso, el ciudadano que no se resigna.
Y ese ciudadano ha estado, durante décadas, en el centro de los debates. Desde su juventud como simpatizante del marxismo hasta su conversión al liberalismo, su recorrido ideológico ha sido intenso. En 1990 se lanzó a la presidencia del Perú. No ganó. Y tal vez fue mejor así. Pero el gesto fue coherente con su pensamiento: para él, el intelectual no debe limitarse a escribir. Debe actuar. Aunque muchos han lamentado esa faceta política, aunque sus posturas hayan dividido a lectores y amigos, su literatura nunca ha dejado de mirar el poder con sospecha. Desde Conversación en La Catedral hasta Tiempos recios, el poder —económico, sexual, militar, religioso— es uno de sus grandes temas.
Sin embargo, esa dualidad —el escritor y el ciudadano— ha generado tensiones. Hay quienes ya no pueden leerlo sin pasar por sus columnas. Hay quienes lo juzgan más por sus opiniones que por sus novelas. Es comprensible, pero también reductivo. Porque Vargas Llosa, incluso en sus errores, ha defendido una idea difícil y necesaria: la libertad de disentir. Y esa libertad es también literaria.
En lo personal, su obra ha sido brújula. No por lo que dice, sino por cómo lo dice. En Conversación en La Catedral encontré un modo de narrar el desencanto. En La guerra del fin del mundo, un modelo de epopeya sin heroísmo. En La Fiesta del Chivo, una manera de enfrentar el pasado sin solemnidad ni resentimiento. No todo me ha gustado. Algunas novelas recientes me han parecido menores, algo previsibles. A veces sus personajes femeninos bordean el estereotipo. Pero incluso en sus obras menos logradas hay una voluntad de estilo, una ética del trabajo, un respeto por el lector que se agradece.
A veces me pregunto qué imagen quedará de él. ¿El novelista del Boom? ¿El Nobel combativo? ¿El liberal impopular? ¿El cronista de la barbarie? ¿El último gran escritor de la lengua? La historia, lo sabemos, es cruel con las biografías. Borra, deforma, simplifica. Pero el lenguaje resiste. Las páginas permanecen. Las frases sobreviven.
Un día, cuando ya no estemos, alguien —un lector joven, un estudiante perdido, un curioso cualquiera— abrirá La ciudad y los perros, leerá unas líneas, y sentirá ese latido que sentimos todos alguna vez. No necesitará saber quién fue Trujillo. Ni qué pensaba Vargas Llosa sobre las elecciones de América Latina. Le bastará una escena. Un diálogo. Un silencio. Porque eso es lo que queda: la vibración secreta de la buena literatura. Aquella que no necesita explicación.
Escribir sobre Vargas Llosa, en el fondo, es escribir sobre nosotros. Sobre el modo en que lo leímos. Sobre lo que nos dijo —aunque no lo supiera. Lo vi tres veces. Pero lo he leído muchas más. Y lo sigo leyendo. Porque más allá del personaje público, del Nobel, del político, del polemista, está el narrador. Ese que aún sabe cómo empezar una historia… y obligarnos a seguirla hasta el final.
Vargas Llosa —como Borges escribió de sí mismo— es un universo. A veces brillante, a veces incómodo. A veces contradictorio, a veces genial. Un universo que no se agota. Que exige. Que provoca. Tal vez por eso seguimos volviendo a él. Porque en sus libros no solo está la historia de América Latina. También estamos nosotros: con nuestras heridas, nuestras esperanzas, nuestras sombras, nuestras palabras.