Amigos del autor, poetas y lectores, es un honor para mí estar aquí hoy para presentarles una obra que no solo es un compendio de versos, sino también un auténtico viaje hacia el laberinto del amor humano. Hablamos de "Cien amores, cien poemas y tú" de Nicolás Rodríguez Ramírez, un libro que, al abrir sus páginas, nos sumerge en un océano de sentimientos, donde cada verso es una ola que nos acaricia o nos desoja, donde cada poema nos invita a explorar los rincones más profundos de nuestras emociones. Hay, como bien sabemos, libros que se leen de un tirón, que desvanecen en la memoria con la misma rapidez con que fueron consumidos. Otros, en cambio, se instalan en nuestro ser, florecen en nuestros corazones, desafían nuestro entendimiento y, sobre todo, nos hacen vivir experiencias que no creíamos posibles. Esta obra se inscribe en esa singular categoría que podríamos calificar de las que se viven y de las que nos obligan a confrontar nuestra propia humanidad. Porque, como bien lo expresa el subtítulo, no solo hay un amor en este libro, sino cien; y cada uno de ellos tiene su propia voz, su propio eco, pero, además, todos ellos hablan de ti, de mí, de nosotros como individuos, como partes de una misma experiencia vital. Desde los primeros versos, “Olvido” La amé sin conocerla Y sólo supe olvidarla… Seguro yo De que ya no la conocía. la pluma de Nicolás Rodríguez Ramírez nos atrapa en sus redes de sinceridad y asombro. La poesía, en su esencia más pura, es un acto de valentía. Hace falta coraje para abrir el corazón y arriesgarse a compartir sus secretos y sus cicatrices. En cada uno de los cien poemas que nos ofrece, Nicolás nos presenta un amor que se diversifica, que cambia, que evoluciona y que, en cada transformación, nos invita a reflexionar sobre lo efímero y lo eterno del afecto humano. El título mismo de esta colección es una promesa y un desafío. "Cien amores, cien poemas y tú" evoca la relación simbiótica entre el lector y el texto. En este sentido, cada "tú" alude no solo a una persona amada, sino a una multitud de posibilidades, a las diferentes facetas del amor que hemos experimentado y que nos han moldeado. Me atrevería a decir que cada lector de este libro, al enfrentarse a sus versos, encontrará un trozo de su historia, una reflexión sobre su propio viaje amoroso. Así, la lectura se convierte en un acto íntimo de identificación, un manojo de emociones que nos conecta a través del tiempo y el espacio, un halo de humanidad en un mundo que a menudo se siente desalmado. La prosa de Nicolás es, sin lugar a duda, el reflejo de un espíritu contemplativo. Cada poema nos invita a parar, a escuchar las voces de lo cotidiano y a descubrir en él la disparidad de un sentimiento profundo. Su estilo, a la vez lírico y directo, nos transporta del éxtasis a la melancolía, del romance a la pérdida, siempre con un lenguaje que es sensible y poderoso. Los versos se despliegan como flores en un jardín, cada uno con su singularidad, pero todos compartiendo una raíz común. Es en esta dualidad de lo individual y lo colectivo donde encontramos la magia de la poesía; en esos momentos en que lo íntimo resuena con lo universal. Tomemos un momento para reflexionar sobre lo que significa amar. El amor tiene tantas formas como personas habitan este mundo. Hay amores que van desde el fulgor de un primer encuentro, donde los corazones laten al unísono, hasta aquellos que se desvanecen lentamente, como el eco de una canción olvidada. En este libro, Rodríguez Ramírez pinta un mosaico del amor en sus muchas manifestaciones: amor romántico, amor familiar, amor platónico, amor perdido. Cada poema es una ventana a un universo único, donde lo sublime se encuentra con lo trágico; lo que es dulce a veces puede tornarse amargo, y viceversa. Veamos los poemas del autor: El amor. Ha sido poetizado tantas veces El amor, declamado, cantado y hasta llorado, y nada de dejarse Saber ni entender. Cuatro letras Dos sílabas, Tragedia, novelas Inmolaciones, sangre, todo esto Por amor Y vaya usted a creerse que lo sabe Todo sobre el amor, y nada sabrás, Por más que saber creas sobre el amor. Porque con el tropezando vamos por más Evidentes que sean las piedras que el amor Traza. Piedra de martirio y sufrimientos, Son las que adornan sus laberintos, Sus sinuosos caminos. Una nebulosa Claro oscuro, que todos elegimos, Manjar de confort, venenos y placer, Adictivo y contaminante néctar, es el amor. Al analizar el poema que hemos leído ofrece una profunda reflexión sobre la complejidad del amor, un sentimiento que ha sido aclamado y poetizado a lo largo de la historia, pero que sigue siendo un enigma. Desde sus primeras líneas, el autor establece que, a pesar de su frecuente representación en la literatura, el amor permanece inasible y sin un entendimiento pleno. El uso de “cuatro letras” y “dos sílabas” menciona la simplicidad de la palabra “amor”, mientras que los siguientes versos revelan su carga de dolor y sacrificio: “Tragedia, novelas / Inmolaciones, sangre”. Esta dualidad se convierte en el tema central, donde el amor no solo trae felicidad, sino también sufrimiento. Frases como “Y vaya usted a creerse que lo sabe” invitan al lector a cuestionar sus propias certezas sobre el amor. El concepto de “tropezando” sugiere que el amor es un camino lleno de errores y lecciones. Las “piedras” que decoran este camino son, a su vez, un símbolo del sufrimiento y las desilusiones inherentes a la experiencia amorosa. El laberinto del amor se presenta como un espacio lleno de ambigüedad: “Una nebulosa / Claro oscuro, que todos elegimos”, resaltando cómo cada elección en el amor puede resultar en tanto satisfacción como dolor. La imagen del “néctar” es representativa de la dulzura del amor, aunque se contrasta con su potencial adictivo y perjudicial. En definitiva,
La poesía como destino en la Feria del libro.
La Feria Internacional del Libro, este año dedicado al gran poeta Mateo Morrison, ha sido un templo de palabras donde la poesía brilló con luz propia, más allá de los nubarrones que se cernieron sobre la ciudad. Se trató, sin lugar a duda, de un homenaje a la sensibilidad, una fiesta de la literatura donde los poetas fueron los sacerdotes, y los lectores, los fieles. Y a pesar del asedio constante de la lluvia, la gente acudió. Con paraguas en mano, con los pies resbalando en charcos o dejando que las gotas se mezclaran con las páginas de sus libros recién adquiridos, los asistentes llegaron con una fe inquebrantable en la palabra. En gran medida, este éxito se debe a la dedicación de la ministra de Cultura, Milagros Germán, y de la escritora Ángela Hernández, quienes lograron conjugar un evento de dimensiones extraordinarias con la calidez de lo humano. No es fácil organizar un espacio donde converjan tantas voces, tantas culturas, y que, además, se convierta en un refugio para la introspección en medio del bullicio. Pero lo lograron. Y lo hicieron con una destreza que, en estos tiempos de prisas y superficialidades, es digna de aplauso. Sin embargo, si algo se quedó impregnado en mi memoria como el verdadero espíritu de esta feria, fue la poesía. No las luces, ni las multitudes, ni siquiera la organización impecable, sino los recitales poéticos, esos momentos en que la palabra dejó de ser un medio para convertirse en un fin. En ellos, los poetas locales e internacionales nos recordaron que la poesía no es solo un género literario; es un modo de habitar el mundo, de mirar lo cotidiano con ojos que lo reinventan todo. Uno de los momentos más memorables fue el recital donde participó con otros poetas, Luis García Montero. Allí, en una sala colmada de silencio, el poeta español desnudó su alma con la delicadeza de quien abre una herida sin temor a que sangre. Leyó poemas de su libro “Almudena”, dedicado a su esposa fallecida, y cada palabra resonó como un eco de su propia fragilidad. Lo escuché confesarse a través de versos que parecían cargados de plomo y, al mismo tiempo, ligeros como una pluma. Su dolor era evidente, sí, pero también su capacidad de transmutarlo en belleza, en algo que nos envolvía a todos los presentes y nos hacía partícipes de su duelo. Ver a García Montero en ese estado de vulnerabilidad fue un recordatorio de lo que significa ser poeta. No es simplemente escribir versos o buscar palabras que suenen bien juntas. Es exponerse, entregarse a los demás a través de un lenguaje que nace de las entrañas. Es una vida que no escapa al dolor, sino que lo abraza, lo transforma y, en esa transformación, encuentra sentido. Luis, con su rostro cansado pero iluminado por una sonrisa que mezclaba tristeza y gratitud, nos dio una lección de humanidad. Su poesía no era una máscara, sino un espejo donde todos podíamos reconocernos. La poesía, me quedó claro en esta feria, es un destino del que no se puede escapar. Los poetas no escriben por elección, sino por necesidad, porque no saben vivir de otro modo. Y en esa condena hay, paradójicamente, una forma de libertad. Son ellos quienes, a través de su arte, nos recuerdan que la vida está hecha de contradicciones: que el dolor puede ser hermoso, que la pérdida puede contener algo de esperanza, y que incluso en los momentos más oscuros hay luz si sabemos dónde buscarla. Pero la feria no fue solo Luis García Montero. Fue Mateo Morrison, que caminaba sobre el recinto ferial con una sonrisa de un niño recién nacido, con su voz inconfundible, y sus versos que son como ráfagas de viento fresco en un país que a veces parece asfixiarse en su propio calor. Fue también la nueva generación de poetas locales, jóvenes que llegaron con su audacia y su irreverencia, recordándonos que la poesía no tiene edad ni fronteras. Fue el público, ese ejército anónimo de lectores y oyentes, que demostró que la literatura, lejos de ser un arte moribundo, sigue siendo una necesidad humana fundamental. Al salir de la feria, me quedé con una sensación de plenitud que pocas veces se experimenta. Caminé bajo la lluvia, sin importarme mojarme, pensando en lo que había escuchado, en las palabras que todavía resonaban en mi mente. Y comprendí que la poesía, al igual que la vida, no siempre ofrece respuestas. Pero nos da algo mejor: preguntas. Y en esas preguntas, en ese deseo de entender lo incomprensible, se encuentra su verdadero poder. La Feria del Libro fue un éxito, sí. Pero más que eso, fue un recordatorio de que, en un mundo que a menudo parece perderse en lo efímero, todavía hay espacio para lo eterno. La poesía, esa forma de mirar la vida con los ojos del alma, sigue siendo necesaria. Y mientras existan ferias como esta, y poetas como Mario Bojórquez, José Mármol, Basilio Belliard, Plinio Chahín, César Zapata, Lisette Vega Purcell, Aquiles Julián, Alberto Ruy Sánchez, Luesmil Castol, Alejandro Santana y Soledad Álvarez, y otros que también tuvimos el privilegio de escuchar, el mundo no estará solo ni perdido. Hasta el próximo artículo…
La vegetariana de Han Kang.
Fue un miércoles cualquiera cuando, en la librería Cuesta, Jhonatan me extendió un libro que parecía pesado de silencio y misterio: “La vegetariana, de Han Kang”. Eran las doce del mediodía y la ciudad estaba nublada, pero con su bullicio acostumbrado. Me despedí de Jhonatan y, con el libro bajo el brazo, me dirigí al restaurante Boga Boga. Esa tarde, tenía un compromiso para la grabación del programa “Letras de café”, con Julissa como invitada; sin embargo, al recibir el plato frente a mí, antes de siquiera probar un bocado, no resistí la tentación de abrir las primeras páginas. Bastó una frase para que la prosa de Han Kang me atrapara con un ímpetu casi obsesivo. La narrativa de Kang tenía el magnetismo de lo prohibido, de aquello que, bajo su aparente sencillez, parece esconder todo un universo de complejidades y contradicciones humanas. La novela, como su protagonista Yeonghye, me cautivaba con un misterio que no parecía posible descifrar del todo. Entre un bocado y otro, mi mente trataba de conciliar la historia con mis propias reflexiones. Pero el almuerzo pasó rápido, y sin remedio, debía irme al canal, con el libro aún en mi mente. Basilio, al echarle un vistazo a la novela, sintió el mismo impulso que yo: quería llevársela (robársela) consigo, atrapado quizá por el misterio de la portada, o por ese magnetismo que las obras nuevas e inusuales suelen despertar en los que buscan entre las páginas algo más que simple entretenimiento, algo nuevo que leer. Lizamavel, en un gesto de complicidad, le ofreció con una sonrisa pedirle la novela más adelante, pero Basilio, se delató con su voz, con esa extraña reverencia, de impaciencia lectora y prometió conseguirla por su cuenta con su hijo. Esa noche, terminado el programa, regresé a casa decidido a devorar cada palabra. La novela me retuvo hasta bien entrada la madrugada. Kang había creado una obra perturbadora, una obra de capas, donde cada decisión, cada pequeño acto, cargaba un peso existencial que parecía sobrepasar las palabras mismas. La historia de Yeonghye —esa mujer que decide dejar de comer carne y, en su aparente simpleza, desata una serie de eventos imprevistos— es una exploración del derecho individual frente a las imposiciones sociales, un manifiesto en el que lo más radical no es el acto en sí, sino el espacio de libertad que este abre, un espacio en el cual los personajes —y el lector— se ven confrontados consigo mismos. Han Kang teje su narrativa como un cirujano que disecciona, con una precisión que resulta tanto estética como moral. Nos sumerge en los aspectos más oscuros de la psique humana y nos enfrenta a la alienación, al dolor de la incomprensión y a ese abismo que existe entre lo que deseamos ser y lo que terminamos siendo. En muchos aspectos, la novela recuerda a Kafka, no en el sentido de una transformación literal, sino en la manera en que los actos se vuelven absurdos al ser mirados a través de los ojos de la sociedad. Para los personajes que rodean a Yeonghye, su decisión es una locura, una excentricidad incomprensible que amenaza el orden familiar y cultural. Y el lector, atrapado en esa misma tensión, intenta hallar una lógica, una explicación racional a lo que es, en esencia, una búsqueda de libertad. El lenguaje de Kang es implacable; cada frase, corta y afilada, parece latir con una intensidad visceral. La prosa, casi clínica en su precisión, se convierte en una especie de espejo oscuro en el cual miramos nuestra propia incapacidad para comprender la otredad. Kang obliga al lector a sentir el peso de la incomodidad, a cuestionar sus propias concepciones de normalidad. Esa incomodidad es la que empuja la historia hacia adelante, como si el lector, más que desear comprender, deseara atravesar el mismo proceso de la protagonista. Pero La vegetariana no es simplemente una exploración de los límites de la psique humana; es también una meditación sobre el derecho al cuerpo propio, un derecho tan básico que, en su misma obviedad, parece revolucionario. En la sociedad que construye Kang, donde cada individuo parece estar condenado a una vida de apariencias y convenciones, el acto de Yeonghye de rechazar la carne es un grito silencioso, una subversión que estremece, que desestabiliza. Porque Han Kang no solo cuenta una historia; desafía al lector a repensar las estructuras invisibles que rigen nuestra existencia y a reconocer cuánto de nuestra vida está condicionado por expectativas ajenas. Terminada la lectura, una profunda sensación de inacabado se apoderó de mí; la historia de Yeonghye no había llegado a un final definitivo, sino que sus ecos continuaban resonando en los oscuros rincones de mi mente, planteando interrogantes que flotaban en el aire y desintegrando certezas previamente firmes. “La vegetariana” es más que una simple novela; es una experiencia que desafía lo inefable, aquello que escapa a nuestra capacidad de encasillar y racionalizar por completo. Como ocurre con las grandes obras de la literatura universal, la obra de Han Kang nos ofrece una lección profunda: el verdadero acto revolucionario consiste en ser fiel a uno mismo, aun cuando ese compromiso nos conduzca al abismo de lo desconocido y lo complejo. Con fervor renovado, espero que alguna de las editoriales presentes en la Feria Internacional del Libro tenga la valentía de llevarla a los lectores. Verdaderamente, hacía tiempo que no me sumergía en una novela tan absorbente, una que me envolviera desde la noche hasta el amanecer y me mantuviera cautivo en sus páginas, como lo hicieron en su momento, “Cien años de soledad”, “Rayuela” o “El extranjero”. Una obra que, al final, se convierte en un viaje a través de la memoria, la identidad y la búsqueda de nuestra propia verdad. Hasta el próximo artículo…
Donde empieza el hombre.
La vida es como un río que nunca cesa: fluye impetuosa, llevándonos por caminos que no siempre elegimos, arrastrándonos más allá de los límites que habíamos imaginado. Nos empuja hacia territorios inciertos, lejos de la orilla conocida, donde el horizonte se confunde con la niebla de las dudas. Así he vivido yo, como diría mi amigo Luis García Montero en uno de sus poemas, en estos últimos catorce años, atrapado en la marea de responsabilidades y silencios, sin sospechar que este alejamiento de la escritura era, en realidad, una forma de prepararme para reencontrarme conmigo mismo. Descubrí, en ese exilio íntimo, que el hombre no es lo que ha hecho, sino lo que aún está por decir. No somos la suma de logros ni derrotas pasadas, sino la búsqueda incesante de palabras y vivencias que todavía no hemos alcanzado. Y en esa búsqueda se revela nuestra esencia más profunda, porque el hombre comienza realmente en el momento en que decide escuchar su propia voz y seguirla, aunque el eco lo conduzca por senderos inciertos. El 11 de noviembre, a las cinco de la tarde, en el Salón Aida Bonnelly del Teatro Nacional, en el marco de la Feria Internacional del Libro, romperé ese silencio que me envolvió como una enredadera oscura. No será un acto de renuncia a lo vivido, sino un retorno a la palabra, a esa patria íntima donde siempre he encontrado refugio. Mi silencio no ha sido un mero intervalo, sino una pausa necesaria, un retiro más profundo que cualquier frontera geográfica. Cuando acepté el cargo diplomático a los cuarenta y ocho años, creí ingenuamente que estaba ingresando en una nueva etapa de mi vida, llena de posibilidades. Pero lo que encontré fue desarraigo: un despojo sutil, casi imperceptible, de lo que constituía mi identidad más íntima. El verdadero exilio no es la distancia física, sino la separación de uno mismo. La soledad, en esos términos, no es el silencio del entorno, sino el vacío interior que amenaza con devorarnos. Sin embargo, en medio de esa soledad fértil, la literatura se reveló como el único puente hacia mi esencia. La poesía, que en mi juventud fue un estallido visceral, regresó transformada en un aliento: en la voz serena de un hombre que ha aprendido a convivir con las cicatrices que le ha dejado el tiempo. Durante mis visitas a Buenos Aires, entre el bullicio de librerías antiguas y el perfume de páginas gastadas, hallé consuelo en las palabras de otros. Las voces de Jorge Luis Borges y Octavio Paz fueron un puente en mi deriva, iluminando los rincones oscuros de mi interior. Los versos de Paz me ofrecieron más que una compañía: me enseñaron que la poesía puede ser un refugio para quienes cargan con la nostalgia. Fue como encontrar a un amigo en una ciudad extraña, alguien que, al igual que yo, había conocido el peso del exilio y comprendido que la palabra era la única brújula válida para reencontrarse. Así, el silencio dejó de ser una cárcel y se convirtió en tierra fértil. Volví a escribir, cada palabra trazando un surco en libretas en blanco con la tinta verde de mis lapiceros. La lectura de Baudelaire, Rimbaud y Whitman dejó de ser un pasatiempo: cada poema era un espejo donde reconocía mi deseo de recuperar la voz que creía perdida. La escritura se transformó en un acto de resistencia, una afirmación de mi identidad. No era solo un oficio, sino una forma de recordarme quién era y, más importante aún, quién podía llegar a ser. Comprendí, en esos años de silencio, que el verdadero encuentro con uno mismo ocurre en la vulnerabilidad. Aceptar nuestra fragilidad no es una derrota, sino el acto más valiente. Y en esa aceptación, la palabra se convierte en un guía, en un ancla: me permite nombrar lo inefable, dar forma a los miedos y esperanzas, al amor y a la soledad que me atraviesan. Cada verso es un intento de atrapar lo efímero, de encontrar sentido en el caos que la vida impone sin previo aviso. Descubrí también que la escritura no es un acto solitario. Cada libro, cada palabra, tiende un puente hacia los demás, una invitación a compartir certezas y dudas. La verdadera literatura surge del contacto íntimo con la vida: respira a través de las experiencias más universales, pero también las más personales. Al contemplar el mar o sentir el sol en la piel, comprendí que la escritura es la forma más plena de estar en el mundo, de habitarlo y narrarlo al mismo tiempo. El 11 de noviembre, al presentar el libro “Donde empieza el hombre”, cierro un ciclo de catorce años de silencios necesarios y de batallas internas con la soledad. Este libro es el fruto de ese largo proceso, una obra que recoge mis vivencias, mis lecturas, mis luchas con la palabra. Pero más que un punto final, es una apertura hacia lo desconocido: una puerta que se abre hacia nuevas preguntas, nuevos caminos por explorar. En cada página late el testimonio de un hombre que ha aprendido a escuchar su voz y seguirla, sin miedo a perderse. He tenido la fortuna de contar con la complicidad de amigos como Plinio Chahín, Osiris Madera y Basilio Belliard, compañeros leales en este mundo literario. Pero, sobre todo, ha sido el amor constante de María Esther, mi esposa, la brújula que me ha permitido encontrar el equilibrio en medio del caos. Su presencia ha sido la luz que ha mantenido viva la llama de mi escritura, el ancla que me impidió naufragar en mis propias dudas y la voz que, al mediodía, me decía: "Publica esos libros ya". El 2025 será un año de revelaciones: libros que he escritos y guardado en un cajón y que finalmente verán la luz. Cada obra es un ladrillo más en la construcción de mi camino literario, una afirmación de que la escritura es una forma de resistencia, un acto de fe en la capacidad del ser humano para
El congelador de los tiempos.
(Poema dedicado a Cheíto) Salimos del cine, el humo gris de los bomberos dibujaba sombras en la tarde. Mi madre me llevaba de la mano, con mi ropa de los domingos, y un silencio que se estiraba entre nuestras palabras. El congelador de los tiempos me sentó en una silla telefónica, de esas que conectan al vacío. “Mira la cámara y sonríe”, me dijo. El flash quebró la quietud, abriendo grietas en la tarde moribunda, como si un rayo perforara la telaraña del tiempo. En el pequeño estudio, frente al parque Central, el congelador de los tiempos aguardaba, con un cigarrillo en la comisura de los labios, mirando con ojos que ningún hijo heredó. Sus pupilas eran relojes rotos, reflejos de un futuro que ya pasó, de vidas que sólo se repiten en retratos amarillos. Las manos del tiempo se detuvieron, esos dedos invisibles que rozan cada esquina de la memoria, y nos empujan hacia adelante, sin saber que el frío sólo preserva lo que ya ha sido, que no hay vuelta, ni un regreso a la tarde de domingo, al humo, al parque, a la risa congelada en la foto. Allí, en el cuarto pequeño, donde el aire era espeso y el silencio pesado, yo supe que el tiempo es un engaño, un cigarrillo a medio consumir en manos que no son las nuestras, un destello de luz en una cara infantil que nunca entenderá lo que perdió en ese instante. Y el congelador de los tiempos se levantó, dejó caer la colilla, y desapareció entre la niebla de los días, dejando su silla vacía, como un espacio que nadie volverá a ocupar.
Un poema a la guerra.
Volodímir Zelenski, Vladímir Putin, Joe Biden, Abdel Fattah al-Burhan, Benjamín Netanyahu, Mahmoud Abbas, Min Aung Hlaing, Rashad al-Alimi, Bashar al-Ásad, Bola Tinubu, Sahle-Work Zewde, Abiy Ahmed, Hibatullah Akhundzada. estos son los hombres de la guerra: Zelenski despierta en el fragor de una llama incesante, la tierra de Ucrania arde bajo sus pies, él es la chispa que no se apaga, el grito que atraviesa los escombros, mientras las bombas caen como relojes rotos, marcando un tiempo que no entiende de treguas. Pero su voz no viaja sola, pues en el horizonte, Putin observa desde las sombras, tejiendo con su mirada las redes del conflicto, como un dios ausente que juega con los destinos de aquellos que nunca conocerá. Joe Biden, en la distancia, con las manos llenas de tratados y promesas, mueve fichas en un tablero invisible, su voz resuena en los pasillos de la historia, prometiendo paz y guerra al mismo tiempo. ¿Es él el viento que aviva las llamas o el que intenta apagarlas desde lejos, con palabras que no logran sofocar el rugido de un mundo al borde de la fractura? En Sudán, Abdel Fattah al-Burhan mira las nubes de polvo levantarse, las ciudades se deshacen en sus manos como castillos de arena en la tormenta. Allí, en esa grieta del mundo, la guerra no es metáfora, es el hambre y la muerte que llevan el nombre de los que sufren. Netanyahu y Abbas, dos nombres en un mismo eco, el de una tierra dividida por la sangre y el sueño. Ellos se enfrentan con palabras como espadas, pero en el fondo, la herida sigue abierta, y los que mueren no son los que hablan. Min Aung Hlaing, desde Myanmar, observa el silencio impuesto por las armas, el silencio de los que no pueden alzar la voz. Su sombra se extiende sobre un pueblo que tiembla, mientras el mundo mira hacia otro lado, como si las heridas que no se ven pudieran olvidarse. Yemen arde bajo el nombre de Rashad al-Alimi, un país donde las arenas del desierto se tiñen de rojo cada día, donde el cielo se convierte en un campo de batalla y la paz es solo un sueño que se desmorona con cada explosión. Bashar al-Ásad, en Siria, es un nombre que el viento lleva cargado de polvo y muerte. Su tierra ha sido devorada por el conflicto, y el río de la historia arrastra cuerpos y gritos que se hunden en la oscuridad de la indiferencia. Bola Tinubu camina sobre las brasas de Nigeria, un país donde las voces se entrecruzan entre la esperanza y el terror, donde el futuro es una pregunta que no se atreve a responderse. Sahle-Work Zewde y Abiy Ahmed, nombres de Etiopía, se alzan en una tierra donde las heridas se multiplican. La paz se escribe en un papel frágil, y el eco de la guerra siempre está cerca, esperando su momento para volver a ser palabra. Hibatullah Akhundzada, nombre que resuena en las montañas de Afganistán, es el silencio de un pueblo que ha olvidado cómo se escucha el canto de la libertad. Él es la sombra de un régimen que oculta los sueños bajo un velo de terror. La guerra no es de ellos, pero ellos son los que la escriben. El mundo se tiende bajo su pluma, una página en blanco que se llena de sangre y polvo. ¿Nosotros, qué somos? ¿Los que miran sin intervenir, o los que avivan la chispa que podría incendiar o iluminar el final de esta historia? Y mientras sus nombres caen como piedras sobre el agua, las olas se expanden. ¿Qué queda para nosotros en este juego de sombras y humo?
Donde creció la poesía
Tuve mi primer contacto con la poesía desde muy temprana edad. Aún conservo vívidamente el recuerdo de una profesora de mi infancia en mi pueblo natal Barahona, Ana Delia, aunque su apellido se me escapa, como esas voces que se pierden en el viento, llevando consigo ecos de un tiempo en el que la inocencia y la creatividad se entrelazaban con una intensidad casi mágica. Ella, en su infinita generosidad, transformaba el aula cada viernes en un genuino santuario del arte. Era un ritual que nos prometía un escape de la rutina escolar, un aventurarse hacia la libertad que solo los versos pueden ofrecer. Nos invitaba a cantar, a declamar y a explorar la rica paleta de emociones que se esconden en las palabras. Y yo, por supuesto, elegía la poesía. Hay algo en ella que resuena con los hilos más profundos de nuestra humanidad, una capacidad extraordinaria para evocar sentimientos y recuerdos inmediatos. En esos momentos, las letras cobraban vida ante mis ojos, y cada verso que recitaba se convertía en un puente hacia un mundo lleno de matices y sensaciones. La poesía, en esos días, no solo era un ejercicio del lenguaje en la escuela; era una revelación. Me ofrecía un espacio donde podía ser yo mismo, un lugar donde la vulnerabilidad y la fortaleza se daban la mano, y donde cada letra, cada estrofa, se antojaba como un reflejo de mis pensamientos más íntimos. Gracias a Ana Delia, comencé a vislumbrar a mirar un universo que todavía estaba por descubrir, uno donde las palabras podían acariciar el alma, desafiar a la razón y abrir las puertas a innumerables posibilidades. Fue así como, en una pequeña aula de mi pueblo, creció la semilla de lo que más tarde se convertiría en mi pasión por la poesía. En uno de esos días especialmente mágicos, en honor al Día de las Madres, me pidió que recitara unos versos que, a pesar del tiempo, aún resuenan en mi memoria. Las palabras eran: “Los zapatitos me aprietan, Las medias me dan calor, El beso que me dio mi madre, Lo llevo en el corazón.” Fue ese momento en mi vida infantil un instante de revelación, un primer destello de lo que la poesía iba a significar para mí. No recuerdo quién escribió esos versos, pero sí lo tengo presente que los memoricé para declamarlos frente a todos mis compañeros de aula. Ese pequeño poema, así como aquel día, nunca se han borrado de mi memoria. Con el paso del tiempo, escribí mi primer poema a la tierna edad de diecisiete años, y desde aquel simple verso recitado en la escuela, la poesía empezó a cobrar una importancia creciente en mi vida. Cuando publiqué mi primer libro de poesía, “Mujeres”, en los noventa, descubrí algo fascinante: aunque la poesía brota de lo más íntimo del poeta, jamás se edifica en soledad. Es, en realidad, un diálogo constante, un intercambio infinito con las voces que nos han precedido. Estas voces, a menudo lejanas y casi siempre invisibles, han moldeado nuestro lenguaje, nuestras percepciones y, en última instancia, nuestra visión del mundo. En mi experiencia, la poesía se ha configurado como una constelación de influencias, un diálogo incesante con poetas que, de alguna manera, han dejado una huella imborrable en cada verso que he escrito. Walt Whitman fue el primero en atraparme. Su capacidad para condensar la vastedad del universo en un solo verso me resultó fascinante. Descubrí en él una poesía que no se quedaba en el reflejo del yo, sino que se lanzaba con fuerza hacia el mundo exterior: la naturaleza, las ciudades, las multitudes. Whitman me enseñó a mirar hacia afuera, a comprender que el poeta es un cronista de lo universal, y que su misión es capturar la totalidad de la experiencia humana, por eso después que leí a ese poeta no he vuelto a ver a New York igual. Desde entonces, he intentado entrelazar lo íntimo con lo colectivo en mis propios versos, unir lo personal con lo vasto, como ríos que inevitablemente desembocan en el mismo mar Caribe. Con Ezra Pound aprendí una lección distinta: el valor de la concisión. Mientras Whitman se expandía hacia lo ilimitado, Pound, con una precisión quirúrgica, despojaba al poema de lo innecesario, refinando cada palabra hasta convertirla en una joya precisa. Me mostró que la belleza de un poema no reside solo en lo que se dice, sino también en lo que se sugiere, en ese espacio entre las palabras que espera ser descubierto. Esa tensión entre la expansión whitmaniana y la brevedad de Pound me ha dejado en un estado constante de búsqueda, oscilando entre la vastedad y la esencia. Federico García Lorca, por su parte, me reveló la música de la poesía. Con él entendí que un poema no solo se lee: se escucha, se siente en la piel. Lorca me enseñó que las palabras son notas de una melodía, y que un poema debe ser capaz de envolver al lector como una canción que se lleva en el cuerpo mucho después de haberla escuchado. El ritmo y el sonido de los versos se volvieron para mí tan importantes como su significado. Charles Baudelaire, en cambio, me enseñó a no temer la oscuridad. Con él descubrí que la poesía no siempre debe ser un refugio de belleza, sino también un espejo para lo grotesco, lo inquietante. Me mostró que, en los rincones más oscuros de nuestra naturaleza humana, también hay poesía, y que no debemos eludir esas zonas sombrías, pues allí también se encuentra la verdad. En la poesía de la experiencia hallé otros maestros: Luis García Montero, Jaime Gil de Biedma, Robert Frost. De ellos aprendí que lo cotidiano encierra lo universal, y que los detalles más pequeños de la vida pueden contener verdades que nos trascienden a todos. Me enseñaron a detenerme, a observar y a encontrar en lo más trivial aquello que realmente importa. José Lezama Lima me mostró que escribir poesía es una batalla
Diario de un Embajador en Paraguay.
Primer día,19 de enero 2011 Hoy aterrizamos en Paraguay Silvio Pettirossi, a la siete de la mañana, mi esposa y yo, después de un vuelo que se extendió en el tiempo, pesado, como si las horas cargaran el peso invisible de las expectativas. Sentí que cada minuto que pasaba en el aire no era más que una acumulación de silencios, de pensamientos reprimidos, de preguntas que se negaban a formularse. Desde la ventanilla del avión, el verde infinito del paisaje empezaba a revelarse, interrumpido solo por el trazo incierto de las calles de Asunción. La ciudad, al principio, me pareció desordenada, un rompecabezas que nadie se había molestado en terminar, donde las piezas se mezclaban sin prisa ni lógica. Pero luego, al observar con más detenimiento, esa mezcla entre lo nuevo y lo viejo, lo ordenado y lo caótico, se presentó ante mis ojos como una metáfora clara de lo que está por venir. Quizás nuestra estancia aquí también estaría marcada por esa misma dualidad. No sabía qué esperar de esta tierra, y eso, en cierta forma, me inquietaba. Nunca había sido un hombre que dejara demasiadas cosas al azar. El diplomático, como el militar, debe anticipar, prever, controlar, y aquí no podía controlar nada. La cultura, las costumbres, incluso la lengua, me parecían barreras sutiles pero firmes. Había intentado, antes de partir, imaginar cómo sería Paraguay. Había hojeado libros, leído informes. Pero todo eso era como si hubiera tratado de palpar una niebla espesa; cuanto más me esforzaba, más resbaladizas se volvían las ideas. Mi esposa permanecía a mi lado, inquieta pero sonriente. Quizás, pensé, ella lo tomaría todo con mayor naturalidad que yo. Tal vez se dejaría llevar por esta nueva experiencia con más soltura, sin tantas preguntas, sin esa ansia de querer entenderlo todo antes de siquiera vivirlo. Ella, al menos, tenía una fe que a veces yo envidiaba. Mis únicos contactos aquí eran formales, impersonales. Había intercambiado correos con la secretaria de la embajada, una mujer de eficiencia impecable, pero distante, tan distante que no hubiera sabido decir si era joven o mayor, si tenía familia o vivía sola. Luego estaba la cónsul honoraria, aquella voz que una vez oí por teléfono, cargada de sabiduría, de una especie de serenidad que solo dan los años de vivir en un lugar. Sin embargo, al colgar aquel día, lo que más recordé fue una sutil sensación de soledad en su tono, como si el peso de los años en Paraguay hubiera dejado una marca silenciosa. Me pregunté entonces si yo también sentiría esa soledad, si al pasar el tiempo como embajador en Paraguay me transformaría, me aislaría de mis raíces como a ella. El aire cálido pero extraño, nos recibió con un abrazo espeso cuando bajamos del avión de Avianca. Fue una bienvenida tangible, casi física, que me recordó que ya estábamos en un lugar ajeno al mío, sin mar, solo rodeado de tierra, y partir de ese momento, todo lo que hiciéramos sería en función de este nuevo clima, de esta nueva geografía. La humedad parecía colarse en los pensamientos, como si la misma atmósfera ralentizara nuestras acciones, haciéndonos conscientes de cada paso, de cada respiración. Observé a las personas en el aeropuerto, los rostros que pasaban junto a nosotros, cargados de sus propias historias, de sus propias maletas. Me pregunté cuántos de ellos habrían llegado alguna vez como nosotros, con incertidumbre, con esa mezcla extraña de ilusión y temor que se siente cuando uno se lanza a lo desconocido. ¿Y cuántos de ellos, después de años, habrían hecho de este país su hogar? ¿O cuántos, tal vez, habrían fracasado en el intento, regresando a sus tierras natales con las maletas llenas de una desilusión que ni siquiera podían verbalizar? La espera de las maletas se hizo eterna, pero no me importó. Aproveché ese tiempo para reflexionar sobre lo que vendría. No solo tenía que cumplir con mis obligaciones diplomáticas; esa era la parte sencilla, la que podía controlar. Lo verdaderamente complicado sería encontrar mi lugar aquí, entender un país que aún no comprendía y que tal vez nunca llegaría a comprender del todo. La primera reunión en la embajada estaba programada para la tarde, pero no me preocupaba. Lo que me inquietaba era otra cosa: cómo sería caminar por las calles de Asunción por primera vez, con los ojos de un extranjero, de alguien que busca captar el alma de una ciudad que se resiste a ser descifrada. Cuando finalmente salimos del aeropuerto, con las maletas a cuestas y el corazón pesado por la incertidumbre, supe que este viaje sería mucho más profundo que cualquier vuelo transatlántico. No estábamos aquí solo por un destino profesional, sino por algo más. Una inmersión completa en una realidad que nos transformaría, nos pondría a prueba, nos haría cuestionar quiénes éramos antes de llegar aquí, y quiénes seríamos cuando llegara el momento de partir. Paraguay 19 de enero 2011
Basilio Belliard y Kafka
Ir a la Zona Colonial se ha vuelto para mí, al igual que para muchos, un sacrificio que implica una mezcla de nostalgia y obligación. Sin embargo, aquella tarde la ocasión lo justificaba con creces. Mi buen amigo Basilio Belliard, poeta y pensador profundo, se disponía a ofrecer una conferencia sobre uno de los autores más enigmáticos de la literatura universal: Franz Kafka. La conexión entre Belliard y Kafka, aunque inesperada a primera vista, parecía tener una resonancia íntima, casi como si ambos compartieran un diálogo silencioso a través de los tiempos. Mi inquietud inicial por la densa atmósfera kafkiana se vio apaciguada por la expectativa de escuchar a Basilio. El salón comenzó a llenarse lentamente de amigos, escritores, estudiantes y algunos curiosos, todos convocados por el atractivo magnético del autor checo. Kafka no es de esos autores que se pasan por alto. Su sombra se proyecta sobre la literatura contemporánea como una presencia inevitable, un espectro cuya mano invisible moldea el lenguaje, el pensamiento y el sentido mismo de lo que significa existir en un mundo absurdo. Aquella tarde, el ambiente parecía cargado de esa misma energía; como si el alma de Kafka estuviera presente en cada esquina del salón. Esa noche la tertulia de la librería Cuesta se había trasladado ahí. Debo confesar, no sin cierto rubor, que Kafka no había sido nunca uno de mis autores predilectos. Su narrativa, impregnada de angustia existencial, instituciones ininteligibles y desolación, siempre me había resultado algo impenetrable, como una fortaleza a la que no lograba encontrarle la puerta de entrada. Pero algo cambió esa tarde. Fue la claridad con la que Basilio Belliard abordó los laberintos kafkianos lo que, de repente, me hizo abrir los ojos. Con una voz pausada pero firme, y una pasión evidente en cada palabra, Belliard logró iluminar lo que antes se me antojaba oscuro. Me sentí, de pronto, urgido a redescubrir a Kafka, a desandar los pasos y adentrarme nuevamente en sus territorios extraños. Plinio Chahín, perpetuamente agudo y mordaz en su observación, percibió mi despertar con una celeridad que solo él podía manifestar. Con su característica habilidad para recomendar libros en el momento preciso, me instó a que considerara la adquisición de las “obras completas” de Kafka, que, sorprendentemente, habían experimentado una caída en su precio—una astucia que remite, sin duda, a sus orígenes árabes. No tardé en acoger su consejo. Así, el impulso por reconciliarme con el gran autor praguense se convirtió en una necesidad ineludible, como si el destino mismo me empujara hacia sus páginas, anhelando redescubrir aquellas laberínticas profundidades que habían dejado una huella indeleble en mi juventud literaria. Nada menos que un llamado de regreso a la esencia de la condición humana, las obras de Kafka emergen como una breve luz en la penumbra del entendimiento, donde el sufrimiento y el absurdo no se presentan solo como temas literarios, sino como un reflejos de nuestra propia existencia. La invitación a este redescubrimiento no es solo una cuestión de lectura, sino un viaje a través de los laberintos de la mente, una búsqueda sin fin, donde cada página se convierte en un espejo que refleja la complejidad de nuestras ansias y temores. Kafka es, sin duda, un autor cuya lectura exige paciencia y entrega. No es un placer inmediato ni mucho menos superficial. Su prosa, aparentemente sencilla, esconde una profundidad filosófica que abruma. Nos habla de seres humanos enfrentados a fuerzas más allá de su comprensión: máquinas burocráticas, sistemas opacos, reglas arbitrarias que parecen burlarse de la razón y la lógica. En este sentido, Kafka es el cronista de la alienación moderna, de esa desesperación que surge cuando el individuo se encuentra frente a instituciones que lo aplastan, lo reducen y, en última instancia, lo anulan. Basilio Belliard comprendió esto con una claridad asombrosa. Desde su primera alusión a “La metamorfosis”, uno de los relatos más icónicos de Kafka, trazó el paralelismo entre la transformación física de Gregorio Samsa y la alienación existencial que todos sufrimos en algún momento de nuestras vidas. Al igual que Samsa, somos a menudo criaturas atrapadas en una piel ajena, desconcertados por un entorno que no nos reconoce ni nos entiende. Samsa, convertido en un insecto monstruoso, es el símbolo perfecto de nuestra incomodidad en un mundo que se ha vuelto extraño e inhóspito. Otro punto central de la conferencia fue la obra “El proceso”. Belliard capturó la esencia de Josef K., un hombre que se enfrenta a un sistema judicial impenetrable, arrestado por un crimen que desconoce. La genialidad de Kafka, subrayada por el poeta dominicano, radica en la universalidad de esta experiencia: todos somos, de alguna manera, Josef K., atrapados en sistemas cuyo funcionamiento nos es ajeno, donde las reglas cambian sin previo aviso y el juicio es inevitable, aunque el delito nunca se nos revele. Belliard también destacó la importancia de “El castillo”, donde Kafka lleva la idea del poder inalcanzable a su máxima expresión. El agrimensor K., en su lucha por acceder al castillo que gobierna la aldea, se enfrenta a una burocracia infinita, un laberinto administrativo que le niega cualquier avance. Es, en muchos sentidos, la metáfora perfecta de la lucha humana contra un poder invisible, impenetrable e incomprensible. En las palabras de Belliard, quedó claro que Kafka, más allá de su pesimismo, nos confronta con una verdad esencial: la vida misma es un constante intento de acceder a un “castillo” que siempre parece estar fuera de nuestro alcance. Lo que más me sorprendió durante la conferencia fue la habilidad de Belliard para entrelazar la angustia personal de Kafka con su obra literaria. La compleja relación que Kafka mantuvo con su padre, ese permanente sentimiento de opresión y minuciosidad que lo acompañó a lo largo de su vida constituyó un tema recurrente en sus escritos. En su “Carta al padre”, Kafka desnudó su alma, revelando la inmensa sombra que la figura paterna proyectaba sobre su existencia. Esta relación, tensa y asfixiante, sirvió de trasfondo para muchos de los conflictos que sus
Los embajadores influencer.
Desde tiempos inmemoriales, la figura del embajador ha estado envuelta en un aura de misterio, discreción y ceremonia. No era simplemente un emisario que cargaba consigo mensajes de un monarca a otro; era, más bien, un actor silencioso en la trama del poder, una sombra que atravesaba cortes extranjeras con la destreza de quien entiende que cada palabra, cada gesto y cada silencio tiene el peso del destino. En un mundo donde las palabras cruzaban océanos montadas en carretas de viento y marea, y los pactos y alianzas se fraguaban en la penumbra de intrincados códigos, el embajador era un maestro del equilibrio, un escultor del devenir internacional. No pronunciaba discursos públicos, pero susurros en los oídos adecuados podían decidir la paz o desatar guerras. Era, sin duda, un artista de lo invisible. Ser embajador no solo implicaba un título de prestigio, sino una responsabilidad colosal. Las palabras que cruzaban sus labios no eran improvisadas; eran cuidadosamente seleccionadas y pesadas como si de armas se tratara, capaces de inclinar la balanza de las relaciones entre naciones. En la discreción radicaba su poder, y en el arte de leer entre líneas su verdadera habilidad. El mensaje, más que las palabras, era el subtexto. Ser embajador era un oficio de sutilezas. Aquella diplomacia de antaño era lenta, deliberada y profundamente reflexiva. Los mensajes podían tardar semanas en llegar, pero cuando lo hacían, su contenido estaba minuciosamente estructurado, cargado de significados que debían ser interpretados con extremo cuidado. Nada era casual. Los embajadores se movían en escenarios donde lo no dicho tenía, muchas veces, más peso que lo pronunciado, y la capacidad de tejer acuerdos residía en las pausas, en los gestos que solo un ojo entrenado podía interpretar. Era un juego de sombras, donde la penumbra ofrecía más claridad que la luz del día. Sin embargo, el mundo ha cambiado. La tecnología ha barrido con los antiguos ritmos pausados y ha impuesto una nueva realidad: la de la inmediatez. Hoy, la información viaja más rápido que el pensamiento, y los embajadores, aquellos guardianes de los secretos de Estado, se enfrentan a un desafío que pocos de sus predecesores habrían imaginado: la hiperconectividad de las redes sociales, la diplomacia del Chat. Los diplomáticos, una vez entrenados para operar en la discreción, ahora se ven inmersos en un escenario de exposición pública. Ante este nuevo panorama, surge una pregunta inevitable: ¿debería el embajador, aquel maestro de los silencios, convertirse en una suerte de “influencer” digital? Para los puristas, la sola idea es poco menos que una herejía. La diplomacia, tal como la conocemos, ha sido siempre el reino de lo sutil, de lo no dicho, del arte de tejer acuerdos en la penumbra. Pero el mundo actual exige adaptaciones. Los embajadores, aquellos emisarios entrenados para moverse en oscuros salones de mármol, deben ahora operar también en la luminosidad pública que ofrecen las redes sociales. Ya no basta con hablar en secreto ante los poderosos; el embajador contemporáneo debe, en ocasiones, dirigirse a las masas, proyectar la imagen de su país no solo ante gobiernos extranjeros, sino ante millones de ciudadanos en tiempo real. En este nuevo juego, la comunicación ha cambiado. Las palabras no solo deben ser cuidadosas, sino también rápidas. Las redes sociales ofrecen un campo de acción inédito, donde un diplomático que sepa dominar las herramientas digitales puede influir no solo en las cancillerías extranjeras, sino también en la opinión pública global. Pero el riesgo es evidente: la inmediatez no debe reemplazar la profundidad, y lo efímero no puede suplantar lo esencial. Porque, aunque un tuit pueda abrir un debate, un susurro en el oído adecuado puede sellar la paz. Es cierto que la tentación de convertirse en una figura pública más accesible es poderosa. Un embajador con miles de seguidores en Twitter, o con una cuenta de Instagram que acumula “likes” puede ser visto como un éxito moderno de la diplomacia pública. Sin embargo, la esencia de la diplomacia, ese arte que ha perdurado por siglos, no se construye en la superficie, sino en las profundidades. Los grandes acuerdos, aquellos que cambian el curso de la historia, no se negocian en el escenario público de las redes sociales, sino en la discreción de las oficinas, donde el tiempo y la paciencia son las verdaderas armas del poder. El embajador, por tanto, sigue siendo un maestro en el arte de navegar entre dos mundos. Uno, el tradicional, exige discreción, paciencia y una comprensión profunda del poder de los silencios. El otro, el moderno, demanda velocidad, transparencia y la capacidad de conectarse de manera inmediata con el público. El reto radica en equilibrar ambos. Porque la tradición, lejos de ser una reliquia, sigue siendo el cimiento sobre el que se construye la diplomacia moderna. No obstante, las redes sociales también ofrecen oportunidades inéditas para los diplomáticos. Un embajador con habilidad para manejar estas herramientas puede no solo explicar la posición de su país ante el mundo en un lenguaje accesible, sino también construir puentes de comunicación directa con audiencias que de otro modo estarían fuera de su alcance. En tiempos de crisis, la rapidez con que se transmite un mensaje puede ser crucial. Y es que la diplomacia moderna no puede darse el lujo de ignorar las herramientas que el mundo digital ofrece. Pero siempre debe tener presente que estas herramientas son un complemento, no un sustituto. La verdadera diplomacia sigue ocurriendo en la penumbra. Allí, en las conversaciones discretas, donde las palabras no pronunciadas tienen más peso que las dichas, se teje el verdadero poder. Y aunque el embajador moderno debe moverse con soltura en el mundo digital, nunca debe perder de vista su misión principal: ser el guardián de los intereses de su país a largo plazo. Porque, al final, la diplomacia, como el buen arte, requiere paciencia, reflexión, discreción, y sobre todo, la capacidad de influir. El embajador que logre equilibrar las demandas de la modernidad con los valores tradicionales será el verdadero maestro de la diplomacia contemporánea. En