Aquella mañana, la Plaza de la Cultura parecía más grande de lo usual, como si las dimensiones de la ciudad misma se hubieran dilatado para abarcar no solo los edificios y monumentos, sino también las memorias y las voces que la habitaban. Esa atmósfera especial que envuelve a los lugares donde la historia y el arte se entrelazan parecía acogerme, aunque al mismo tiempo me desorientaba. Mientras intentaba orientarme hacia el Museo Nacional de Historia y Geografía, me di cuenta de que el propósito inicial de mi visita había quedado eclipsado. Lo que parecía un simple recorrido por un evento cultural se transformaba, minuto a minuto, en un reto laberíntico. La Plaza, con sus esculturas dispersas y su arquitectura monumental, ya no era solo un espacio físico, sino una suerte de representación abstracta de la memoria colectiva, un mapa invisible donde las rutas eran dictadas por el azar y la intuición más que por la lógica. Incluso el guardia en la entrada del museo, amable pero confuso, fue incapaz de señalarme una dirección clara. Y como tantas veces ocurre en la vida, fue el azar el que decidió intervenir, o más bien, fue el lugar el que me encontró a mí. Sin saberlo, había llegado exactamente donde debía estar, y ese encuentro inesperado comenzaba a revelarse como una metáfora perfecta para el momento que estaba a punto de vivir. Entré al edificio y, para mi sorpresa, me encontré con el poeta José Mármol. Su figura tranquila, aunque siempre envuelta en un aura de actividad febril, me recordó que, para muchos, la poesía no es solo un arte, sino un oficio diario, una práctica incesante de búsqueda y creación. Charlamos brevemente sobre nuestros proyectos, y en medio de la conversación, me reveló que en pocos días estaría viajando a Bulgaria, donde se llevaría a cabo una semana cultural dedicada a la poesía dominicana. Mientras él hablaba, imaginé las calles de esa lejana ciudad europea, resonando con las voces poéticas de autores dominicanos traducidos al búlgaro, donde cada poema hallaría un eco en las piedras antiguas de esas calles, como si la literatura pudiera, una vez más, superar las distancias geográficas y culturales. Aquel día el aire estaba cargado de una energía sutil pero inconfundible, esa sensación indefinible que se experimenta cuando uno es testigo de un acontecimiento trascendental, aunque en ese momento aún no lo sepa del todo. Fue entonces cuando vi acercarse a al poeta Mateo Morrison, cuya presencia llenaba el espacio de una calidez inusual. Vestido con su habitual sobriedad, lucía un traje de kaki que, aunque sencillo, parecía apropiada para la ocasión. Su sonrisa amplia y franca lo precedía, y en sus ojos brillaba una luz que delataba algo más que una simple satisfacción: era la emoción contenida de alguien que sabe que su momento ha llegado, pero que no ha buscado ese reconocimiento activamente, sino que ha llegado a él casi como una consecuencia natural de una vida entregada al arte y a la poesía. Morrison era, en ese instante, el epicentro de la sala Vertilio Alfau del Museo. Amigos, colegas y discípulos lo rodeaban, pero no había en él esa actitud altiva que muchas veces acompaña a quienes son homenajeados. Al contrario, su modestia era palpable. Movía las manos con un nerviosismo casi infantil, como si el homenaje que estaba a punto de recibir fuera un regalo inesperado, una especie de recompensa largamente soñada, pero nunca del todo anticipada. Sabía que ese día no era solo una celebración personal, sino un reconocimiento al arduo camino de todos aquellos que, como él, han dedicado su vida a la palabra. La sala pronto se llenó de conversaciones y murmullos, y entre los asistentes reconocí a figuras ilustres del ámbito cultural dominicano. Los viceministros de Cultura ocupaban sus asientos, y entre ellos me encontré con Marito, el hijo de Don Mariano Lebrón Saviñón. Tuvimos una breve pero animada conversación sobre la siempre compleja tarea de escribir cuentos, y entre risas y comentarios sobre las dificultades del oficio, me prometió enviarme su primer libro a través de un amigo en común. Ese pequeño gesto me hizo recordar que la vida literaria no es solo una cuestión de obras y publicaciones, sino una red de relaciones, promesas informales y alianzas intelectuales que tejen la trama invisible de la cultura. Finalmente, llegó el momento esperado. La Ministra de Cultura, Milagros Germán, hizo su entrada con la elegancia y el aplomo que la caracterizan. Vestida con una camisa blanca impecable y un pantalón negro, su sola presencia acalló los murmullos de la sala. Se acercó al micrófono y, con una voz firme pero serena, anunció lo que muchos ya sospechábamos: la Feria Internacional del Libro 2024 estaría dedicada a Mateo Morrison y a la comunidad dominicana de Washington Heights, bajo el lema "Los Libros Conectan". El impacto emocional de ese anuncio fue innegable. Era un reconocimiento largamente esperado, no solo para Morrison, sino para todos aquellos que, como él, han luchado incansablemente por mantener viva la llama de la poesía en la República Dominicana. Morrison, siempre humilde, parecía incapaz de creer que todo esto estaba sucediendo a su alrededor. Pero allí estaba, siendo homenajeado en el evento cultural más importante del país, y con él, todos los que han visto en la palabra escrita una forma de resistencia, de expresión y de redención. La poesía, desde ese momento, adquirió un nuevo significado. La Feria del Libro no sería solo un encuentro de escritores y lectores, sino una celebración del poder transformador de las letras, de la capacidad del arte para conectar generaciones y culturas. Morrison, con su inquebrantable dedicación y su gran obra poética, es el testimonio vivo de ese poder. Su legado continuará resonando, uniendo a las distintas generaciones de escritores y lectores en una conversación infinita. El homenaje no solo reconocía la labor de un hombre, sino la importancia del arte en los momentos cruciales de una nación. La decisión de dedicar la feria a la comunidad dominicana en Washington
Debate Trump y Harris.
Vi, no sin una extraña mezcla de sorpresa y desilusión, el reciente debate electoral entre el expresidente Donald Trump y la actual vicepresidenta Kamala Harris. El ambiente en el auditorio se sentía cargado, no tanto por la profundidad de las ideas o la solidez de las propuestas, sino por algo más ruidoso y trivial: las descalificaciones. Como si ambos contendientes, olvidando su peso político y su responsabilidad histórica, hubieran decidido ceder al más primitivo de los impulsos: el ataque personal, la réplica mordaz y la ofensa rápida. Fue en ese instante, mientras observaba la pantalla de televisión que no dejaba de proyectar las imágenes de este duelo verbal sin fondo, que recordé uno de los momentos más icónicos de la política estadounidense: el debate entre Ronald Reagan y Jimmy Carter en 1980. Me sobrevino, casi como un eco distante, la frase que Reagan lanzó con la elegancia de quien sabe que lleva la verdad consigo: "Pregúntense, ¿están mejor hoy que hace cuatro años?". Aquella pregunta, tan simple y devastadora, condensaba en sí todo lo que se espera de un verdadero debate político: una reflexión seria sobre el estado de la nación, una invitación a que los votantes evaluaran su presente y su pasado. No había ataques personales, no había espectáculo ni la necesidad de humillar al contrincante. Solo un llamado a la introspección, a que cada ciudadano, desde su pequeño rincón en el vasto mapa de los Estados Unidos, pensara si su vida, la de su familia y la de su comunidad había mejorado o empeorado bajo la administración de Carter. Y en esa reflexión íntima, en ese diálogo silencioso entre el candidato y el electorado, Reagan supo ganar la confianza de un país entero. El contraste entre esos dos momentos no podría ser más brutal. De un lado, el debate moderno, convertido en un espectáculo mediático, donde cada palabra parece diseñada no para convencer sino para destruir; donde el votante es un espectador pasivo, un simple consumidor de insultos. Del otro lado, la política de la antigua escuela, donde el objetivo principal era presentar una visión clara del futuro y donde, al final, el respeto por la inteligencia del votante prevalecía. ¿Qué nos ha pasado, entonces, en este recorrido? ¿Cuándo dejó la política de ser ese noble arte de convencer con argumentos y propuestas para convertirse en un simple concurso de popularidad, donde quien grita más fuerte o golpea más bajo parece ganar más puntos? Es una reflexión amarga, porque en ella se esconde la realidad de nuestra decadencia política, no solo en Estados Unidos, sino en buena parte del mundo. Los debates, antaño momentos cruciales para la democracia, se han transformado en espectáculos que apelan a la emoción más que a la razón, a la división más que a la unidad. Y en esa espiral descendente, hemos olvidado que la política es, o debería ser, un ejercicio de responsabilidad. Al recordar la pregunta de Reagan, uno no puede evitar desear que algún día volvamos a ver debates donde los candidatos se atrevan a enfrentar al electorado con una pregunta tan sencilla y, a la vez, tan difícil de responder: “¿Están mejor hoy que hace cuatro años?”. Pero para que eso ocurra, debemos exigir más de nuestros líderes. Debemos recuperar la dignidad del debate y, más importante aún, recordar que el verdadero poder no está en los que hablan, sino en los que escuchan. El votante no es un espectador. Es, en el fondo, el verdadero protagonista. Sentí ese día la nostalgia por un debate como aquellos tiempos. Reagan supo, en su momento, que la política no era simplemente una cuestión de victorias momentáneas en el campo de batalla de las palabras, sino un ejercicio de rendición de cuentas ante la historia. Quizá, solo quizá, algún día volvamos a ver un candidato que, en lugar de arrojar descalificaciones, simplemente nos pida que nos preguntemos si estamos mejor que antes. Hoy, tras ver este último debate, no puedo evitar sentir que la respuesta es un rotundo "no". Hasta el próximo sábado.
Diplomático-escritor
A lo largo de mi carrera diplomática, una pregunta ha resonado en mi mente con incesante insistencia: ¿qué vino primero, el diplomático o el escritor? Tras una vida navegando entre estas dos realidades, puedo responder con la certeza que otorgan los años: el escritor. Antes de asumir la noble tarea de representar a mi país en el extranjero, ya me hallaba inmerso en el vasto universo de las palabras. Sin embargo, descubrí que la diplomacia no era un territorio ajeno a la escritura; al contrario, hallé en ella un espacio natural donde cultivé el poder transformador de la palabra. El año pasado, tuve el honor de participar en un panel del Instituto de Educación Superior en Formación Diplomática y Consular (INESDYC), un organismo del Ministerio de Relaciones Exteriores (Mirex). Junto a mis estimados colegas, los embajadores Tony Raful y Juan Bolívar Díaz, compartimos un diálogo que exploró las fascinantes intersecciones entre la diplomacia y la literatura, dos disciplinas que, a primera vista, parecen dispares, pero que en el fondo están irremediablemente conectadas. Al reflexionar sobre esta relación, veo un enigma que se despliega a lo largo de los siglos. El diplomático, al igual que el escritor, es un viajero que atraviesa fronteras, no solo físicas, sino también de ideas, culturas y perspectivas. Con cada palabra, teje puentes que unen naciones y sus ciudadanos. En mi propia experiencia, la diplomacia me ha enseñado que las palabras no son meros instrumentos de negociación; son fuerzas creativas capaces de transformar la realidad. Cada discurso, cada informe, cada conversación se convierte en un acto de creación, un paso hacia la comprensión mutua. Un diplomático que escribe no solo narra las crónicas de las relaciones internacionales, sino que también captura los anhelos, las luchas y las esperanzas de los pueblos. La escritura se convierte en una herramienta capaz de traducir lo inefable, de expresar las emociones y tensiones de la interacción humana en términos comprensibles, e incluso poéticos. Así, da vida y color a los matices de las interacciones diplomáticas, que de otro modo podrían parecer frías y calculadas. Es natural preguntarse por qué tantos diplomáticos encuentran su vocación en la literatura. La respuesta reside en la misma naturaleza de la diplomacia: un arte, por excelencia, de la palabra. El diplomático que ignora el poder del lenguaje corre el riesgo de perderse en un laberinto de ambigüedades y malentendidos. La claridad, la precisión y la sutileza son esenciales en las negociaciones internacionales. En un mundo donde la comunicación es instantánea y las relaciones evolucionan a un ritmo vertiginoso, la capacidad de escribir con maestría se convierte en una herramienta indispensable, incluso para un pequeño país caribeño, como lo describiría el poeta nacional Pedro Mir, ubicado en el mismo trayecto del sol. Para mí, escribir no es solo un ejercicio funcional, sino una actividad creativa y reflexiva. La literatura me permite explorar la condición humana desde un ángulo que la diplomacia, por sí sola, no puede ofrecer. Gabriel García Márquez, aunque no fue un diplomático designado, transitó por el mundo diplomático como intermediario entre la dictadura de Fidel Castro y el ámbito literario, afirmaba que la escritura es un refugio donde las palabras encuentran su forma más pura. Así, ser tanto escritor como diplomático es conjugar dos roles que aspiran, en última instancia, a transformar la realidad a través de la palabra. A lo largo de la historia, muchos diplomáticos han dejado un legado literario imborrable. Desde Rubén Darío y Pablo Neruda hasta Octavio Paz, la pluma de estos gigantes trascendió sus responsabilidades, inmortalizando ideas, emociones y visiones de sus épocas. Fascina comprobar cómo la diplomacia, en su esencia, celebra la búsqueda del entendimiento mutuo, el diálogo y la reflexión profunda sobre la condición humana. En América Latina, numerosos escritores han hallado en la diplomacia una fuente inagotable de inspiración. Figuras como Andrés Bello, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Alejo Carpentier y Jorge Edwards se destacan en este ámbito, al mismo tiempo que en la República Dominicana, nombres como Manuel de Jesús Galván, Manuel del Cabral, Fabio Fiallo, Joaquín Balaguer, Julio Vega Batlle, Alfredo Fernández Simó, Miguel Reyes Sánchez y Alberto Despradel, Andrés L. Mateo, Manuel Morales Lama, Aníbal de Castro, Víctor Manuel Grimaldi, Julio Cuevas, entre otros, han dejado una huella imborrable en la diplomacia intelectual dominicana. Carpentier, durante su misión diplomática en Haití, descubrió la semilla que germinaría en “El reino de este mundo”, una obra en la que lo político y lo literario se entrelazan de manera magistral, creando un tapiz donde la realidad histórica cobra vida a través del lenguaje. Asimismo, Jorge Edwards nos obsequió “Persona non grata”, un retrato crítico que disecciona las complejidades de la diplomacia y el poder, donde su propia experiencia en Cuba se convierte en el lienzo sobre el cual esboza las tensiones y contradicciones de las relaciones internacionales. Estos autores no solo plasmaron sus vivencias, sino que transformaron la experiencia diplomática en arte, dejando un legado que sigue resonando en las letras de nuestra región. En última instancia, mi papel como escritor-diplomático ha sido y sigue siendo el de mediador entre dos realidades que, aunque aparentemente dispares, se encuentran intrínsecamente conectadas: el mundo de la diplomacia y el de la creación literaria. Me hallo constantemente a caballo entre estos dos universos, oscilando entre lo concreto y lo abstracto, lo tangible y lo imaginado, lo político y lo artístico. Como diplomático, mi deber consiste en representar los intereses de mi nación, salvaguardar sus principios y negociar, en su nombre, en el escenario internacional. Sin embargo, como escritor, mi función va más allá de lo meramente protocolario o estratégico. Mi misión es interpretar, desentrañar y transmitir las complejidades del alma humana, tanto a nivel individual como colectivo, y explorar cómo esta se manifiesta en las relaciones que configuran la interacción entre los pueblos. El diplomático, es un actor silencioso en el teatro del poder, vive inmerso en la realidad política de su época, rodeado de tratados y acuerdos que a menudo parecen desvinculados de las grandes pasiones humanas.
Abinader y Blinken.
En el mundo cambiante del escenario de la política internacional, la relación entre los Estados Unidos y la República Dominicana ha comenzado a escribir un nuevo capítulo bajo el mandato de nuevo periodo gub ernamental de Luis Abinader. Lo que antes parecía un delicado equilibrio entre naciones desiguales hoy se ha transformado en una alianza sólida y estratégica, testimonio del cuidadoso manejo que ambas partes han hecho de sus intereses compartidos en un Caribe caracterizado por asimetrías históricas, tensiones regionales y fluctuaciones geopolíticas. Desde la administración demócrata de Joe Biden, la mirada hacia Santo Domingo se ha intensificado, pasando de la mera cortesía diplomática a un entendimiento profundo de la posición estratégica que ocupa la República Dominicana en la región. Para los Estados Unidos, este pequeño pero crucial país caribeño ha dejado de ser simplemente un vecino, y se ha convertido en un socio confiable en asuntos que van desde la seguridad hasta el desarrollo económico. En este juego de intereses, Abinader ha sabido capitalizar las oportunidades, colocando a su nación como un actor de peso en la región. La política exterior estadounidense, guiada por los principios de estabilidad, seguridad y desarrollo, ha encontrado en Abinader un aliado pragmático. Así lo demuestra el reciente acuerdo de “Cielos Abiertos”, que trasciende lo meramente protocolario y se convierte en un puente tangible entre ambas naciones. La facilidad de vuelos no solo incrementa el turismo, columna vertebral de la economía dominicana, sino que abre la puerta a un flujo constante de inversiones y oportunidades comerciales. Cada avión que aterriza en los aeropuertos dominicanos transporta, además de turistas, una promesa de crecimiento y expansión económica. El turismo, vital para la República Dominicana, ha encontrado un nuevo impulso gracias a esta relación estratégica con Washington. No se trata solo de cifras, sino del renovado interés por la nación como un destino seguro y próspero. Los visitantes estadounidenses, más que una fuente de ingresos, son un símbolo de la confianza depositada en la estabilidad política y económica del país. Esta dinámica, sumada a la inclusión de los ciudadanos dominicanos en el programa Global Entry, refuerza la percepción de un gobierno que ha demostrado su capacidad para gestionar de manera eficiente la seguridad y la movilidad de sus ciudadanos. El escenario de seguridad y cooperación migratoria es solo una faceta de esta relación que florece bajo la atenta mirada de la comunidad internacional. Las recientes visitas del secretario de Estado, Antony Blinken, son más que encuentros diplomáticos: son manifestaciones claras de la importancia que la República Dominicana ha adquirido para los Estados Unidos. Blinken, en su discurso desde el Palacio Nacional, destacó la relevancia de esta alianza, señalando que el crecimiento económico dominicano es el más sólido del Caribe. Y aunque estas palabras podrían parecer un cumplido, en realidad reflejan una realidad irrefutable: la economía dominicana ha crecido con resiliencia, cimentada sobre políticas responsables y un ambiente propicio para las inversiones extranjeras. En este contexto, Abinader ha demostrado ser un líder que comprende las complejidades de un mundo interconectado, aunque su país no cuente con recursos tan codiciados como el petróleo. Bajo su mando, la República Dominicana ha conseguido posicionarse como un socio fiable en un tablero geopolítico donde cada movimiento cuenta. La administración dominicana, lejos de dejarse llevar por las corrientes de la política internacional, ha sabido trazar su propio rumbo, atrayendo inversiones y estableciendo alianzas que fortalecen no solo su economía, sino también su estatus como líder regional. Este protagonismo en la escena internacional no es producto de la casualidad, sino el resultado de una estrategia diplomática inteligente y visionaria. Los Estados Unidos, conscientes de la estabilidad que la República Dominicana aporta a la región, han estrechado sus lazos con el país caribeño, buscando en esta relación no solo beneficios económicos, sino también una influencia positiva en la estabilidad regional. Las palabras de Blinken en su visita reciente son un claro indicio de que la alianza entre ambas naciones tiene un futuro prometedor y está llamada a ser un pilar para la seguridad y el progreso en el Caribe. En última instancia, esta relación entre Estados Unidos y la República Dominicana es un reflejo de cómo las alianzas, cuando están cimentadas en intereses comunes y en una visión compartida de desarrollo, pueden perdurar y florecer. La República Dominicana ha dejado de ser un país más en la región para convertirse en un modelo de cooperación y crecimiento, con un papel cada vez más protagónico en la agenda internacional. A medida que continúe consolidando esta relación, el país tiene la oportunidad de seguir construyendo sobre estos cimientos, asegurando su lugar como un bastión de estabilidad y progreso en el Caribe. El camino que Luis Abinader y su gobierno han comenzado a recorrer, con la cooperación de los Estados Unidos, es uno que promete un futuro brillante. La historia nos enseña que las naciones, al igual que las personas, necesitan momentos de oportunidad para fortalecer sus lazos, y este es sin duda uno de esos momentos. Con un horizonte despejado, la República Dominicana tiene en sus manos la posibilidad de convertirse en un referente de estabilidad y desarrollo en la región, un ejemplo de cómo la diplomacia y la visión estratégica pueden transformar el destino de una nación.
Octavio Paz y la diplomacia
Octavio Paz es, sin lugar a duda, una figura única dentro de la literatura y la diplomacia mexicana. Su carrera como poeta y su trayectoria como embajador se entrelazaron de manera tal que resulta casi imposible separarlas sin perder de vista la totalidad de su pensamiento y obra. Paz, como Mario Vargas Llosa, entendía la escritura como una forma de compromiso con el mundo, pero su enfoque era diferente: mientras Vargas Llosa veía en la ficción una herramienta para denunciar las injusticias sociales y políticas, Paz veía en la poesía y en la diplomacia un campo de juego para las ideas, un espacio donde se podían tender puentes entre mundos aparentemente irreconciliables. Cuando se examina más de cerca la figura de Paz como diplomático, se descubre que no fue un simple funcionario de gobierno. Su nombramiento como embajador en la India, un país cuyas tradiciones y espiritualidad lo cautivaron, fue más que un puesto diplomático: fue una extensión de su búsqueda como poeta. A través de su vida en la India, Paz no solo representó a México en un contexto geopolítico, sino que llevó consigo la misión de explorar los límites del conocimiento humano, la cultura y el tiempo. La India se convierte, en su obra, en un símbolo del "otro", de lo desconocido, de aquello que está más allá del alcance de la razón occidental. Este encuentro con lo exótico no fue simplemente un choque cultural. Para Paz, la India fue un catalizador para reflexionar sobre los grandes temas que ya lo habían inquietado desde sus primeras incursiones poéticas: la soledad, la muerte, el erotismo, la temporalidad. En la mística oriental, encontró un espejo para confrontar su propia visión del mundo y para cuestionar las certezas arraigadas en su propia cultura. A lo largo de su obra, y en especial en libros como “Ladera Este” y “El mono gramático”, vemos cómo la India no es simplemente un escenario, sino un concepto filosófico que atraviesa su pensamiento. El vínculo entre la poesía y la diplomacia en la vida de Octavio Paz es profundo. Para él, ambos oficios compartían una misma vocación: la búsqueda del entendimiento. Si el poeta intenta con las palabras capturar lo que parece inefable, el diplomático trata de mediar entre posiciones aparentemente irreconciliables. Ambos requieren una sensibilidad extrema para percibir las contradicciones, para leer entre líneas, para entender que a menudo lo más importante no es lo que se dice, sino lo que se calla. Paz, con su aguda inteligencia y su refinada capacidad de observación, fue capaz de aplicar esta sensibilidad tanto a sus relaciones diplomáticas como a su creación literaria. Uno de los aspectos más interesantes de su vida como diplomático es cómo abordó la tensión entre su papel oficial y su vocación poética. Para muchos, estos dos mundos estarían en conflicto: la diplomacia, con su estructura rígida y sus convenciones, parecería ser el opuesto natural de la poesía, que es libertad, creación y cuestionamiento. Pero Paz nunca vio en estos dos mundos una dicotomía, sino una extensión natural de su misión como intelectual. Ser diplomático no significaba para él renunciar a su libertad como creador; al contrario, era una oportunidad para ampliar su comprensión del mundo, para enfrentarse a nuevas realidades y para incorporar estas experiencias en su obra. Es precisamente en este punto donde la vida y obra de Paz convergen con las ideas de Mario Vargas Llosa sobre el compromiso del escritor con la realidad. Vargas Llosa ha sostenido que la escritura es un acto político, en tanto que refleja y, en algunos casos, combate las injusticias del mundo. Para Octavio Paz, la diplomacia fue también un acto poético: un intento por reconciliar diferencias, por encontrar un lenguaje común donde solo parecía haber incomprensión. Al igual que la poesía, la diplomacia de Paz buscaba una verdad que, aunque inalcanzable en su totalidad, justificaba el esfuerzo de su búsqueda. En su libro “Itinerario”, Paz reflexiona no solo sobre su vida diplomática, sino también sobre las limitaciones de esta. Aunque creía profundamente en el valor del diálogo y en la posibilidad de encontrar puntos de encuentro entre culturas, también era consciente de que la diplomacia no siempre lograba sus objetivos. En ocasiones, las tensiones políticas y los intereses nacionales eran demasiado grandes para ser superados por el simple ejercicio del diálogo. Sin embargo, Paz no veía en esto una derrota. Al igual que en la poesía, el valor de la diplomacia residía en el intento, en el esfuerzo por encontrar sentido en un mundo caótico. Para él, la diplomacia era, en última instancia, una forma de resistencia frente a la barbarie, un intento por imponer un sentido de orden y racionalidad en un mundo que a menudo se resiste a ser comprendido. Este esfuerzo por mediar entre mundos es lo que convierte a Octavio Paz en una figura tan relevante, no solo para la literatura, sino para la historia de la diplomacia mexicana. Fue un hombre que entendió que las palabras, ya sea en un poema o en un tratado diplomático, tienen el poder de transformar la realidad. Su vida es un testimonio de esa búsqueda constante por el entendimiento, por el diálogo entre culturas y por la construcción de un espacio común donde las diferencias puedan coexistir sin conflicto. En definitiva, Octavio Paz fue más que un poeta y más que un diplomático. Fue un hombre que vivió en la frontera entre dos mundos: el de la creación estética y el de la acción política. Y en ambos, encontró una misma misión: tender puentes, abrir caminos hacia lo desconocido y buscar, a través de las palabras, una verdad compartida. Su legado, tanto literario como diplomático, es un recordatorio de que el diálogo, la reflexión y el entendimiento son las herramientas más poderosas para transformar el mundo. Como dijo en más de una ocasión: “El lenguaje es el hombre mismo”, y en su vida y obra, Octavio Paz demostró que, a través de las palabras, se puede crear un espacio de paz y
La soledad del escritor.
La soledad del escritor es, sin duda, una experiencia tan antigua como la literatura misma; un compañero silencioso que se sienta invariablemente en la mesa, junto a la pluma y el papel, como el eco de una voz que busca ser escuchada. A primera vista, el acto de escribir puede parecer un ejercicio individual, un afán en el que el autor se encierra en su propio mundo; pero esa percepción, aunque en parte válida, oculta la complejidad de lo que realmente implica crear. La soledad se convierte en una aliada, un refugio esencial en la búsqueda de la verdad literaria. Cuando exploro esta soledad, no puedo evitar pensar en Virginia Woolf, quien, en su obra “Una habitación propia”, revela el desafío que enfrentan las mujeres escritoras: la necesidad de un espacio físico y mental donde la creación pueda florecer. Woolf entiende que la soledad no es simplemente un estado de abandono, sino un terreno fértil donde se puede cultivar la autenticidad. Cuando me sitúo ante una página en blanco, reconozco que ese espacio debe ser celosamente guardado; en él reside el potencial para dar vida a las historias que habitan en mi interior. En la quietud, las musas se deslizan suavemente, y en el silencio, las palabras encuentran su forma. El acto de escribir, entonces, se convierte en un diálogo íntimo entre el autor y el silencio. Es en este vacío donde las ideas emergen, brillan y encuentran la simetría y la melodía que las transforman en literatura. Sin embargo, esta búsqueda no está exenta de lucha. La soledad puede ser una carga, un peso aplastante que ahoga la creatividad y que, en algunos momentos, hace que el autor dude de su voz y de su visión. En los días más oscuros, cuando la búsqueda de la palabra se siente como una travesía interminable, convierto esos momentos en ceremonias de duelo, donde lo que está en juego es no solo la escritura misma, sino la esencia de lo que significa ser un creador. Por otro lado, Franz Kafka ofrece su propia mirada sobre esta soledad a través de sus inquietantes relatos y sus diarios. Sus personajes, atrapados en laberintos de burocracia y absurdidad, son en esencia proyecciones de sus propias luchas internas. Kafka sabe bien que el escritor está condenado a un aislamiento que refleja algo más que la mera soledad física; es una desconexión vital con la realidad. En ese sentido, escribir se convierte en un acto de resistencia, un intento de darle sentido a un mundo que, en ocasiones, parece desmoronarse a su alrededor. Kafka, cuyo mundo se ve atravesado por la locura y la alienación, presenta al escritor en busca de una verdad en un entorno que parece cada vez más absurdo. Esta búsqueda de sentido es un hilo conductor que une a todos los que nos adentramos en la escritura. El propio Kafka vivió una vida de contradicciones. Trabajó en una oficina, llevándose a casa la pesadez de sus tareas diarias, una existencia que no se acomodaba a su espíritu creativo. Sin embargo, era precisamente en esos espacios de soledad forzada donde emergían sus visiones más poderosas. La paradoja del escritor queda claro en su diario, donde luchaba continuamente entre la necesidad de pertenencia y la salvación que le brindaba el aislamiento. Esto resuena con la experiencia del escritor contemporáneo, quien a menudo se encuentra debatiendo entre el mundo exterior —con sus exigencias y distracciones— y el imperativo de caer en el profundo silencio necesario para dar vida a la palabra escrita. La perspectiva de Charles Bukowski también es reveladora y refrescante. Su prosa cruda y visceral captura la soledad que acompaña a la escritura en medio del tumulto de la vida cotidiana. En “El hombre que amaba a los perros”, Bukowski revela cómo la lucha personal y la búsqueda de autenticidad se entrelazan con el arte. La soledad, para él, no es solo un espacio de aislamiento, sino un combustible que enciende su creatividad. En las brumas de la existencia, se revela la verdad del corazón humano. Bukowski conecta una idea esencial: la soledad acompaña a aquellos que buscan la verdadera voz de su experiencia. A menudo marchamos con recelo por ese sendero sombrío de la soledad, pero es allí donde se manifiesta la honestidad, y donde la escritura se torna en un acto de rebelión en sí misma. Al contemplar la obra de Bukowski, me encuentro inmerso en sus bares, rodeado de personajes que navegan por la vida sin rumbo definido, pero que, sin embargo, hiperconscientes de su soledad. La soledad en su escritura es una constante, pero es también un elemento que le permite sumergirse en la realidad más cruda, que se convierte, a su vez, en su tema más recurrente. Reflexionar sobre la vida cotidiana a menudo lleva al escritor a explorar sus propias luchas. Bukowski me recuerda que la soledad, lejos de ser un enemigo, puede ser un aliado vital. En la penumbra de la existencia, puede emerger la revelación y la historia, el material del que se forjan las verdades más impactantes. Sin embargo, en mi experiencia, la soledad que rodea al escritor no es un mero estado de angustia; es, de hecho, un vasto espacio de posibilidades. En el aislamiento, encontramos la oportunidad de explorar nuestras voces más auténticas, de descender a las profundidades de nuestra psique, confrontando nuestros demonios y despertando nuestras pasiones. La escritura, entonces, se convierte en un acto de valentía, un grito en la noche que busca resonar más allá de nuestra propia existencia. Al poner en palabras lo que nos atormenta, liberamos nuestro ser y confrontamos nuestros temores. Al igual que muchos escritores, yo me adentro en ese proceso de autoconocimiento que puede llegar a ser tanto liberador como desconcertante. La dura verdad es que, a medida que profundizo en los recovecos de mi propia mente, a menudo me enfrento a flechas de incertidumbre. Es en el cruce entre lo personal y lo universal que descubro que hay poder en el acto de
La ventana de leer poesía.
Después de cerrar las páginas de un libro de poesía, esa sensación indescriptible persiste en mi ser. En compañía de las palabras de otro, he viajado por el laberinto de sus emociones, he sentido sus alegrías y tristezas como propias. En esos momentos, particularmente cuando me encuentro en la casa de la playa, me resulta inevitable girar mi mirada hacia el vasto mar. Allí, en la inmensidad del océano, busco las respuestas a esa inquietante alquimia que solo la poesía puede ofrecer. El mar, con su vaivén rítmico, parece ser el eco de los versos que acabo de leer; su murmuro, una canción antigua que revela secretos escondidos en las profundidades. Si mi contexto cambia y estoy en la ciudad, la escena no varía mucho en esencia. Me asomo a la ventana de mi biblioteca, donde las páginas amarillentas de mis libros parecen cobrar vida al compás del viento nocturno. En esa hora en que el mundo tiende a calmarse, el silencio se torna más profundo y el murmullo del viento es, para mí, un vehículo de palabras. Escucho atentamente; en susurros etéreos, me traen ecos de pensamientos lejanos y fragmentos de emociones que vienen a buscarme, llenando el cuarto con sus visiones hasta que siento que estoy en una conversación íntima, casi secreta, con la obra que he dejado atrás. La lectura de poesía siempre ha sido para mí un viaje fascinante, un recorrido delicado por el laberinto de las emociones y las ideas. Desde mis años más tempranos, me he entregado a esta experiencia, permitiendo que las palabras me transporten a territorios insospechados. Cada poema, esa forma de arte que destila sensaciones, se convierte en una entrada a lo desconocido; en cada verso hay un destello de luz que ilumina las profundidades de mi imaginación. La poesía es ese refugio en el que me encuentro a mí mismo, donde el lenguaje adquiere una musicalidad inigualable y donde las ideas, con su caótica belleza, toman forma, deconstruyéndose y reconstruyéndose en un acto de pura alquimia. Al sumergirme en las páginas de un poema, me siento como un explorador en un mundo no solo de letras, sino de sentimientos vívidos. La poética me envuelve y me transporta. Escuchar el susurro del papel que se despliega ante mí, sentir el roce de mis dedos sobre las páginas, se convierte en un ritual de descubrimiento. En esas horas de soledad, la poesía se transforma en un templo donde los sentimientos se veneran, un espacio sagrado donde cada lector es tanto un viajero como un cómplice. Lee uno, y ya no hay vuelta atrás; ha llegado a un espacio donde todos los límites entre autor y lector se desdibujan. Cada poema se presenta como un reflejo, un espejo que expone mis pensamientos más interna de una manera que las palabras simples nunca podrían. La tristeza puede resultar abrumadora, pero al mismo tiempo, hay una belleza indescriptible en reconocerla, en aceptar que habita dentro de mí, y que otros también han sentido esa misma sombra. La poesía me ofrece el sentido de comunidad que a menudo parece esquivo en el bullicio de la vida moderna. Cuando contemplo el mar tras leer un poema, el agua se convierte en una metáfora viviente de los sentimientos que me embargan. Cada ola que rompe en la orilla cristaliza la fragilidad de nuestras emociones, tan efímeras como el tiempo que se desliza entre los dedos. En la inmensidad del océano, encuentro una respuesta a mi búsqueda: la aceptación de lo inasible, la comprensión de que, al igual que el agua, la poesía es una corriente en constante movimiento, que fluye y se transforma. En un mundo que parece girar a un ritmo que rara vez se detiene, donde el ruido y la prisa a menudo se imponen, leer poesía se convirtió en mi acto de resistencia. Es un retorno a lo esencial, a lo que verdaderamente importa. La poesía me enseña que hay fuerza en la introspección, y que el silencio puede ser un aliado poderoso. Es en esos momentos de calma, ya sea contemplando el mar o escuchando el viento, donde encuentro las respuestas que mi alma anhela. La poesía es más que una simple lectura. Es una experiencia vital que despierta el anhelo de explorar, de conectar, de entender. A través de sus versos, mi ser se siente menos solo, menos distante. La poesía, en su expresión más pura, me invita a abrazar mis emociones, a celebrar el viaje y a recordar que, en el fondo, somos todos parte de la misma narrativa, un poema colectivo que sigue escribiéndose a cada instante. La belleza de leer poesía radica en su poder para transformar, para revelar, y sobre todo, para recordar que en la búsqueda de sentido, siempre hay un rincón en el universo – ya sea en el sonido de las olas o en el susurro del viento – donde ese sentido puede ser hallado. _ Leer poesía es, ante todo, una invitación a sentir. Es una de esas experiencias en las que cada poema se convierte en un encuentro íntimo, una conversación silenciosa entre el autor y el lector. Una vez que me sumerjo entre sus versos, los ecos de las emociones más profundas resuenan en mi interior: la tristeza, la alegría, el amor y la soledad brotan, inevitables. Este arte de expresar lo inefable, lo que a menudo nos escapa en la prosa cotidiana, despierta en mí un sentido renovado de la belleza y la complejidad de lo humano. Cada palabra se convierte en un destello que ilumina rincones que creí olvidados o desconocidos, y así la poesía se transforma en un refugio donde puedo explorar la esencia misma de mi realidad. A menudo me siento como un pintor que, al igual que un poeta, elige cada trazo con precisión. Un poeta como Pablo Neruda resuena poderosamente en mi memoria y en mi corazón. Este maestro del verso no solo transforma lo visceral en lírica sublime, sino que también abre un horizonte poético
Los asesores de campañas electorales
Me había alejado de la asesoría de campaña electorales tras la muerte de mi antiguo jefe, Don Carlos Morales, uno de los políticos más íntegros que he tenido el honor de conocer en esta prolongada carrera. Era un hombre, a menudo, difícil de convencer para dar un paso hacia adelante, pero una vez que tomaba esa decisión, jamás retrocedía. Quizás ahí radicaba su éxito en la vida política: escuchaba a todos los que se le acercaban, pero se mantenía fiel al plan estratégico trazado. Me forme en la antigua escuela de asesores políticos, formados en las universidades y en los vericuetos de la experiencia practicada. Tuve la fortuna de contar con maestros cuyas enseñanzas dejaron huellas en mi trayectoria. Eran figuras sabias, hombres con claridad de pensamiento, cuya influencia y sabiduría no solo moldearon mi perspectiva sobre la asesoría política, sino también sobre la naturaleza misma del poder. Josep Napolitan, por ejemplo, era un hombre que entendía como pocos la psicología del votante, esa intrincada red de emociones y razones que guían a las masas en la dirección de una elección. Su capacidad para conectar con el alma del electorado era legendaria, y de sus lecciones aprendí que es esencial aprehender no solo lo que la gente expresa, sino también lo que realmente siente y anhela en lo más profundo de su ser. Jean Zune, por su parte, era un estratega de otra índole, dotado de un sexto sentido para captar las dinámicas del poder en su estado más puro. Tenía la habilidad de anticipar movimientos, prever escenarios y, lo más importante, mantener al candidato siempre un paso por delante de sus oponentes. Su enfoque era clínico, casi desapasionado, y me enseñó que, en la política, como en el ajedrez, la frialdad calculada se muestra mucho más efectiva que la pasión desbordante. Alfredo Keller, con su precisión casi quirúrgica en el análisis de datos, me demostró la importancia de la medición, del seguimiento constante de los indicadores que desvelan el estado real de una campaña. Su enfoque era científico, basado en cifras, tendencias y proyecciones. Aprendí que una buena campaña no puede depender únicamente de intuiciones; necesita sustentarse en datos concretos y análisis rigurosos. Ildemaro Martínez, por su parte, era un maestro en la construcción de narrativas. Su habilidad para tejer historias que resonaban en los corazones de las personas era inigualable. Comprendía que, al fin y al cabo, la política es una lucha de relatos, y que el candidato que narra la mejor historia, aquella que toca las fibras más sensibles del electorado, es el que suele salir victorioso. De él aprendí que, si bien la lógica es importante, las emociones son, sin lugar a duda, el motor que impulsa la política. En 1995, conocí a un joven prometedor, Jaime Durán Barba, quien ya entonces exhibía un instinto excepcional para leer las corrientes subterráneas de la sociedad. Su enfoque fresco y su capacidad para captar el espíritu de los tiempos lo diferenciaban, y aunque aún era joven, su futuro brillaba con intensidad. A través de él, comprendí la importancia de la adaptabilidad, de saber leer el contexto y ajustar las estrategias a las nuevas realidades sociales y políticas. En aquella época, había pocos asesores políticos en el país que contaran con títulos universitarios en esta especialidad. La mayoría eran personas que aprendieron observando cómo se llevaban a cabo las campañas electorales, pero sin comprender los principios fundamentales de la gestión de una campaña organizada y planificada. Las escuelas de formación política en esos años se encontraban principalmente en Venezuela y México, y posteriormente en Chile. En aquel entonces, aún no existían los célebres cursos que hoy se imparten en Miami y en otros países. Hoy he decidido regresar al fascinante ruedo electoral, pero provengo de una escuela de asesores que ha aprendido a gestionar campañas desde la A hasta la Z, donde la disciplina y la discreción son las armas más letales. Esta escuela entiende que el asesor debe ser una sombra, no una estrella en el escenario. Ahora el papel del asesor oscila entre la política y el delicado equilibrio entre el poder y la opinión pública, entre un juego complejo de estrategias, alianzas y, sobre todo, comunicación. En un entorno donde la percepción lo es todo, los asesores de campaña se han convertido en piezas clave en la configuración del destino político de un candidato. En la era contemporánea, su rol ha evolucionado hasta convertirse en el epicentro de las campañas electorales, gestionando no solo las imágenes y los mensajes, sino también moldeando la narrativa que definirá el futuro político de una nación. En un mundo donde la información viaja a la velocidad de la luz y donde la opinión pública puede transformarse con la misma rapidez que un mercado de valores, el asesor de campaña se erige como el guardián de la coherencia y del mensaje. Pero ¿qué es realmente lo que hace que un asesor de campaña sea indispensable en el proceso electoral? Para responder a esta pregunta, es necesario desentrañar el complejo entramado de responsabilidades que recae sobre sus hombros. El asesor de campaña es, ante todo, un arquitecto. Su tarea primordial consiste en diseñar una estrategia electoral que no solo resuene con los votantes, sino que también sea capaz de adaptarse a los cambios imprevisibles del panorama político. Esta estrategia no es meramente un plan de acción; es una orquesta compleja de mensajes, eventos y decisiones meticulosamente calculadas, donde cada movimiento impacta de manera directa en la percepción del candidato. Este rol estratégico demanda una comprensión profunda de la psicología del votante, un conocimiento de las dinámicas sociales y políticas, y la capacidad de prever los movimientos del adversario. Los asesores deben poseer la habilidad de interpretar datos de encuestas, estudiar patrones de comportamiento electoral y anticipar las posibles reacciones del público ante diversas propuestas políticas. Todo ello, mientras mantienen un ojo vigilante sobre los medios de comunicación, que pueden ser tanto aliados como enemigos formidables. La política, en su esencia, es
Autocensura poética.
Comencé mi periplo en el ámbito literario escribiendo poesía. Tenía la tierna edad de diecisiete años, un umbral que se iluminaba con las posibilidades del mañana, aunque, en mi pequeño Barahona, los volúmenes de poesía que arribaban al Ateneo eran tan contados que a menudo parecían espejismos en la desmesura de la prosa. Aquellos días mi pueblo constaba con algunos poetas merodeadores, de declamadores improvisados que, con la autenticidad de su voz, resonaban en las almas como ecos de un tiempo olvidado. Mi primer poema nació como un homenaje a una ilusión infantil; a partir de ese instante, las palabras comenzaron a fluir, dando vida a mi primer libro, titulado “Mujeres”. En esa época, ni siquiera había tenido el placer de descubrir a Baudelaire, el poeta juvenil que años más tarde me cautivaría, ni a Verlaine, Rimbaud o Keats. Para mí, los titanes de la poesía eran Rubén Darío y José Ángel Buesa, cuyas obras alumbraron el ecosistema poético que empezaba a gestarse en mi interior. Con el tiempo, mi horizonte literario se expandió: comencé a escribir cuentos y novelas, así como nuevos libros de poesía “Odas a Barahona”. Durante mi exilio diplomático, un amigo me recomendó que leyera más poesía para enriquecer mi prosa. Y en ese tránsito, me descubrí ya como lector de versos, aunque lo hacía sin la pasión que el arte requiere. Fue entonces cuando ingresé en ese universo implacable que es vivir en la poesía: respirar poesía, reflexionar sobre ella y cuestionar su esencia. Sin darme cuenta, la narrativa comenzó a distanciarse de mí, como un barco que se aleja en el horizonte. Así, corrí por los laberintos de Borges, donde cada palabra, cada frase, era un pasadizo que conducía a un mundo de infinitas posibilidades, donde la ficción y la realidad se entrelazan en un abrazo imposible. La profundidad de Octavio Paz me envolvió con su riqueza simbólica, desnudando las entrañas de la existencia en ensayos que vibraban con la música de la introspección. De Luis García Montero, absorbí la claridad, de esa luz diáfana que revela las sutilezas de lo cotidiano y, al mismo tiempo, las grandes interrogantes que nos atormentan. Las inquietudes de Joan Margarit resonaban en mí como ecos ; su poesía me revelaba la angustia de ser humano, la belleza trágica de la vida en sus versos íntimos. La audacia de Huidobro me retaba a romper las convenciones, a explorar el terreno fértil de la palabra nueva, mientras que el asombro constante de Lezama Lima me invitaba a descubrir lo extraordinario en lo aparentemente ordinario, a sumergirme en un universo donde cada rincón guardaba secretos por desvelar. Las sutilezas de Poe me susurraban al oído, haciéndome cómplice de sus poemas oscuros, donde lo macabro se convierte en belleza; Pessoa, con su multiplicidad de voces, me convocaba a la reflexión y me enfrentaba a la complejidad de la identidad. La grandeza de Vicente Aleixandre se entrelazaba con el misterio de Mallarmé, cuyo simbolismo me obligaba a mirar más allá de lo visible, a desafiar la lógica en una danza verbal llena de melancolía. En el universo sonoro de Juarroz, hallaba la musicalidad que me acompañaba en cada paso, mientras que la teatralidad de Shakespeare me recordaba que la vida misma es un escenario poético, lleno de personajes y conflictos. Como un viajero en un océano literario, me dejaba llevar por el epicismo de Dante y la americanidad visceral de Whitman, quien, con su canto a la libertad, me enseñaba a celebrar la diversidad de la existencia. La pasión de Neruda, ardiente y romántica, incendiaba mis inquietudes más profundas; al sumergirme en la complejidad de Wallace Stevens, comprendía que la poesía es una búsqueda constante del sentido en lo aparentemente banal. El deseo de Cavafis despertaba en mí un anhelo por lo perdido, que la melancolía lorquiana me abrazaba con su tristeza, recordándome que, a menudo, el arte nace del sufrimiento y la nostalgia. T.S. Eliot con su crudo realismo y Ezra Pound con su otredad impulsaban mis ensoñaciones literarias aún más, invitándome a participar en un diálogo dinámico con la historia poética. Pero en este constante ir y venir entre contemporáneos y poetas surrealistas, me fui arrinconando en un laberinto de autocensura, donde las palabras se convertían en cadenas que limitaban mi expresión. A medida que absorbía la esencia de estos gigantes, la sombra de su grandeza proyectaba una enorme angustia en mi propia voz poética. En esos momentos, me sentía como un diminuto grano de arena en un desierto infinito de voces inmortales, susurrando en el viento, incapaz de encontrar mi lugar, como si el destino me hubiera confinado a permanecer en un rincón oscurecido de esta vasta escena literaria. Así, la travesía poética se convirtió en un constante enfrentamiento entre el deseo de crear y el temor de no ser suficiente, entonces cada palabra escrita era para mí una batalla entre la esperanza y la duda. Pero a pesar de sentirme insignificante ante la enormidad de los grandes poetas, el impulso de seguir adelante persistía, guiándome hacia la luz que también emana del descubrimiento de mi propia voz, una búsqueda interminable que promete iluminar mi camino en este amplio laberinto de palabras. A lo largo de esta travesía, que a menudo se convierte en una batalla interna con las palabras, he tenido la fortuna de contar con tres amigos invaluables, quienes han sido un punto en mi camino creativo. Plinio Chahín, siempre presente con su aliento inquebrantable, me recuerda la importancia de persistir y no abandonar la pluma, incluso en los momentos más oscuros. Basilio Belliard, con su silencio elocuente, me empuja con un libro en las manos recomendándome a profundizar, a buscar, con paciencia y dedicación, ese tono poético que resuene con autenticidad. Y Osiris Madera, con su aguda sensibilidad, siempre encuentra la palabra precisa, esa chispa que enciende nuevas luces en mis versos. Escribir poesía ha sido para mí una tarea ardua, un desafío constante; más que una mera actividad, se ha convertido en un proceso
El mapa de mis libros.
Mi esposa, María Esther, me recibe en casa cada noche con un gesto que he aprendido a decodificar a lo largo de cuarenta años, una mezcla de cariño y una sutil mirada de interrogación que me desarma. Entrar en nuestro hogar, repleto de libros, se ha convertido en un ritual familiar. La pequeña bolsa con el nombre de la librería Cuesta, que aprieto entre mis manos, no es solo un objeto; parece estar cargada con un significado que trasciende su peso tangible, un portador de historias aún por descubrir. Entonces, con un suspiro apenas perceptible, ella lanza al aire una pregunta que no necesita ser formulada: “¿Dónde vas a ponerlos?”. Esa pregunta, aunque implícita, se clava en mi conciencia como un punzón, una interpelación que evoca no solo el espacio físico que conquistaré, sino también las decisiones que han moldeado nuestra vida compartida en torno a estas páginas que tan fervientemente atesoramos. La respuesta, lo sé bien, es difícil de articular sin que roce lo absurdo. Nuestra casa, mi biblioteca, ha evolucionado con el tiempo hasta convertirse en un laberinto de papel y tinta. Estanterías que se alzan como murallas, mesas que se han rendido bajo el peso de volúmenes apilados, rincones invadidos por revistas y manuscritos. Cada espacio libre se transforma en un santuario para un libro más, un último refugio para un texto que promete la evasión o la revelación. No puedo negar que, en momentos de lucidez, me planteo si estoy sucumbiendo a una obsesión; si esta compulsión por acumular libros no es, en realidad, un síntoma de alguna carencia que no logro identificar. ¿Es el miedo a la soledad lo que me impulsa? ¿O es, tal vez, una búsqueda insaciable de algo que aún no sé nombrar? Quizás sea también mi anhelo de escribir y de estar al tanto de las tendencias literarias y las novedades que alimentan mi curiosidad. Para muchos, los libros son meros objetos: cosas que se compran, se leen (si hay tiempo), para luego ser guardadas y olvidadas. Sin embargo, para mí, cada libro constituye una parte ineludible de mi historia personal, un testimonio silencioso de quién soy o de quién fui al momento de elegirlo. Cada volumen, con sus páginas que aún crujen al abrirlas, encierra no solo las palabras que contiene, sino también el eco de las emociones que despertaron en mí. No son simples contenedores de ideas ajenas; son espejos en los que he buscado, y a veces encontrado, un reflejo de mí mismo en las letras de Borges, Octavio Paz, Baudelaire, Whitman, Luis García Montero, Joan Margarit, José Mármol, Plinio Chahín Soledad Álvarez, Basilio Belliard, Mateo Morrison, Odalis Pérez y William Ospina y otros. Cada autor me ha ofrecido un fragmento de su mundo, permitiéndome entrelazar mi propia experiencia con la universalidad de la palabra escrita. El futuro de esta biblioteca, que he levantado con tanto esmero, comienza a delinearse en el horizonte de mis pensamientos en un futuro incierto, como siempre lo es el porvenir. Mis hijas, a quienes podría confiar la custodia de estos tesoros, navegan en un mundo diferente al mío, donde las palabras impresas han cedido terreno ante las pantallas brillantes y las distracciones instantáneas. ¿Qué será de estos libros, por tanto, cuando yo ya no esté para velar por ellos? Mis amigos, como yo, enfrentan la misma preocupación: Basilio vive bajo el mismo temor que yo, y Plinio no tiene espacio ni para dormir en su casa. A veces, la idea de donar la biblioteca, de legársela a una institución que lo sepa apreciar, me ronda la mente como nubes. Sin embargo, ¿quién se encargará de cuidar los sentimientos que cada libro atesora y de entender la conexión personal que he tejido con ellos? No es solo la conservación física lo que me inquieta, sino el destino de esas huellas invisibles que he dejado entre las líneas, de esos momentos que he vivido en sus páginas. La vida moderna, con su prisa y su tecnología, parece desentenderse de esos pequeños detalles que, sin embargo, son grandes. Quizás, y solo quizás, un día descubriré que el verdadero propósito de mi biblioteca no es que sobreviva a mi partida, sino que cumpla su misión mientras estoy aquí. Que cada libro se convierta en un puerto seguro en las tormentas de la vida, en un compañero fiel durante las noches de insomnio, en la chispa que encienda el pensamiento en los días grises. Y cuando llegue el momento de partir, espero hacerlo con la certeza de que, en algún rincón del mundo, alguien encontrará en uno de mis libros la misma luz que yo descubrí. Por ahora, seguiré comprando libros, sumando otro ladrillo a este muro de papel que me protege y me sostiene. Porque, al fin y al cabo, los libros son como la vida: no podemos predecir su final, pero sí disfrutar de cada página mientras dure. Cada libro que entra en mi hogar hace que el espacio se contraiga un poco más, que el aire se vuelva más denso, cargado de historias aún no leídas, de voces que esperan pacientemente ser escuchadas. Este laberinto de papel no solo encierra conocimiento, sino también mi propia existencia, fragmentada en miles de capítulos que juntos tejen la narrativa de mi vida. Cada libro es un testigo mudo de los años que se han ido acumulando como polvo en sus lomos, desde mi juventud, desde aquel día en que llegué de mi pueblo. A medida que reflexiono sobre esta colección, la imagen de mi vida se despliega ante mí: un mapa. Un mapa de descubrimientos, emociones y conexiones, elaborado página tras página, libro tras libro. La pregunta que me acoso, inquietante en su simplicidad, es si algún día podré entender del todo el sentido detrás de este laberinto de papel. En última instancia, quizás el verdadero significado no se encuentre en la cantidad de libros, sino en las historias de vida que han dado forma a mi búsqueda y que, al final, han sido mi refugio