Bogotá — En el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2025, uno de los encuentros literarios más relevantes de América Latina, el escritor y diplomático dominicano Marino Berigüete presentó su nuevo poemario, Tras la puerta, una obra escrita durante su servicio como embajador en Paraguay y que refleja, con intensidad poética, las tensiones internas de la distancia, la identidad y el desarraigo. La presentación tuvo lugar en el pabellón dedicado a los escritores españoles, bajo el auspicio del grupo editorial Sial Pigmalión. La obra fue introducida por el profesor universitario Jesús María Paz, quien destacó la solidez de la propuesta lírica de Berigüete y su cercanía a la tradición filosófica y estética de grandes figuras de la literatura hispánica. Según Paz, Tras la puerta no es sólo un conjunto de poemas, sino una secuencia emocional y narrativa que invita a un viaje introspectivo sobre el ser y su circunstancia. “El poemario nos sitúa frente a la puerta como frontera simbólica entre el yo interior y el mundo exterior, entre lo que dejamos atrás y lo que estamos obligados a enfrentar”, afirmó el académico durante su intervención. El acto contó con una amplia representación del cuerpo diplomático dominicano acreditado en Colombia. Estuvieron presentes el ministro consejero Ramón Selimán, la consejera Diana Ureña y la escritora y vicecónsul Martina Soriano, en representación del Consulado General de la República Dominicana. También asistieron ciudadanos dominicanos residentes en Colombia y varios escritores invitados, entre ellos el dominicano Plinio Chahín, el colombiano William Ospina, así como JotaMario y Carlos Vásquez. Durante su discurso de agradecimiento, Marino Berigüete subrayó la importancia del acompañamiento institucional que ha recibido por parte de la embajada dominicana. Reflexionó también sobre el proceso creativo del libro, que calificó como una “conversación poética con uno mismo” en medio de la soledad diplomática. “Tras la puerta es un intento de entender lo que ocurre en el alma cuando uno se encuentra lejos de sus afectos, de su lengua cotidiana, de su tierra. Cada poema es una forma de resistencia íntima frente al olvido, una manera de seguir habitando el mundo sin perderse”, expresó el autor. La participación de Berigüete en la FILBo 2025 refuerza la visibilidad de las letras dominicanas en los espacios internacionales y abre paso a nuevas conexiones entre la literatura caribeña y el público latinoamericano. La obra estará disponible en ediciones impresas y digitales, distribuidas por Sial Pigmalión, con circulación prevista tanto en América Latina como en España. Tras la puerta se inscribe en una línea de poesía reflexiva, con un lenguaje depurado y contenido, donde la experiencia personal adquiere un tono universal. Una propuesta que pone en primer plano al sujeto desplazado, al creador migrante, que escribe no desde el exilio físico sino desde un espacio emocional donde las palabras funcionan como anclas, como refugio y como acto de afirmación.
Un universo narrativo llamado Mario Vargas Llosa.
Lo vi tres veces en mi vida. La primera, incluso antes de que nuestras miradas se cruzaran, ya lo admiraba desde la distancia, en el resplandor de sus palabras que alcanzaban hasta mí como un eco lejano, un murmullo sagrado que resonaba en los abismos de mi ser. Sentía su presencia en cada página, en cada línea leída; como si un aire de su escritura me envolviera, transportándome a mundos remotos, a realidades diversas y, en ocasiones, olvidadas. Recordé bien la primera vez que lo encontré. Fue un encuentro impulsado no solo por la curiosidad, sino por la ineludible necesidad de acercarme a la fuente de tanta inspiración. Desde hacía años, había sido un devoto silencioso de su obra, atesorando sus libros como reliquias que iluminaban mi camino. En mi juventud, en aquel pueblo del sur de mi país, cada libro se erguía ante mí como una promesa de mundos por descubrir, un pasaporte a nuevas experiencias que desafiaban la monótona rutina del día a día. A finales de los años noventa, en los círculos que orbitaban el poder dominicano, flotaba un rumor que me envolvía, que aceleraba mis latidos: Mario Vargas Llosa estaba escribiendo una novela sobre Trujillo. Ese susurro se propagó de boca en boca, impregnando el aire de una expectación casi religiosa, una creencia compartida convertida en ritual. Cuando finalmente se publicó, “La fiesta del Chivo” se alzó como una revelación. La palabra impresa se transformó en un acto de resistencia, un acto de memoria que rescataba de las sombras aquellos eventos que algunos políticos que gravitaban todavía desde la época de la dictadura intentaban olvidar. La leí como quien se atreve a cruzar un umbral prohibido, consciente de que el contenido de esas páginas no sería fácil de digerir. No era mera ficción; era historia desenterrada, un espejo que reflejaba tanto lo más oscuro como lo más brillante de nuestro país. Un lugar que, a pesar de lo que el poeta Pedro Mir proclamaba sobre su ubicación en el mismo trayecto del sol, ocultaba bajo las piedras relatos que prefería no revelar. Mario Vargas Llosa, con su brillantez literaria, traía a la luz esas verdades ocultas. En esos pasajes, la memoria se convertía en un ejercicio de dolor, pero también en un acto de revelación; cada letra exponía la incomodidad de verdades que arden y que nos confrontan con un pasado que, a pesar de nuestro anhelo de ignorarlo, persiste y resuena en el presente. El acto de leer se transformó en un viaje tumultuoso, una exploración a través de los meandros de una dictadura insidiosa y su impacto en la sociedad. La prosa de Vargas Llosa se convirtió en mi guía, ofreciéndome no solo una narrativa, sino también un análisis profundo de lo que significa vivir en un país marcado por el miedo y la opresión. Así, cada relectura de aquella obra se convirtió en un acto de reivindicación, un recordatorio de que la memoria, aunque dolorosa, se erige como un baluarte contra el olvido. Recuerdo haber comprado el libro en la Casa del Libro de Madrid. Lo abrí esa misma noche, como si tuviera prisa, y lo leí en silencio. No lo devoré: lo habité. Avanzaba con la sensación de estar frente a una obra total, de esas que no solo narran, sino que construyen conciencia. Me envolvía una mezcla de vértigo y lucidez. La dictadura, que solo conocía de oídas, adquiría un espesor trágico. El lenguaje no era un adorno: era un bisturí. Desde entonces, supe que esa novela se volvería un referente ineludible en la literatura de nuestro continente. La segunda vez que lo vi fue en la Librería Cuesta, en Santo Domingo. Firmaba ejemplares de “Tiempos recios”. Me acerqué sin palabras preparadas. Él escribía con rapidez, casi con impaciencia. Cuando llegó mi turno, apenas logré pronunciar un “gracias” que me pareció pequeño, insuficiente. Él no alzó la vista, pero ese gesto no fue desdén: fue el ritual de quien lleva años conviviendo con multitudes. Esa brevedad, ese instante sin solemnidad, quedó inscrito en mi memoria como una ceremonia mínima. A veces, un silencio compartido dice más que un discurso elocuente. La tercera vez que lo vi, resultó más improbable, y por ello más significativa. En el Café Gijón de Madrid. Estaba solo. O al menos, eso parecía. Me acerqué, lo saludé con la reserva propia de quienes se encuentran frente a sus maestros. Me respondió con una sonrisa breve, escueta, pero cálida. No hubo palabras. No las necesitábamos. Esa sonrisa —leve como una confesión— bastó para fijar el momento. Lo vi entonces no como al autor consagrado, sino como a un hombre atravesado por la vida, por el tiempo, por los libros. Fue un instante suspendido. Y fue suficiente. No lo conocí como se conoce a los amigos. Lo conocí como se conoce a los escritores: a través de sus libros, sus ideas, sus contradicciones, sus silencios. A través del rastro que deja en el idioma y del diálogo que sus novelas establecen con el tiempo y con nosotros. Hablar de Mario Vargas Llosa es evocar muchas figuras en una: el narrador tenaz, el ensayista lúcido, el polemista incansable, el ciudadano libre. Todas esas máscaras cohabitan en su ser. Y ninguna anula a las otras. Si tuviera que situarlo en la historia de la literatura, no lo colocaría en un pedestal fijo. Lo ubicaría en una intersección: en ese lugar donde se cruzan la técnica y la pasión, la ética y la forma, el orden y la rebelión. Vargas Llosa escribió desde una convicción: la novela no es un ornamento cultural, es una necesidad vital. Su literatura fue hija de Flaubert, pero también nieta de Víctor Hugo. De Flaubert tomó la obsesión por la precisión, el culto al lenguaje exacto, la idea de que escribir es trabajo arduo. De Hugo, heredó el impulso de intervenir, de pensar la historia desde la ficción, de convertir la novela en una tribuna que no excluye la belleza. Su carrera comenzó con una detonación.
Los asesores presidenciables del hoy.
He sido asesor en varias campañas electorales, de esas que ya no se fabrican, como los trajes a la medida o los viejos vinilos: piezas de artesanía que ahora parecerían ridículas en un escaparate moderno. Vengo de la vieja escuela norteamericana, donde un asesor era, más que un hombre, una sombra. Una lealtad sin fotografía. Una voz detrás de la voz. Antes, estar cerca del poder no era un trampolín para la celebridad, sino una condena voluntaria al anonimato. No había selfies, no había cuentas verificadas, no había risas estúpidas encima de una capota de un vehículo en campaña. Uno asesoraba, y eso era todo: se jugaba la piel sin esperar el aplauso. Se vivía de la estrategia, no del espectáculo. Hoy los asesores se han puesto modernos. Publican libros a los tres meses de perder una elección, dan conferencias para explicar sus derrotas como si fueran victorias épicas y tuitean frases motivacionales que suenan como etiquetas de té barato. No buscan cambiar países: buscan cambiar de auto, de país, de trending topic. Yo no. Y prefiero seguir así. Yo prefiero seguir escribiendo en los márgenes, cuidando que nadie me nombre, que nadie me célebre. Prefiero el silencio de las noches de planificación, ese sabor agrio y dulce de saber que, aunque el mundo nunca lo sepa, una idea tuya pudo torcer la historia un milímetro hacia el lado correcto. Es mejor así: que el éxito sea del otro. Que la luz sea del candidato. Que el país ni siquiera sospeche quién movió las piezas. La política de hoy tiene demasiados asesores que quieren ser más importantes que el presidente, más famosos que el escudo de la República. Hay más discursos para Instagram que para la Historia. Y claro, eso vende. Eso hace reír. Eso emociona a un país agotado de pensar. Pero yo sigo creyendo en otra política: la de los hombres grises que saben construir sin posar. La de los que entienden que no se gobierna para ganar aplausos, sino para resistir en la tormenta. Así que aquí estoy, en la sombra. Sin primeras planas. Sin editoriales aduladores. Sin likes. Solo con una vieja convicción que me arrullo como un amuleto: se sirve mejor al país cuando uno está dispuesto a no figurar.
Soy un Tsundoku (a media, pero estoy en tratamiento)
No lo vi venir. Llegué al país con una maleta y una lista breve de libros por leer. Ahora tengo más de trece mil. Según mis hijas, no es una biblioteca: es un cementerio de papel donde los libros van a morir Ya tenía un pie adentro del vicio, no voy a mentir. Pero fue conocer a esos dos poetas y rendirme sin lucha a la enfermedad: el Tsundoku. Para quien no lo sepa, es ese impulso casi místico de comprar libros que uno jura que leerá algún día. Acumularlos como si el apocalipsis viniera en forma de silencio. Me contagiaron sin aviso. Uno es sabueso clásico: cuando llega un lote nuevo a Cuesta, se lanza como perro que ya olió el hueso. Ni los hojea. Los saca por puro placer táctil, como si fueran frutas prohibidas. El otro… es un caso clínico. Compra libros que ya tiene. Porque la edición cambia. Porque uno trae prólogo, otro no. Porque aquel tiene la letra más grande, o el papel más grueso. Tiene tres, cinco versiones del mismo título. Lo he visto emocionarse con el olor de la tinta. Es un gran lector, sí, pero más que nada, coleccionista de excusas. Y yo caí. Fui cayendo. Feria del libro en México. Mi visita a las librerías en Bogotá. El frenesí. Las bolsas. Los paquetes más pesados que la culpa. Este fin de semana, mientras intentaba poner orden para convencer (en vano) a mi mujer de que “ya paré”, hice cuentas: compré más de mil quinientos libros en unos meses. A ese ritmo, necesito cinco años sin leer nada nuevo para ponerme al día. Ni tweets. Respiré hondo. Tomé una decisión: no compro más libros. Ya estuvo. Solo los premios Nobel. Y los tomos tres, cuatro y cinco de los artículos de Vargas Llosa, que no me los puedo perder. Pero fuera de eso, cierro el Tsundoku con candado. Que se aguante. Escribo esto como quien deja de fumar. Para que haya testigos. Para que, si me ven otra vez saliendo de Cuesta con una bolsa, me frenen y digan: “¿No que estabas limpio?”. Tal vez recaiga. Tal vez me vean un día con cinco libros en la mano diciendo: “Este ya lo tengo, pero no con esta portada”. Pero hoy, estoy firme. Soy un Tsundoku. Pero estoy en tratamiento. Mas o menos.
Muerte de Mario Vargas Llosa, el último del Boom
“Una vida dedicada a la escritura” Hoy, 13 de abril de 2025, ha muerto Mario Vargas Llosa. Con él se apaga la última voz viva del Boom latinoamericano. Se cierra un ciclo que marcó con tinta indeleble la literatura de nuestro continente. García Márquez, Cortázar, Fuentes… y ahora él. El último en pie. El más persistente. El más político, el más polémico, el más perfeccionista en su oficio. Y también, para muchos de nosotros, el más didáctico. Con La ciudad y los perros, nos enseñó que la narrativa podía ser estructura, técnica, estrategia, ritmo y ruptura. Aprendimos a leerlo no solo como lectores, sino como aprendices. Cada novela era una clase magistral de construcción narrativa. Vargas Llosa no escribía por escribir. Su literatura era, en esencia, una ingeniería de la palabra. Con él se aprendía a narrar, a esculpir la realidad, a disputar el poder con la imaginación y el lenguaje. Las letras se visten de luto. No es un decir. Hoy es literal: la literatura latinoamericana ha perdido a uno de sus más grandes artesanos. Y aunque sus libros seguirán ahí, orbitando nuestras bibliotecas, nuestras universidades, nuestras vidas lectoras, ya no habrá más entrevistas suyas, más columnas en El País, más frases punzantes ni polémicas encendidas. Porque Vargas Llosa no solo fue novelista: fue intelectual en el sentido más exigente del término. Un cronista de su tiempo. Un polemista incansable. Un defensor, a veces terco y casi siempre feroz, de sus ideas. En sus artículos, desplegaba una agudeza pocas veces vista. Analizaba con precisión quirúrgica la política, la cultura, la moral, los abusos del poder, los errores de la izquierda y de la derecha. Era un testigo incómodo. Y quizás por eso lo admirábamos más: porque decía lo que pensaba, incluso cuando no nos gustaba. Porque no se dejó domesticar por ninguna tribu. Porque se atrevía a estar solo, si era necesario. Pero también fue un hombre cercano, discreto. En este país del Caribe —la República Dominicana— lo sabíamos. Pasaba navidades aquí, lejos del ruido y los flashes. Sin protocolos, sin entrevistas, sin escándalos. Solo, o acompañado de los suyos, caminando por las playas o leyendo en silencio. Era su forma de estar presente sin exhibirse. Y aquí se le quería. Se le respetaba. Muchos lo veíamos como un visitante ilustre que, sin buscarlo, se volvió parte de nuestras memorias colectivas. Al enterarme de su muerte, he sentido un golpe seco. No solo porque ha muerto uno de los grandes. Sino porque se ha ido alguien que, sin conocerlo, nos enseñó a muchos a escribir. A pensar la novela como una forma de entender el mundo. Su obsesión con la estructura, su capacidad para saltar en el tiempo, para ensamblar voces múltiples, para hacer del relato una maquinaria viva… Todo eso está ahí, y seguirá estando, pero hoy duele más que nunca saber que ya no habrá más. Me inclino ante su talento. Y lo digo sin grandilocuencia: Vargas Llosa fue, para muchos escritores de mi generación, una brújula. No porque estuviera siempre en lo correcto, sino porque escribía como si su vida dependiera de ello. Porque no dejaba nada al azar. Porque cada palabra en sus novelas parecía colocada con pinzas. Porque, incluso cuando sus tramas nos inquietaban —como en La Fiesta del Chivo—, era imposible no rendirse ante su maestría narrativa. Ese libro, La Fiesta del Chivo, es el que más me conecta con él. Por su mirada a nuestro país. Por su manera de retratar el horror sin caer en el sensacionalismo. Por su capacidad de mostrar el alma podrida del poder. Y por su respeto a la complejidad de nuestra historia. Fue un libro necesario. Valiente. Inolvidable. Y hoy, mientras lo releo en su memoria, siento que es el mejor homenaje que puedo hacerle. Adiós, Mario. Te nos fuiste en silencio, pero tu voz seguirá resonando. En las aulas, en las bibliotecas, en los cafés donde se discute literatura, en los escritores jóvenes que todavía hoy leen Conversación en La Catedral buscando respuestas a la pregunta que tú lanzaste al aire: ¿en qué momento se jodió el Perú? La literatura latinoamericana hoy está de luto. Pero también está de pie. Porque te tuvo, porque te leyó, porque te discutió. Porque aprendió contigo que la novela es más que una historia: es una forma de pensar, de vivir, de resistir. Hasta siempre.
El libro de Vitelio Mejía
“Leer la poesía de Vitelio Mejía fue caminar por un lugar magnífico, llamado Las Salinas en Baní.” El jueves por la tarde fui a la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña. Afuera, la ciudad persistía en su habitual ceremonia de estruendo: los tapones de la Máximo Gómez eran un pulso detenido, un latido sin sangre. Pero adentro, el aire era otro. Más que silencio, una tregua. Se presentaba un libro de poesía de Vitelio Mejía, y yo llegué con la simple intención de estar: mirar, acompañar a un querido amigo sureño, escuchar un par de discursos, hojear el libro y seguir con mi noche. Nada más. Pero a veces un libro no se deja mirar. A veces, te mira él. No te asalta con gritos, sino con algo más peligroso: la verdad. La nostalgia. Ese murmullo que no se oye, pero se queda. Desde que lo tuve en las manos, supe que algo era distinto. La edición cuidada, el diseño sobrio, casi ritual. Nada ostentoso, pero hecho con reverencia. Lo abrí, y ahí empezó otra cosa. No era un libro: era una casa. O mejor, un espejo. Una biografía en clave de poema, escrita no desde la épica, sino desde la herida. Cada verso dejaba entrar lo vivido como se cuela el viento por una rendija: sin pedir permiso. Y en ese viento, me vi. Leer a Vitelio Mejía fue entrar en una casa ajena y, sin embargo, íntima. Cada poema parecía escrito con las manos sucias de vida, de arena, de días verdaderos, no recordados desde lejos, sino respirados desde dentro. Su poesía no se desborda: observa, palpa, se detiene. Tiene la precisión del que ha amado sin escándalo, del que recuerda sin llorar. Y cuando habló de Las Salinas en Baní, sentí que caminaba con él. Que la arena me raspaba los pies, que el sol me hacía entrecerrar los ojos. Nunca he ido, pero estuve. Me bastó leer su verso, escuchar el poema al marinero, para habitar el lugar. Salí de la Biblioteca con la sensación de haber estado en un sitio donde algo se dijo con hondura. Y eso, en estos tiempos de tanto ruido y tantas máscaras, ya es un lujo. O quizás, un milagro.
Alofoke, el nuevo poder sin corbata.
“En un país donde la política tradicional sigue hablando sola, un influencer emerge como voz de la calle y termómetro social. Nos guste o no, el futuro ya no habla en mítines, sino en podcasts” Lo vi en el colmado, mientras compraba una Malta Morena y medio de salami: un señor con barriga de autoridad y aliento de habichuelas, diciendo con total solemnidad: “Ese muchacho, Alofoke, tiene más poder que un senador”. No era chisme ni exageración: era una epifanía popular. Y es que a veces, hay más lucidez en la fila del colmado que en los salones climatizados del Congreso. Nos guste o no, Alofoke es la vuelta. No porque sea un ideólogo ni cite a Gramsci, sino porque sabe dónde están los ojos, los oídos y los dedos de esta época: en los celulares, no en las urnas. Mientras los políticos analizan encuestas, él las provoca. Mientras la élite se afana en parecer ilustrada, él ya está instalado en el imaginario colectivo, sin pedir permiso. La política tradicional sigue creyendo que el poder está en el podio, en la corbata, en el protocolo. Que un slogan, una frase masticada y un video con música épica bastan para conectar. Error. El pueblo está en otra frecuencia. En otro canal. Y ese canal no es de televisión abierta. Alofoke, con su gorra ladeada y lenguaje sin filtro, ha logrado lo que los comités de estrategia no pueden: volverse necesario. No por el guion, sino por la autenticidad. Mientras algunos se venden como salvadores, él se muestra como uno más. Y lo que representa es a millones que no se ven ni se oyen en el Congreso, pero sí en su canal. Tiene más seguidores que cualquier político. Más vistas que cualquier noticiero. Más influencia que muchos pastores. Y eso, en este país, ya es categoría de poder. El poder de quien entretiene, informa y representa. El poder de quien no finge ser pueblo: lo es. Muchos lo desprecian. Lo minimizan. Lo subestiman. Error de cálculo. Porque ese “muchacho del YouTube” ya puede mover más votos que un partido emergente. Su alcance no se mide en encuestas, sino en comentarios, memes y reproducciones. Y eso inquieta. Porque el sistema todavía cree que el poder se gana con maquinarias electorales, no con micrófonos abiertos. Pero la calle ya cambió el canal. Y ahora, los nuevos líderes no se gradúan en universidades: se foguean en la jungla del streaming. Alofoke no pide espacio. Se lo gana. Conecta, presiona, agenda. Donde antes se hablaba del último discurso presidencial, hoy se debate lo que se dijo en su programa. Porque mientras unos adornan sus frases con eufemismos, él dispara sin filtro. Y eso, le guste a quien le guste, genera fidelidad. Y no es solo comunicación. Es poder real. El poder que incomoda porque no se viste de gala ni se expresa en papers académicos. El que nace de la calle y se viraliza en segundos. No necesita tarimas: le basta con un live. Y esa capacidad de provocar conversación es, hoy, más política que cualquier acto público con bocinas. En una sociedad donde la juventud desconfía de todo —instituciones, partidos, iglesia— figuras como Alofoke llenan ese vacío. No porque lo busquen, sino porque el sistema lo permite. La política dejó tanto espacio sin ocupar, que los influencers lo llenaron. ¿Que no tiene propuestas estructuradas? Tal vez. ¿Que no es coherente siempre? Seguramente. Pero el poder no siempre se gana con lógica. A veces basta con presencia. Y él la tiene. A toda hora. En todas las redes. En cada esquina digital donde se cocina el futuro. Un estudio reciente proyecta que para 2028 habrá más de ocho millones de dominicanos activos en redes. La mayoría jóvenes. Jóvenes que no votan por programas, sino por empatía. Jóvenes que no ven televisión, pero sí siguen a Alofoke. Lo respetan. Lo citan. Lo reproducen. Y si un día él decide entrar en política, no lo hará por un partido: lo hará con su tribu desde el edificio rojo. No es hipérbole hablar de una “generación Alofoke”. Es una advertencia. De que el poder ya no se construye con votos en urnas, sino con likes en videos. Y si la clase política no despierta, se quedará hablando sola en el viejo teatro mientras el nuevo público está conectado en otro lado. No se extrañen si en la próxima campaña los candidatos hacen fila para ser entrevistados por él. Porque hoy, una aparición en su canal puede tener más peso que diez caravanas y una pauta millonaria. Alofoke no es un accidente. Es síntoma. Y también profecía. La evidencia de que el liderazgo ya no se impone, se construye en comunidades digitales. Y de que el futuro no pide permiso: entra con gorra, micrófono y Wi-Fi. Hasta el próximo artículo…
Jaime Terrero, el tuitero filoso
A Jaime Terrero lo conocí en la librería Cuesta, cuando la cafetería existía, claro, donde uno va a buscar libros y termina encontrando a gente que piensa con los codos en las mesas. Estaba entre mesas y sillas, hojeando a filósofos como si buscara una sentencia en medio de un crimen mal resuelto. Me saludó con esa mezcla de cortesía y cansancio que tienen los abogados que ya han visto demasiado. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, era como si el silencio le hubiera estado preparando la entrada. Ahora se ha convertido en un tuitero frecuente, lo cual es una bendición para quienes queremos entender qué demonios está pasando sin tener que tragarnos una rueda de prensa entera. Jaime no dispara tuits, los redacta como si escribiera en un expediente judicial que alguien leerá dentro de veinte años para entender qué fue de nosotros. Tiene ese estilo de quien no teme incomodar. Sus palabras no buscan likes ni aplausos. A veces, ni siquiera buscan. Simplemente están ahí, como una señal de advertencia. “Esto pasa, esto es grave, Abel no vuelve, Leonel deberá dar paso a su hijo.” No hay espuma. Hay sustancia. Como cuando te dice, sin alzar la voz, que una ley mal hecha puede hacer más daño que una bala bien disparada. Jaime me empujó a volver a dar clases, y eso no se lo perdono; ahora no tengo casi tiempo para leer o escribir. Pero se lo agradezco. Me recordó que pensar es un acto incómodo pero necesario. Que opinar con responsabilidad es tan exigente como callar a tiempo, por eso siempre les mando mi columna del periódico de primero. Pero ahora que los aspirantes a presidentes de los partidos políticos empiezan a hablar más de la cuenta, leer a Jaime en Twitter es como escuchar a uno de los tipos en la cafetería Barista que no se dejó comprar ni encantar. No tuitea para convencer; tuitea para no rendirse. Y eso, en un país donde las redes son una jaula de monos gritándose, donde hasta marchas contra ilegales haitianos convocan, escribir en un tuit es un acto de resistencia. Pero Jaime no grita. Jaime escribe. Y eso, en definitiva, basta.
El último discípulo de Balaguer. El Partido Reformista tuvo su gloria. Fue gobierno, fue maquinaria, fue iglesia. Fue de Joaquín Balaguer en el sentido fundacional, nadie puede negar que fue su obra. Lo moldeó. Hizo de él una escuela de poder. La disciplina, la estrategia, el silencio. La paciencia como método y la astucia como arte. Los cuadros que de ahí salieron aprendieron a caminar los pasillos del Estado con pasos sigilosos, como quien carga secretos en los bolsillos. Algunos lo traicionaron, claro. Otros se desviaron. Pero hubo quienes creyeron, y de esa fe hicieron carrera. Entre esos creyentes había generaciones enteras que competían por la sonrisa del doctor. Por su afecto. Por un gesto, una señal, una palabra que significara bendición. Y hubo una generación que nunca lo logró. Nacieron demasiado tarde o llegaron demasiado pronto. La generación de los años 60. Hijos del desarrollismo y nietos de la dictadura. Jóvenes con ideas modernas, ambiciones limpias o sucias, pero ambiciones al fin. Querían el poder, y el poder no los quería a ellos. No del todo. Porque el poder, ese animal frío, no perdona. Ni olvida. Y en sus pasillos no se camina, se sobrevive. Ahí cada saludo es una trampa y cada abrazo puede ser un nudo corredizo. Balaguer lo sabía, y por eso jugaba al ajedrez con sus dirigentes. A unos los subía, a otros los bajaba. A todos los usaba. Algunos se rebelaban, otros callaban. Pero todos sabían que estaban ahí porque él quería que estuvieran. Era el dueño de los tiempos. Ito Bisonó fue el último eslabón de esa escuela. El último de los mohicanos reformistas. No vino a inventar nada, vino a ejecutar lo aprendido. Tenía formación, discurso, presencia. Tenía algo que escaseaba en la política dominicana: proyección. Y eso, en lugar de abrirle puertas, se las cerró. Porque el liderazgo político en este país tiene un problema con el talento ajeno: no lo tolera. A Ito le tocó ser el mejor de su generación, pero no el elegido. Pudo ser candidato presidencial. Lo tuvo cerca. Se perfilaba como la figura que podía actualizar el reformismo sin traicionarlo. Un hijo legítimo de Balaguer sin necesidad de parecer un calco. Pero no lo fue. No lo dejaron serlo. Porque los que nacieron en los años 50 aún controlaban los hilos, y no estaban dispuestos a soltar la aguja. Fui testigo. No me lo contaron. Vi cómo el presidente de la encuestadora Gallup —entonces con peso real en la opinión pública— llegó con números en la mano. Carlos Morales Troncoso, otra figura heredada del balaguerismo, tenía chance real de ganar la presidencia con Ito Bisonó como vicepresidente. Danilo apenas marcaba un 17%. La fórmula Morales-Bisonó tenía un 25%. Era matemática simple. Pero la política no se guía por números, sino por pasiones. Y ahí, las pasiones estaban contaminadas de celos, viejos rencores, heridas nunca cerradas. Preferían perder a que ganara Bisonó. Y él lo sintió. Lo sufrió. Lo golpearon. No en la calle, sino donde duele más: en la confianza. En el respeto. Lo empujaron hacia la orilla hasta que decidió nadar por otro río. Se fue de ese litoral político y, al menos públicamente, no ha mirado hacia atrás. No es que perdió su vocación. La conserva. Pero uno no vuelve a la casa donde lo humillaron, aunque la haya construido con sus propias manos. Ahora ese partido que fue iglesia está en ruinas. Tocado. Hundido. Con dirigentes que no dirigen y una memoria que no inspira. Vive en la nostalgia y se alimenta de homenajes. Balaguer ya no está, y su escuela se quedó sin director. Los alumnos se dispersaron, algunos renegaron, otros se vendieron. Y los que quedan no saben si son museo o maquinaria. Pero el país entra de nuevo en clima electoral. Las aguas se mueven. Y uno se pregunta: ¿no es este el momento para que Ito Bisonó, si le queda algo de fe, intente rescatar esa escuela? ¿No es este el punto donde el reformismo, si quiere vivir, necesita un liderazgo con historia y futuro a la vez? No se trata de volver por orgullo. Ni de ajustar cuentas. Se trata de reconstruir algo que tuvo valor y que aún puede tenerlo. Porque la política dominicana, cada tanto, necesita equilibrio. Y ese equilibrio no puede venir siempre del mismo lado. Ojalá Bisonó lo entienda. Ojalá entienda que la política no es una herida, sino una vocación que se recicla. Que el poder, como el río, siempre está en movimiento. Y que a veces hay que volver a nadar en aguas conocidas, no por nostalgia, sino porque aún hay algo que salvar. La historia no se repite, pero a veces se reescribe. Con los mismos personajes, pero otras intenciones. Tal vez Bisonó no quiso mirar atrás porque el recuerdo le dolía. Pero quizá llegó la hora de hacerlo, no con rabia, sino con propósito. Porque si algo enseñó Balaguer fue esto: el poder no se llora, se construye. Aunque sea desde las ruinas.
Punta Cana, entre la fiesta y la tragedia
Desde que era joven supe que el Spring Break era una emboscada disfrazada de paraíso. Lo veía en las películas: hileras de estudiantes estadounidenses huyendo del frío como migrantes del hedonismo, aterrizando en países donde la ley se relaja al ritmo del merengue o de un mariachi . Alcohol sin fondo, playas que nunca duermen, cuerpos al sol con fecha de caducidad. Lo que no cuentan la publicidad que es lo que pasa cuando la música se apaga y el sueño tropical se vuelve pesadilla. El domingo 3 de marzo, Sudiksha Konanki llegó a República Dominicana con sus amigas para unas vacaciones que prometían ser inolvidables. Lo fueron. Tres días después, desapareció. La última imagen que quedó de ella es un fotograma de seguridad en el hotel: aparece junto a Joshua Steven Riibe, un estadounidense de 22 años. Después, nada. Siempre me he preguntado por qué esos hoteles, que te graban hasta el bostezo en el lobby, de repente se vuelven ciegos en la playa. Misterios de la industria turística, donde hay cámaras para vigilar si metes una toalla en la maleta, pero no para registrar el momento en que alguien deja de existir. Y luego está el alcohol: adulterado, reciclado, falsificado con la precisión de un falsificador renacentista. Lo saben los dueños, lo saben los turistas, lo sabe hasta el bartender que te sonríe mientras llena tu vaso con gasolina disfrazada de ron. El Ministerio de Turismo debería poner orden antes de que el Spring Break termine de sepultar lo poco que queda en pie. Bávaro-Punta Cana funciona como una república independiente donde la única constitución es el dólar. Empresas que exprimen hasta el último centavo, un gobierno que finge demencia, una migración haitiana sin regulación y un silencio generalizado, porque hablar de eso es abrir la caja de Pandora. Los accidentes ocurren cada día, pero solo algunos llegan a los periódicos. Turistas que no vuelven, muertes que se entierran bajo la arena y un país que sigue vendiendo su postal sin preocuparse por el reverso. En esta fiesta sin reglas, el gran ausente es el Estado. El Spring Break seguirá llenando hoteles y vendiendo la idea de que el Caribe es un parque temático donde todo vale. Pero la burbuja tiene grietas. Si la industria no se protege de sí misma, si el país sigue funcionando al filo de la improvisación, los turistas buscarán otro lugar donde quemar su dinero. Y entonces, cuando el desastre ya esté hecho, alguien preguntará qué pasó. Pero para entonces, el merengue habrá dejado de sonar.