Amigos del autor, poetas y lectores, es un honor para mí estar aquí hoy para presentarles una obra que no solo es un compendio de versos, sino también un auténtico viaje hacia el laberinto del amor humano. Hablamos de "Cien amores, cien poemas y tú" de Nicolás Rodríguez Ramírez, un libro que, al abrir sus páginas, nos sumerge en un océano de sentimientos, donde cada verso es una ola que nos acaricia o nos desoja, donde cada poema nos invita a explorar los rincones más profundos de nuestras emociones. Hay, como bien sabemos, libros que se leen de un tirón, que desvanecen en la memoria con la misma rapidez con que fueron consumidos. Otros, en cambio, se instalan en nuestro ser, florecen en nuestros corazones, desafían nuestro entendimiento y, sobre todo, nos hacen vivir experiencias que no creíamos posibles. Esta obra se inscribe en esa singular categoría que podríamos calificar de las que se viven y de las que nos obligan a confrontar nuestra propia humanidad. Porque, como bien lo expresa el subtítulo, no solo hay un amor en este libro, sino cien; y cada uno de ellos tiene su propia voz, su propio eco, pero, además, todos ellos hablan de ti, de mí, de nosotros como individuos, como partes de una misma experiencia vital. Desde los primeros versos, “Olvido” La amé sin conocerla Y sólo supe olvidarla… Seguro yo De que ya no la conocía. la pluma de Nicolás Rodríguez Ramírez nos atrapa en sus redes de sinceridad y asombro. La poesía, en su esencia más pura, es un acto de valentía. Hace falta coraje para abrir el corazón y arriesgarse a compartir sus secretos y sus cicatrices. En cada uno de los cien poemas que nos ofrece, Nicolás nos presenta un amor que se diversifica, que cambia, que evoluciona y que, en cada transformación, nos invita a reflexionar sobre lo efímero y lo eterno del afecto humano. El título mismo de esta colección es una promesa y un desafío. "Cien amores, cien poemas y tú" evoca la relación simbiótica entre el lector y el texto. En este sentido, cada "tú" alude no solo a una persona amada, sino a una multitud de posibilidades, a las diferentes facetas del amor que hemos experimentado y que nos han moldeado. Me atrevería a decir que cada lector de este libro, al enfrentarse a sus versos, encontrará un trozo de su historia, una reflexión sobre su propio viaje amoroso. Así, la lectura se convierte en un acto íntimo de identificación, un manojo de emociones que nos conecta a través del tiempo y el espacio, un halo de humanidad en un mundo que a menudo se siente desalmado. La prosa de Nicolás es, sin lugar a duda, el reflejo de un espíritu contemplativo. Cada poema nos invita a parar, a escuchar las voces de lo cotidiano y a descubrir en él la disparidad de un sentimiento profundo. Su estilo, a la vez lírico y directo, nos transporta del éxtasis a la melancolía, del romance a la pérdida, siempre con un lenguaje que es sensible y poderoso. Los versos se despliegan como flores en un jardín, cada uno con su singularidad, pero todos compartiendo una raíz común. Es en esta dualidad de lo individual y lo colectivo donde encontramos la magia de la poesía; en esos momentos en que lo íntimo resuena con lo universal. Tomemos un momento para reflexionar sobre lo que significa amar. El amor tiene tantas formas como personas habitan este mundo. Hay amores que van desde el fulgor de un primer encuentro, donde los corazones laten al unísono, hasta aquellos que se desvanecen lentamente, como el eco de una canción olvidada. En este libro, Rodríguez Ramírez pinta un mosaico del amor en sus muchas manifestaciones: amor romántico, amor familiar, amor platónico, amor perdido. Cada poema es una ventana a un universo único, donde lo sublime se encuentra con lo trágico; lo que es dulce a veces puede tornarse amargo, y viceversa. Veamos los poemas del autor: El amor. Ha sido poetizado tantas veces El amor, declamado, cantado y hasta llorado, y nada de dejarse Saber ni entender. Cuatro letras Dos sílabas, Tragedia, novelas Inmolaciones, sangre, todo esto Por amor Y vaya usted a creerse que lo sabe Todo sobre el amor, y nada sabrás, Por más que saber creas sobre el amor. Porque con el tropezando vamos por más Evidentes que sean las piedras que el amor Traza. Piedra de martirio y sufrimientos, Son las que adornan sus laberintos, Sus sinuosos caminos. Una nebulosa Claro oscuro, que todos elegimos, Manjar de confort, venenos y placer, Adictivo y contaminante néctar, es el amor. Al analizar el poema que hemos leído ofrece una profunda reflexión sobre la complejidad del amor, un sentimiento que ha sido aclamado y poetizado a lo largo de la historia, pero que sigue siendo un enigma. Desde sus primeras líneas, el autor establece que, a pesar de su frecuente representación en la literatura, el amor permanece inasible y sin un entendimiento pleno. El uso de “cuatro letras” y “dos sílabas” menciona la simplicidad de la palabra “amor”, mientras que los siguientes versos revelan su carga de dolor y sacrificio: “Tragedia, novelas / Inmolaciones, sangre”. Esta dualidad se convierte en el tema central, donde el amor no solo trae felicidad, sino también sufrimiento. Frases como “Y vaya usted a creerse que lo sabe” invitan al lector a cuestionar sus propias certezas sobre el amor. El concepto de “tropezando” sugiere que el amor es un camino lleno de errores y lecciones. Las “piedras” que decoran este camino son, a su vez, un símbolo del sufrimiento y las desilusiones inherentes a la experiencia amorosa. El laberinto del amor se presenta como un espacio lleno de ambigüedad: “Una nebulosa / Claro oscuro, que todos elegimos”, resaltando cómo cada elección en el amor puede resultar en tanto satisfacción como dolor. La imagen del “néctar” es representativa de la dulzura del amor, aunque se contrasta con su potencial adictivo y perjudicial. En definitiva,
La poesía como destino en la Feria del libro.
La Feria Internacional del Libro, este año dedicado al gran poeta Mateo Morrison, ha sido un templo de palabras donde la poesía brilló con luz propia, más allá de los nubarrones que se cernieron sobre la ciudad. Se trató, sin lugar a duda, de un homenaje a la sensibilidad, una fiesta de la literatura donde los poetas fueron los sacerdotes, y los lectores, los fieles. Y a pesar del asedio constante de la lluvia, la gente acudió. Con paraguas en mano, con los pies resbalando en charcos o dejando que las gotas se mezclaran con las páginas de sus libros recién adquiridos, los asistentes llegaron con una fe inquebrantable en la palabra. En gran medida, este éxito se debe a la dedicación de la ministra de Cultura, Milagros Germán, y de la escritora Ángela Hernández, quienes lograron conjugar un evento de dimensiones extraordinarias con la calidez de lo humano. No es fácil organizar un espacio donde converjan tantas voces, tantas culturas, y que, además, se convierta en un refugio para la introspección en medio del bullicio. Pero lo lograron. Y lo hicieron con una destreza que, en estos tiempos de prisas y superficialidades, es digna de aplauso. Sin embargo, si algo se quedó impregnado en mi memoria como el verdadero espíritu de esta feria, fue la poesía. No las luces, ni las multitudes, ni siquiera la organización impecable, sino los recitales poéticos, esos momentos en que la palabra dejó de ser un medio para convertirse en un fin. En ellos, los poetas locales e internacionales nos recordaron que la poesía no es solo un género literario; es un modo de habitar el mundo, de mirar lo cotidiano con ojos que lo reinventan todo. Uno de los momentos más memorables fue el recital donde participó con otros poetas, Luis García Montero. Allí, en una sala colmada de silencio, el poeta español desnudó su alma con la delicadeza de quien abre una herida sin temor a que sangre. Leyó poemas de su libro “Almudena”, dedicado a su esposa fallecida, y cada palabra resonó como un eco de su propia fragilidad. Lo escuché confesarse a través de versos que parecían cargados de plomo y, al mismo tiempo, ligeros como una pluma. Su dolor era evidente, sí, pero también su capacidad de transmutarlo en belleza, en algo que nos envolvía a todos los presentes y nos hacía partícipes de su duelo. Ver a García Montero en ese estado de vulnerabilidad fue un recordatorio de lo que significa ser poeta. No es simplemente escribir versos o buscar palabras que suenen bien juntas. Es exponerse, entregarse a los demás a través de un lenguaje que nace de las entrañas. Es una vida que no escapa al dolor, sino que lo abraza, lo transforma y, en esa transformación, encuentra sentido. Luis, con su rostro cansado pero iluminado por una sonrisa que mezclaba tristeza y gratitud, nos dio una lección de humanidad. Su poesía no era una máscara, sino un espejo donde todos podíamos reconocernos. La poesía, me quedó claro en esta feria, es un destino del que no se puede escapar. Los poetas no escriben por elección, sino por necesidad, porque no saben vivir de otro modo. Y en esa condena hay, paradójicamente, una forma de libertad. Son ellos quienes, a través de su arte, nos recuerdan que la vida está hecha de contradicciones: que el dolor puede ser hermoso, que la pérdida puede contener algo de esperanza, y que incluso en los momentos más oscuros hay luz si sabemos dónde buscarla. Pero la feria no fue solo Luis García Montero. Fue Mateo Morrison, que caminaba sobre el recinto ferial con una sonrisa de un niño recién nacido, con su voz inconfundible, y sus versos que son como ráfagas de viento fresco en un país que a veces parece asfixiarse en su propio calor. Fue también la nueva generación de poetas locales, jóvenes que llegaron con su audacia y su irreverencia, recordándonos que la poesía no tiene edad ni fronteras. Fue el público, ese ejército anónimo de lectores y oyentes, que demostró que la literatura, lejos de ser un arte moribundo, sigue siendo una necesidad humana fundamental. Al salir de la feria, me quedé con una sensación de plenitud que pocas veces se experimenta. Caminé bajo la lluvia, sin importarme mojarme, pensando en lo que había escuchado, en las palabras que todavía resonaban en mi mente. Y comprendí que la poesía, al igual que la vida, no siempre ofrece respuestas. Pero nos da algo mejor: preguntas. Y en esas preguntas, en ese deseo de entender lo incomprensible, se encuentra su verdadero poder. La Feria del Libro fue un éxito, sí. Pero más que eso, fue un recordatorio de que, en un mundo que a menudo parece perderse en lo efímero, todavía hay espacio para lo eterno. La poesía, esa forma de mirar la vida con los ojos del alma, sigue siendo necesaria. Y mientras existan ferias como esta, y poetas como Mario Bojórquez, José Mármol, Basilio Belliard, Plinio Chahín, César Zapata, Lisette Vega Purcell, Aquiles Julián, Alberto Ruy Sánchez, Luesmil Castol, Alejandro Santana y Soledad Álvarez, y otros que también tuvimos el privilegio de escuchar, el mundo no estará solo ni perdido. Hasta el próximo artículo…