A Roberto Salcedo lo veo en todas partes. Se mueve con energía desde que asumió como ministro de Cultura: viaja, inspecciona estructuras, pisa el polvo de las provincias con el gesto de quien acaba de aterrizar en la realidad. Lo veo metido en la tarea de recuperar espacios, de devolver al ministerio lo que alguna vez fue suyo: museos, bibliotecas, centros culturales que, como los viejos amores, con el tiempo se desperdigaron en manos ajenas. Porque si la cultura es un cuerpo, su ministerio es—o debería ser—el cerebro que lo ordena. Pero hay algo más importante que las paredes: lo que ocurre dentro. Y ahí está el verdadero reto, porque la cultura ha sido siempre un botín, una finca donde se reparten favores, donde el talento se mide con carnets partidarios y el arte con amistades. Hay sectores más pequeños que el cultural, pero pocos donde la parcelación con banderas sea tan absurda. Ojalá que Salcedo lo entienda. Que haga política cultural sin política partidaria. Que abra puertas en vez de cerrarlas. Porque la cultura no necesita lemas, ni himnos, ni padrinos. Solo necesita talento, y eso—para alivio de todos—no tiene dueño. Marzo 2025.
Escribir, el arte de desahogarse
Dije una vez que no recuerdo cuando empecé a escribir. Y en verdad, todavía no recuerdo ese momento, esa epifanía que inauguró la relación secreta e intensa que tengo con la palabra. Como un acto de fe, abrí una libreta verde, una de esas viejas libretas de cátedra, con sus rayas que amparan ideas, sueños y, a veces, auténticos delirios. La escritura, para muchos escritores, se presenta como una maldición o, tal vez, como un castigo. Para mí, sin embargo, es un espacio diáfano para entablar un diálogo interno, un refugio donde me evalúo, me transformo y, en ocasiones, me descubro. En ese momento inicial, que se pierde en la bruma de la memoria, es posible que no hubiera una intención clara. Tal vez simplemente buscaba un medio para canalizar el torbellino de emociones que se agitaban dentro de mí. Todos cargamos con experiencias y anhelos que, si no son expresados, pueden transformarse en un peso insoportable. Escribir se convierte así en una forma de alivio, un soplo de aire fresco en medio de la rutina abrumadora que a menudo nos consume. Cada palabra escrita es una chispa que ilumina la oscuridad del silencio, una invitación a explorar terrenos desconocidos y a descubrir facetas de mí mismo que permanecían ocultas. La relación que establecemos con la escritura puede ser, sin duda, salvadora. En un mundo cargado de desasosiego y confusión, la palabra escrita se convierte en un auxilio capaz de preservar nuestra cordura. Es como un anaquel donde guardar las historias que, de otro modo, podrían desbordar nuestra mente, haciéndonos caer en el abismo de la angustia. Lo que podría requerir el auxilio de un psiquiatra, lo hallamos en el trazo del lápiz sobre el papel, en el susurro que provoca la tinta al deslizarse en la hoja. Esta práctica sagrada me permite relatar, despotricar y revivir episodios de mi vida que, a menudo, resultan sobrecogedores y, a la vez, fascinantes. A medida que profundizo en mis recuerdos de la infancia y la adolescencia, me doy cuenta de cómo la escritura se convirtió en un medio para procesar la realidad que me rodeaba. Recuerdo las largas noches en las que, con la luz tenue de una lámpara, escribía sobre mis temores y sueños. Las palabras se sucedían unas a otras, casi como un canto, un susurro que me devolvía el control sobre mi existencia. Esa libertad de expresión era un refugio, un ámbito donde podía ser completamente honesto, donde podía dejar de lado las máscaras que a menudo debía llevar en la vida cotidiana. Era, y continúa siendo, un lugar donde las emociones encuentran su cauce y donde el caos puede ordenarse en una estructura que tiene sentido. Es cierto que, al escribir, procuro entender el mundo que me rodea. Hay un ejercicio casi cartográfico en la escritura, un intento de trazar los contornos de lo que ocurre a mí al rededor, de lo que sucede en esa mañana de luz tenue que, con todo su esplendor, se presenta como un nuevo inicio. Este día, sin embargo, tuvo un matiz particular, pues fui a una cena con mi amigo Avelino Stanley y Vitelio Mejía, un viejo amigo que reapareció en mi vida. Durante nuestra conversación, noté que, al hablar de su propia pasión por la escritura, sobre la mar que tanto le fascina, su rostro se iluminaba. Allí, en esa cena, había un hombre que había dado un salto hacia un nuevo mundo, apartándose del sistema de leyes al que estaba acostumbrado, de los decretos apresurados que marcaban su vida como subconsultor jurídico del poder ejecutivo. Es asombroso cómo la escritura invita a la exploración de esos territorios invisibles que nos habitan. Es un acto de valentía adentrarse en ese universo personal, donde uno mismo se convierte en autor y protagonista de su propia historia. La narrativa de Avelino me recordó que el escribir no es solo contar relatos; es un acto casi sagrado de autoexploración, una forma de comprendernos a nosotros mismos en el contexto de lo que somos y de lo que deseamos ser. Cada palabra tecleada es un puñal que va horadando líneas en la superficie del yo, abriéndonos a una comprensión más profunda de nuestra existencia. Sin embargo, escribir también se siente sofocante. Hay días en que la hoja en blanco puede parecer una impositora, una montaña insalvable que requiere una lucha con uno mismo. Al reflexionar, a menudo me pregunto si, en el principio, había una voz sentenciadora que me marcó con el estigma de esta pasión imperiosa. La escritura puede ser, a veces, una forma de bendecir los días, pero hay un lado oscuro, un peso que se siente al tener que dar vida a los recuerdos, a las añoranzas que anidan en nuestro interior, al dolor que puede surgir al concebir un libro en proceso. Cada página en blanco guarda en sí la promesa de un mundo que podría llegar a ser, de los recuerdos que podrían florecer o marchitarse ante la falta de atención. La escritura se convierte en un acto de valentía que nos permite desnudarnos ante nosotros mismos. Cada vez que me siento a escribir, me encuentro en un lugar donde las sombras de mis experiencias pasadas cobran vida. La escritura se convierte en un viaje a través de los laberintos de mis pensamientos, en un intento por dar sentido a la confusión que a menudo me rodea. Al plasmar mis ideas en el papel, hago un ejercicio de redención; transformo mis penas en palabras y mis alegrías en relatos. La palabra escrita tiene, además, el poder de curar. En ella radica la posibilidad de enfrentar mis demonios internos, de revelar las verdades que a menudo preferiría ignorar. La escritura se convierte así en un antídoto contra la desesperación, un canal para expresar lo que a veces es demasiado tumultuoso para ser verbalizado. En este proceso de escritura, también surgen nuevas dimensiones de la realidad. Cuando recojo las experiencias ajenas, como las de Avelino o Vitelio, la escritura me
El juego de poder en el PRM
Si los presidenciales del PRM caen en la trampa de la oposición, mejor que no gasten dinero en campaña. Mejor que vayan reservando boletos de avión o buscando excusas dignas para la derrota. La historia no absuelve a los distraídos ni a los engreídos. El poder no se pierde porque enfrente haya un genio de la política, sino porque dentro hay una procesión de egos con puñales largos y memoria corta. La oposición lo sabe porque ya lo vivió. Sabe que la mejor forma de vencer no es con un discurso brillante ni con una estrategia magistral, sino dejando que el adversario se autodestruya. Un candidato soberbio, un ministro torpe, un presidente confiado, y el trabajo está hecho. Para qué gastar dinero en campañas si el oficialismo regala los errores. Gobernar no es una tómbola, aunque algunos lo confundan con un premio de lotería. No basta con encuestas favorables ni con promesas recicladas. El poder es un animal caprichoso: muerde a los que lo dan por sentado y se encariña con los que lo entienden. Si en el PRM siguen peleándose por el trono antes de ganarlo de nuevo, mejor que vayan empacando con calma.
Un solo poema.
Aún en la sombra de la ciudad, cuando la piedra devuelve pasos lejanos, el viento arrastra sílabas de un tiempo inmóvil, y el poeta, aunque envejezca, sigue siendo el niño que mira la mar con los ojos asombrados de la primera vez. La infancia no se pierde, permanece en las cosas pequeñas: el canto de un pájaro en la bruma del alba, el olor del café en la casa dormida, las manos de la madre doblando la ropa con un gesto intacto, ajeno a la herrumbre de los años. Cada palabra escrita es el eco de un pueblo, sus calles de tierra, el sol entre las hojas, el rumor del río sobre la piedra gastada, el polvo blanco del yeso de una infancia donde aún corren los pensamientos. Porque el poeta, aunque habite entre muros de cemento, aunque el ruido del tránsito le llene los oídos, aunque la madurez le pese en los hombros, siempre caminará descalzo por los patios de su niñez, mirará en los charcos el cielo de verano y sentirá en los labios de sal del primer asombro. Los amigos de la infancia aún ríen en su memoria, sus voces llegan como un crujido de hojas secas, como un trueno distante sobre la montaña. El padre sigue allí, en el umbral de la casa, con la mirada serena sobre la vastedad del mundo. La abuela teje silencios en la penumbra de la tarde y el sol que dora su frente es el mismo de aquellos días sin nombre. El Larimar de su tierra resplandece en el sueño, piedra azul como los días de escuela, como el cielo donde flotaban las nubes que miraba sin saber que algún día escribiría sobre ellas. El poema no es oficio, no es un juego de la mente, sino un regreso, un viaje que nunca termina. Y aunque el poeta crezca, aunque el tiempo le desgaste los huesos, aunque sus manos tiemblen sobre el papel, su alma seguirá en el mismo sendero, bajo la brisa de la mar de siete colores, bajo el murmullo del viento. Porque su poema es uno solo, es su pueblo, su abuela, su madre, su río, es la luz de su niñez colándose en las rendijas del tiempo, es el azul de los días que se van apagan apagando con él.
El Día Internacional de la Mujer: Lo que Sostiene el Mundo
El 8 de marzo es una fecha incómoda. No es un festejo ni una efeméride vacía. No es un recordatorio amable. Es una grieta en el calendario. Un tajo que expone lo que falta. Un eco que repite, cada año, los nombres de las que ya no están. Porque ser mujer no es solo una cuestión de biología ni de identidad. Es una trinchera. Es caminar con la espalda en tensión en una calle desierta. Es aprender, desde niña, a medir la distancia entre el peligro y la salida. Es la voz que no se escucha en una reunión. Es el ascenso que nunca llega. Es el salario que no alcanza. Es el miedo. Es la rabia. Es el cansancio. Pero también es la resistencia. Y en eso pienso hoy. En las mujeres que no escriben discursos ni encabezan marchas, pero que sostienen el mundo. En las que madrugan para cruzar la ciudad en un transporte lleno de cuerpos y de prisas. En las que trabajan dobles turnos. En las que cuidan a los suyos y aún encuentran un espacio para sí mismas. En las que ríen. En las que no se rinden. Mi madre. Sus manos. Sus días largos. Su historia que no sale en los libros. La vecina que cría sola a sus hijos. La enfermera que cierra un expediente y sigue de pie. La joven que entra en un aula donde nadie espera que brille. La que desafía, la que avanza, la que se cansa y sigue. La historia intentó borrarlas, pero falló. Están en cada línea no escrita. En cada gesto cotidiano. En cada cambio que no se ve pero que importa. El Día Internacional de la Mujer no es solo una fecha. Es un recordatorio de lo que se ha hecho y de lo que falta. Un llamado. Un grito. Un temblor. Y también, una certeza: sin ellas, sin su lucha, sin su fuerza, el mundo se desplomaría.
República Dominicana, la isla de la corrupción (según quién lo cuente)
Acabo de ver un video del Partido Popular español. El título, sutil como un ladrillazo: “República Dominicana, la isla de la corrupción”. Un desfile de nombres de políticos españoles en pantalla, mientras una música grave anuncia el apocalipsis moral. El tono, ese de quien acaba de descubrir la pólvora: indignado, solemne, irrebatible. Pero, como diría un expresidente dominicano: ¿Cuál corrupción? Corrupción, dicen. Lo repiten con una seguridad envidiable. Lo enuncian con la certeza de quien nunca ha visto un sobre pasar de mano en mano, de quien jamás ha escuchado una conversación en un reservado, de quien cree que Suiza es solo un destino de esquí. Lo dicen con el asombro del turista recién aterrizado, como si en España no existieran la Gürtel, los ERE de Andalucía, la Kitchen, Bárcenas, Rato y compañía. Como si Madrid, Valencia o Cataluña fueran cátedras de honestidad y no cunas de aeropuertos sin aviones, trenes sin pasajeros y contratos inflados a golpe de amiguismo. No sé si lo de algunos españoles es verdad o mentira. Lo que sí sé es que, desde que Cristóbal Colón puso un pie en esta isla, han llegado españoles trabajadores, emprendedores, creadores de empleo. Y sí, también algunos políticos —de aquí y de allá— con menos escrúpulos y más bolsillos amplios. Pero si algún político español ha encontrado en esta isla un refugio dorado para su fortuna poco decorosa, ¿es culpa de la isla? ¿O de la transparencia española, tan robusta como un castillo de naipes? Por eso, agradezco la disculpa del presidente español. Porque aquí empezó el sueño de España de ampliar sus fronteras. Porque si algo sabemos en esta pequeña tierra es recibir, con cortesía y con memoria. Y, sobre todo, con una sonrisa. De esas que esconden lo que realmente pensamos.
Los presidenciales en el PRM.
Un martes cualquiera, a las nueve de la mañana, un hombre se levanta, se mira al espejo y dice: “Puedo ser presidente”. No pronuncia esas palabras con la certeza de un iluminado ni con la convicción de un destino predeterminado. Las dice porque puede. Porque el país en el que vive, la clase política a la que pertenece, el partido que lo respalda, se lo permiten. Porque, en la política dominicana, el poder no es un mérito, sino una oportunidad para cambiar la historia y las vidas de las personas. En el Partido Revolucionario Moderno (PRM), la sucesión presidencial ya comenzó. No importa que Luis Abinader apenas haya asumido su segundo mandato. No importa que las elecciones de 2028 parezcan lejanas. No importa que el partido aún no haya logrado consolidarse como una estructura madura de poder. Nada de eso cuenta. La política dominicana es un carrusel donde las promesas giran sin freno. Los candidatos suben y bajan, mientras el pueblo —ese mismo pueblo que cada cuatro años presenta su voto como si fuera un billete de lotería— se queda mirando cómo la rueda gira, esperando que, esta vez, sea diferente. Pero no lo será en 2028. El 27 de febrero, en el Congreso Nacional, la rendición de cuentas de Luis Abinader se convirtió en el escenario de una guerra fría. No hubo balas, pero sí miradas; no hubo cañones, pero sí silencios estratégicos. La sucesión ya está en marcha, aunque nadie lo pronuncie en voz alta. David Collado, Carolina Mejía y Eduardo Sanz Lovatón. Tres nombres, tres estilos, tres apuestas. Ninguno ha oficializado su precandidatura ni ha lanzado su precampaña, pero todos están corriendo, sumando gente a sus proyectos. En los pasillos de las instituciones, en las provincias, en los cafés de los estrategas, los murmullos se transforman en certezas. Los aliados se buscan, los pactos se negocian, las traiciones se planean. No hay una estrategia oficial, pero sí una lucha velada entre egos, ambiciones y cálculos personales. Porque en política, querer no siempre es suficiente. Hay que saber cómo hacerlo. Uno de los errores recurrentes en la política dominicana es confundir el respaldo en el Congreso Nacional con poder real. No son lo mismo. Los senadores y diputados tienen influencia, sí, pero su relación con la base del partido es intermitente, frágil, volátil. No construyen movimientos, no organizan estructuras, no movilizan multitudes. Su poder es prestado: depende de favores, empleos, recursos estatales. Y el problema con los favores, los empleos y los recursos es que no son eternos. Los verdaderos termómetros del poder son los alcaldes, por su independencia. Ellos manejan la maquinaria partidaria, controlan el día a día de la militancia y garantizan la movilización. Un senador puede influir en el Congreso, y un diputado puede ser una figura reconocida en su circunscripción. Pero un alcalde tiene una base viva para la movilización en una primaria interna. Y en política, sin base, no hay victoria segura. En el PRM no parecen haber entendido esta ecuación. Sus aspirantes apuestan por la fórmula equivocada: rodearse de legisladores, sumar empleados públicos, tejer alianzas dentro de la administración estatal, crear un espejismo de crecimiento. Ese espejismo desaparecerá en cuanto el gobierno cambie sus prioridades o cuando el presidente decida que ya no los necesita. Las primarias internas de un partido político no son un espacio de diálogo, ni de reflexión, ni de ideas. Son un ring. Donde gana el que mejor estrategia construya, el que haga el mejor acuerdo interno y el que esté mejor posicionado en las encuestas. Cada elección es una batalla. Cada cargo, una concesión de guerra. Cada nombramiento, un posible golpe de ventaja. Por eso, en el PRM, la lucha por la sucesión no es un debate de ideas ni un espacio para discutir planes de gobierno. Es una pelea por el poder. Esta nueva clase política que está surgiendo en el partido debería cambiar la forma de hacer política y olvidarse de esos viejos métodos de ir a pulsear en el Congreso Nacional para ver quién lleva más diputados detrás de su espalda. Por Dios, ¿quién los asesora? Y en esta pelea desorganizada, no hay reglas establecidas. La política dominicana se repite con la precisión de un reloj suizo. El PRD se destruyó por su incapacidad de manejar la sucesión interna. El PLD cayó en la misma trampa. El PRM, si no controla su lucha interna, puede transitar por ese mismo camino. Las luchas internas debilitan, fragmentan, dividen. Todavía no hay reglas. No hay acuerdos. Solo una guerra silenciosa, aunque evidente, donde cada aspirante intenta posicionarse prematuramente. Si el espectáculo visto en el Congreso se convierte en una norma, las consecuencias serán devastadoras para esa organización política. Un partido que se enreda en disputas internas pierde cohesión, pierde estabilidad, pierde poder. Y en un país donde los márgenes electorales son estrechos y la confianza del electorado se desmorona con rapidez, esos errores pueden costar caro. Muy caro, porque perder el poder cuando se tiene es lo más costoso que volver a conquistarlo. Pero cuidado. La victoria del PRM en 2024 fue más estrecha de lo que parece: apenas 394,197 votos de diferencia. Una oposición bien organizada y con una campaña bien ejecutada podría borrar esa ventaja con facilidad. Porque la política dominicana es impredecible. Volátil, despiadada con el perdedor. Los partidos que no logran ordenar su proceso interno terminan pagándolo en las urnas. Ocurrió con el PRD. Ocurrió con el PLD. Puede ocurrir con el PRM. ¿Qué debe hacer Luis Abinader? Si quiere que el PRM sobreviva a su transición, si desea evitar que su partido se convierta en un archipiélago de intereses en pugna, debe actuar con urgencia, estableciendo prioridades: 1. Reglas claras, desde ahora. No se puede permitir que el proceso interno sea un caos. Hay que establecer normas, plazos y límites. 2. Reestructuración partidaria. El PRM debe dejar de ser un club de oportunistas con carné y convertirse en una maquinaria política real. La reinscripción masiva no es una opción: es una
Abinader. Collado. Fernández. Crónica de una sucesión Presidencial.
Desde hace décadas, la política en la República Dominicana es un ciclo inmutable de promesas y desencantos. En cada elección – un hombre– se alza con la bandera del cambio, de la transformación, de la ruptura con un pasado que nunca termina de irse del todo. Y, sin embargo, cuando la euforia se apaga, cuando las primeras piedras de los proyectos emblemáticos son colocadas para nunca más moverse, cuando el poder ya no es un sueño sino una carga, la historia se repite: empieza el relevo político. Luis Abinader llegó con la promesa de limpiar la casa. Se vendió como el presidente de la transparencia, el reformador, el que desmantelaría la vieja estructura de corrupción. En sus primeros años, lo intentó. Convirtió los tribunales en independiente en aplicar justicia, puso a exministros tras las rejas, hizo que la palabra “impunidad” dejara de ser un dogma. Pero el poder es paciente, más paciente que cualquier presidente, y hoy más que nunca su mejor campaña para que su partido permanezca en el poder es seguir la ruta de la transparencia y de la justicia independiente. Porque el poder no se ejerce desde la moral, sino desde la supervivencia. Y Abinader lo ha aprendido. No hay presidente que no haya mirado a su alrededor, en la de su despacho, y haya sentido el peso de las promesas incumplidas. La diferencia entre un estadista y un político es la conciencia de su propio desgaste. Gobernar es entender que cada decisión es un pacto con el tiempo y que, tarde o temprano, todos los pactos se rompen. El 27 de febrero de este 2025 marcará el inicio de la última fase de Abinader en el poder. No será un día como cualquier otro. Será el primer día del camino al final. Porque en la política, la despedida empieza mucho antes de que el último discurso se pronuncie. Con cada minuto que pase después de su rendición de cuentas, Abinader perderá control sobre su propio gobierno. Lo que hoy se le debe, mañana será olvidado. Lo que hoy es fidelidad, mañana será pragmatismo. Porque en este país, el que deja de ser útil en el poder deja de existir. El PRM, el partido que lo llevó al poder se convertirá en su primer adversario. Todos querrán su silla, todos pelearán por su herencia. La pregunta no será si el PRM continuará en el poder, sino quién se quedará con los pedazos más grandes. El fin del poder es un proceso silencioso. Empieza con una llamada que no se devuelve. Con un aliado que ya no contesta. Con una reunión en la que las sillas empiezan a vaciarse. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben: el presidente ya no es el centro de gravedad del poder porque es el presente, el futuro está sentado en otra silla articulando su proyecto de poder, sentándose con los síndicos, los senadores y los diputados y los empresarios. Si Abinader quiere controlar su sucesión, tendrá que jugar la única carta que le queda: convertirse en el arquitecto de su propia retirada. Sostener el andamiaje sin que colapse. No basta con ser presidente; tendrá que ser el líder de la transición, porque en el poder, hay que saber bajar de él, para que su salida después que no este, no le sea traumática, cuando ya no sea el inquilino principal del Palacio Nacional. Porque en la República Dominicana, el poder no se gana, se administra. Y en el último tramo, se negocia. En el ajedrez de la sucesión hay nombres que suenan con la fuerza de la esperanza: David Collado, el tecnócrata de rostro pulcro que se ha mantenido al margen de la guerra, pero que las encuestas lo colocan siempre en la delantera. Un hombre que aprendió a construir su imagen sin pisar demasiado fuerte, sin hacer demasiado ruido. Un pragmático con el olfato de quien entiende que el poder se construye más con silencios que con estridencias. Carolina Mejía, la hija del último hombre que perdió el poder con estrépito y que ahora encarna la estabilidad de un apellido con historia. Su figura es un recordatorio de que, en la política dominicana, los nombres pesan tanto como las ideas. Raquel Peña, la vicepresidenta que ha sabido jugar su papel con discreción, sin incomodar, sin brillar demasiado. Un símbolo de continuidad, pero también de equilibrio. Y Guido Gómez Mazara, que ahora tendrá que jugar no con el corazón, ni por sus amigos, sino con la destreza de avanzar para recuperar todo lo que le han quitado por un error de su juventud y por no tener una cabeza fría al lado que lo aconseje a decir que no cuando las circunstancia lo amerite, pero está ahora en el carril de consolidarse. Pero la política no es una sumatoria de nombres, sino de equilibrios. No basta con tener un candidato fuerte; hay que garantizar que la estructura no se fracture. Si el PRM quiere mantenerse en el poder, su estrategia deberá ser quirúrgica. Collado a la presidencia, Mejía a la vicepresidencia, Peña al Senado por Santiago, Eduardo Sanz Lovatón Senador, asegurando la capital, Guido Gómez Mazara conteniendo la inevitable tormenta interna. Un pacto de estabilidad antes de que la guerra interna haga estallar el proyecto del PRM. Porque el verdadero enemigo del PRM no es el PLD ni la Fuerza del Pueblo. El enemigo es el propio PRM. Leonel Fernández lo ha visto todo antes. Ha aprendido que la política es un juego de resistencia. Que el que se mueve demasiado rápido se quema. Que el que ataca demasiado pronto se desgasta. Por eso observa. Por eso espera. Sabe que el PRM está en una encrucijada. Si logra una transición ordenada, si consigue un candidato fuerte y una estructura cohesionada, el 2028 será una batalla difícil para él. Pero si el PRM se fractura, si la sucesión se convierte en un campo de guerra, si la ambición individual supera la lógica colectiva, entonces su oportunidad de volver a
Abinader y dominicana lee.
Leo un párrafo de Don Quijote y me detengo. La ironía de Cervantes se me antoja un eco lejano en un país donde el hábito de la lectura parece desvanecerse. Me asaltan preguntas que no hallan respuesta: ¿cuándo fue la última vez que se inauguró una biblioteca pública en una provincia en el país? ¿En qué momento dejamos de concebir la lectura como una urgencia nacional y la convertimos en una mera formalidad académica? Me esfuerzo en recordar un presidente que haya encabezado una campaña seria de promoción de la lectura, una que no se limite a discursos de ocasión o a festivales que mueren en el acto de clausura. Busco en mi memoria la imagen de un ministro de Educación recomendando un libro con genuino entusiasmo, no como parte de un programa institucional, sino como una invitación personal a la exploración. Y no la encuentro. Más allá del deber burocrático, ¿en qué momento la política dejó de entender que la lectura es un acto de resistencia, de pensamiento crítico, de libertad? Imagino un país en el que un senador de la República, en lugar de repartir promesas de campaña, entregue libros a jóvenes que nunca han tenido acceso a uno. O un síndico que, en vez de invertir en propaganda, construya espacios de lectura en los barrios, lugares donde la imaginación tenga un respiro entre el cemento y el ruido de la calle. Pero eso no sucede. Aquí, la literatura se ha convertido en un adorno: se celebra la obra de nuestros escritores con discursos rimbombantes, pero su impacto se diluye en una sociedad que lee cada vez menos. La urgencia es evidente. La promoción de la lectura debería ser un eje central en la agenda nacional, un compromiso que trascienda gestos simbólicos y se convierta en una política de Estado. Leer no es solo un acto individual, sino una herramienta colectiva de transformación. Sin lectura, no hay pensamiento crítico; sin pensamiento crítico, la democracia se erosiona. Un país que no lee es un país más fácil de manipular, más propenso a la corrupción, más vulnerable a las narrativas huecas que se propagan en redes sociales con la velocidad de un virus. En este tiempo de algoritmos y desinformación, la lectura es nuestra única defensa. Confucio sostenía que el buen gobernante debe ser ejemplo de virtud. Su liderazgo no se imponía con la fuerza, sino con la moral y el conocimiento. Si aplicamos esa idea a nuestro presente, podríamos preguntarnos: ¿cómo debería un presidente fomentar la educación? ¿Cómo se construye un liderazgo que trascienda la política inmediata y deje una huella en la historia? Abinader, en su segundo mandato, tiene en sus manos la oportunidad de responder a esas preguntas. Si algo queda claro al revisar la trayectoria de su familia, es que la educación ha sido un pilar fundamental. Su padre, un hombre de formación intelectual, entendía el valor del conocimiento como motor del progreso. Ahora, el reto es convertir ese legado en una acción concreta. El 27 de febrero marca el inicio de un final contra el tiempo en su gobierno. ¿Cómo quiere ser recordado Abinader? Si decide liderar un programa nacional de fomento a la lectura, su nombre podría quedar inscrito en la historia, no solo como el presidente de la estabilidad económica o de la modernización de infraestructuras, sino como el mandatario que entendió que el verdadero desarrollo comienza en las páginas de un libro. Tiene la ventaja de contar con jóvenes al frente de los ministerios de Cultura y Educación, un escenario ideal para articular un proyecto ambicioso que trascienda su administración. Sin embargo, hasta ahora, las cifras hablan de abandono. ¿Cuántas bibliotecas públicas se han inaugurado en los últimos años? ¿Cuántos libros ha adquirido el gobierno para enriquecer los acervos de las escuelas y universidades? Las respuestas son desalentadoras. Las librerías cierran una tras otra, ahogadas por la falta de incentivos y por una industria editorial que sobrevive a duras penas. Los planes de lectura en las escuelas son meros formalismos: se asignan libros sin estrategias para generar interés real en los estudiantes, se promueve la memorización en lugar de la reflexión. Y en las universidades, el panorama no es mejor. El acceso a libros sigue siendo un lujo y no un derecho garantizado. En este contexto, el llamado es claro: presidente, asuma la lectura como una bandera de su gobierno. No como un acto simbólico, sino como una política estructural. Invierta en la creación de bibliotecas comunitarias, en la modernización de los espacios de lectura en las escuelas, en la capacitación de docentes que inspiren en lugar de imponer. Cree programas de incentivo para las editoriales nacionales, fomente el acceso gratuito a libros digitales establezca ferias permanentes del libro en las provincias más rezagadas. Imagine el impacto que tendría un programa de lectura respaldado por el gobierno, con el mismo entusiasmo con el que se han impulsado otras iniciativas. Piense en cómo lo recordará la historia. Napoleón no es recordado solo por sus victorias en el campo de batalla, sino por el Código Napoleónico, que sentó las bases del derecho moderno. Su impacto trasciende los siglos porque entendió que el poder no radica solo en la espada, sino en las ideas. De igual forma, un presidente que apueste por la educación y el conocimiento deja una marca imborrable en su país. Si no actuamos pronto, nos arriesgamos a convertirnos en una nación sin memoria, sin pensamiento crítico, sin capacidad de cuestionar. Nos convertimos en un territorio de concreto y pantallas, donde las voces más importantes se pierden en el ruido de la superficialidad. Pero todavía hay tiempo. La lectura es un camino, un puente hacia un futuro distinto. Solo hace falta decisión del gobierno para cruzarlo.
Marco Rubio en la ruta de una diplomacia olvidada.
Hay momentos en la política en los que el viento sopla con tal fuerza que las velas, más que hincharse, amenazan con romperse. Y en medio de esa turbulencia, hay figuras que logran mantener el timón firme, fijar un rumbo y navegar a contracorriente. Marco Rubio es uno de esos navegantes. Su propuesta de política exterior no es grandilocuente, no busca epatar con artificios ni distraer con juegos de espejos. Es, más bien, la de un hombre que entiende que la política no se juega en los márgenes, sino en el centro mismo del tablero, y que la estabilidad de un país empieza por su capacidad de construir relaciones estratégicas con su entorno inmediato. Rubio ha comprendido algo esencial: Estados Unidos ha mirado demasiado tiempo hacia Oriente Medio, hacia Asia, hacia Europa, y ha olvidado, con una negligencia rayana en lo criminal, a su propio hemisferio. En este descuido, China ha extendido su influencia con un sigilo que no por predecible deja de ser alarmante; los gobiernos populistas han brotado como maleza en América Latina; las economías han colapsado o han sido absorbidas por el narcotráfico, y la migración irregular se ha disparado a niveles que, lejos de ser un fenómeno espontáneo, responden a un vacío de liderazgo. Y ahí está Rubio, con una convicción a prueba de cinismos, diciendo lo obvio: América Latina importa. Importa no solo porque es la fuente de buena parte de los migrantes que atraviesan la frontera sur, sino porque su inestabilidad es un polvorín a punto de estallar en el patio trasero de Estados Unidos. Importa porque cada país en crisis es una oportunidad de expansión para China y Rusia, actores que han entendido lo que Washington ha tardado décadas en asumir: que el poder, en su estado más puro, no es otra cosa que la capacidad de influir en el destino de los otros y ampliar su frontera hacia otros países. Rubio ha construido su discurso sobre una premisa fundamental: la seguridad de Estados Unidos empieza por la estabilidad de sus vecinos. No es un planteamiento filantrópico, no hay en él rastros de una nostalgia imperial ni de un ánimo redentor. Es, simplemente, la aplicación más pragmática de la diplomacia. Su visión parte de la necesidad de replantear las relaciones bilaterales con los países latinoamericanos. La estrategia es clara: premiar a los aliados y endurecer el trato con los gobiernos que, en lugar de cooperar, han decidido jugar para la otra orilla. En este último grupo entran las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba, países donde el autoritarismo ha echado raíces profundas, y cuyo debilitamiento, según Rubio, es crucial para la estabilidad de la región. Pero incluso en el caso de los aliados, la relación necesita reajustes. Rubio insiste en que el compromiso de Estados Unidos no puede ser un cheque en blanco: el apoyo económico y diplomático debe estar condicionado a reformas concretas en materia de transparencia, Estado de derecho y combate al crimen organizado. No se trata, como han sugerido algunos críticos, de una política de chantaje, sino de establecer las bases de una relación más simétrica, donde la cooperación sea un camino de doble vía y no un monólogo. El exsenador entiende que la crisis migratoria no se resuelve con muros ni con eslóganes incendiarios. Su propuesta apunta más alto: frenar el problema en la raíz. ¿Cómo? Con un enfoque que combina diplomacia económica, inversiones estratégicas y presión política. Si los países expulsores de migrantes logran desarrollar economías más sólidas, si sus sistemas políticos dejan de ser un engranaje de corrupción y desesperanza, si se les da la oportunidad de prosperar en sus propias tierras, el flujo migratorio se reducirá de manera natural. Es, en esencia, la lógica del “Plan Colombia”, aquel ambicioso programa de cooperación que, con luces y sombras, logró transformar un país que en los años noventa era prácticamente un Estado fallido. Rubio quiere replicar ese modelo en Centroamérica, con El Salvador, Guatemala y Honduras como epicentros de un nuevo esfuerzo de estabilización regional. Pero hay una diferencia clave: esta vez, la estrategia no debe limitarse al combate del narcotráfico, sino incluir el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la generación de oportunidades económicas. Rubio no solo mira hacia América Latina con la urgencia de quien ve un incendio en la casa del vecino. También lo hace con la preocupación de quien sabe que, en esa región olvidada por Washington, se está librando una batalla silenciosa con consecuencias globales. China ha desplegado su influencia con una precisión quirúrgica: ha financiado megaproyectos de infraestructura, ha comprado voluntades en los gobiernos, ha penetrado los mercados con su capital sin exigir, a cambio, los compromisos democráticos que impone Estados Unidos. La estrategia ha funcionado. Hoy, países como Panamá, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Honduras, República Dominicana y Bolivia, han estrechado lazos con Pekín, mientras que Argentina y Brasil mantienen relaciones ambiguas que, en el mejor de los casos, oscilan entre la conveniencia y la sumisión. Rubio lo sabe. Y por eso insiste en que la política exterior de Estados Unidos debe abandonar su letargo y recuperar el terreno perdido. Su propuesta no es una cruzada ideológica, sino un llamado a la realpolitik: si Washington no llena los vacíos que ha dejado en la región, otros lo harán. Y lo harán con reglas distintas, con intereses que no siempre son compatibles con los de una región que, pese a su fragilidad, sigue siendo clave para la estabilidad del continente. Pero el plan de Rubio, por bien diseñado que esté, enfrenta un obstáculo mayor: la indiferencia de un establishment político que sigue mirando hacia otras latitudes. América Latina no es una prioridad en la Casa Blanca, ni lo ha sido en décadas. La política exterior de Estados Unidos ha estado dominada por las crisis en Medio Oriente, la competencia con China en el Pacífico y la guerra en Ucrania. Rubio lucha contra esa inercia. Su tarea no es solo diseñar una estrategia, sino convencer a su propio partido de que América