En el mundo cambiante del escenario de la política internacional, la relación entre los Estados Unidos y la República Dominicana ha comenzado a escribir un nuevo capítulo bajo el mandato de nuevo periodo gub ernamental de Luis Abinader. Lo que antes parecía un delicado equilibrio entre naciones desiguales hoy se ha transformado en una alianza sólida y estratégica, testimonio del cuidadoso manejo que ambas partes han hecho de sus intereses compartidos en un Caribe caracterizado por asimetrías históricas, tensiones regionales y fluctuaciones geopolíticas. Desde la administración demócrata de Joe Biden, la mirada hacia Santo Domingo se ha intensificado, pasando de la mera cortesía diplomática a un entendimiento profundo de la posición estratégica que ocupa la República Dominicana en la región. Para los Estados Unidos, este pequeño pero crucial país caribeño ha dejado de ser simplemente un vecino, y se ha convertido en un socio confiable en asuntos que van desde la seguridad hasta el desarrollo económico. En este juego de intereses, Abinader ha sabido capitalizar las oportunidades, colocando a su nación como un actor de peso en la región. La política exterior estadounidense, guiada por los principios de estabilidad, seguridad y desarrollo, ha encontrado en Abinader un aliado pragmático. Así lo demuestra el reciente acuerdo de “Cielos Abiertos”, que trasciende lo meramente protocolario y se convierte en un puente tangible entre ambas naciones. La facilidad de vuelos no solo incrementa el turismo, columna vertebral de la economía dominicana, sino que abre la puerta a un flujo constante de inversiones y oportunidades comerciales. Cada avión que aterriza en los aeropuertos dominicanos transporta, además de turistas, una promesa de crecimiento y expansión económica. El turismo, vital para la República Dominicana, ha encontrado un nuevo impulso gracias a esta relación estratégica con Washington. No se trata solo de cifras, sino del renovado interés por la nación como un destino seguro y próspero. Los visitantes estadounidenses, más que una fuente de ingresos, son un símbolo de la confianza depositada en la estabilidad política y económica del país. Esta dinámica, sumada a la inclusión de los ciudadanos dominicanos en el programa Global Entry, refuerza la percepción de un gobierno que ha demostrado su capacidad para gestionar de manera eficiente la seguridad y la movilidad de sus ciudadanos. El escenario de seguridad y cooperación migratoria es solo una faceta de esta relación que florece bajo la atenta mirada de la comunidad internacional. Las recientes visitas del secretario de Estado, Antony Blinken, son más que encuentros diplomáticos: son manifestaciones claras de la importancia que la República Dominicana ha adquirido para los Estados Unidos. Blinken, en su discurso desde el Palacio Nacional, destacó la relevancia de esta alianza, señalando que el crecimiento económico dominicano es el más sólido del Caribe. Y aunque estas palabras podrían parecer un cumplido, en realidad reflejan una realidad irrefutable: la economía dominicana ha crecido con resiliencia, cimentada sobre políticas responsables y un ambiente propicio para las inversiones extranjeras. En este contexto, Abinader ha demostrado ser un líder que comprende las complejidades de un mundo interconectado, aunque su país no cuente con recursos tan codiciados como el petróleo. Bajo su mando, la República Dominicana ha conseguido posicionarse como un socio fiable en un tablero geopolítico donde cada movimiento cuenta. La administración dominicana, lejos de dejarse llevar por las corrientes de la política internacional, ha sabido trazar su propio rumbo, atrayendo inversiones y estableciendo alianzas que fortalecen no solo su economía, sino también su estatus como líder regional. Este protagonismo en la escena internacional no es producto de la casualidad, sino el resultado de una estrategia diplomática inteligente y visionaria. Los Estados Unidos, conscientes de la estabilidad que la República Dominicana aporta a la región, han estrechado sus lazos con el país caribeño, buscando en esta relación no solo beneficios económicos, sino también una influencia positiva en la estabilidad regional. Las palabras de Blinken en su visita reciente son un claro indicio de que la alianza entre ambas naciones tiene un futuro prometedor y está llamada a ser un pilar para la seguridad y el progreso en el Caribe. En última instancia, esta relación entre Estados Unidos y la República Dominicana es un reflejo de cómo las alianzas, cuando están cimentadas en intereses comunes y en una visión compartida de desarrollo, pueden perdurar y florecer. La República Dominicana ha dejado de ser un país más en la región para convertirse en un modelo de cooperación y crecimiento, con un papel cada vez más protagónico en la agenda internacional. A medida que continúe consolidando esta relación, el país tiene la oportunidad de seguir construyendo sobre estos cimientos, asegurando su lugar como un bastión de estabilidad y progreso en el Caribe. El camino que Luis Abinader y su gobierno han comenzado a recorrer, con la cooperación de los Estados Unidos, es uno que promete un futuro brillante. La historia nos enseña que las naciones, al igual que las personas, necesitan momentos de oportunidad para fortalecer sus lazos, y este es sin duda uno de esos momentos. Con un horizonte despejado, la República Dominicana tiene en sus manos la posibilidad de convertirse en un referente de estabilidad y desarrollo en la región, un ejemplo de cómo la diplomacia y la visión estratégica pueden transformar el destino de una nación.
Octavio Paz y la diplomacia
Octavio Paz es, sin lugar a duda, una figura única dentro de la literatura y la diplomacia mexicana. Su carrera como poeta y su trayectoria como embajador se entrelazaron de manera tal que resulta casi imposible separarlas sin perder de vista la totalidad de su pensamiento y obra. Paz, como Mario Vargas Llosa, entendía la escritura como una forma de compromiso con el mundo, pero su enfoque era diferente: mientras Vargas Llosa veía en la ficción una herramienta para denunciar las injusticias sociales y políticas, Paz veía en la poesía y en la diplomacia un campo de juego para las ideas, un espacio donde se podían tender puentes entre mundos aparentemente irreconciliables. Cuando se examina más de cerca la figura de Paz como diplomático, se descubre que no fue un simple funcionario de gobierno. Su nombramiento como embajador en la India, un país cuyas tradiciones y espiritualidad lo cautivaron, fue más que un puesto diplomático: fue una extensión de su búsqueda como poeta. A través de su vida en la India, Paz no solo representó a México en un contexto geopolítico, sino que llevó consigo la misión de explorar los límites del conocimiento humano, la cultura y el tiempo. La India se convierte, en su obra, en un símbolo del "otro", de lo desconocido, de aquello que está más allá del alcance de la razón occidental. Este encuentro con lo exótico no fue simplemente un choque cultural. Para Paz, la India fue un catalizador para reflexionar sobre los grandes temas que ya lo habían inquietado desde sus primeras incursiones poéticas: la soledad, la muerte, el erotismo, la temporalidad. En la mística oriental, encontró un espejo para confrontar su propia visión del mundo y para cuestionar las certezas arraigadas en su propia cultura. A lo largo de su obra, y en especial en libros como “Ladera Este” y “El mono gramático”, vemos cómo la India no es simplemente un escenario, sino un concepto filosófico que atraviesa su pensamiento. El vínculo entre la poesía y la diplomacia en la vida de Octavio Paz es profundo. Para él, ambos oficios compartían una misma vocación: la búsqueda del entendimiento. Si el poeta intenta con las palabras capturar lo que parece inefable, el diplomático trata de mediar entre posiciones aparentemente irreconciliables. Ambos requieren una sensibilidad extrema para percibir las contradicciones, para leer entre líneas, para entender que a menudo lo más importante no es lo que se dice, sino lo que se calla. Paz, con su aguda inteligencia y su refinada capacidad de observación, fue capaz de aplicar esta sensibilidad tanto a sus relaciones diplomáticas como a su creación literaria. Uno de los aspectos más interesantes de su vida como diplomático es cómo abordó la tensión entre su papel oficial y su vocación poética. Para muchos, estos dos mundos estarían en conflicto: la diplomacia, con su estructura rígida y sus convenciones, parecería ser el opuesto natural de la poesía, que es libertad, creación y cuestionamiento. Pero Paz nunca vio en estos dos mundos una dicotomía, sino una extensión natural de su misión como intelectual. Ser diplomático no significaba para él renunciar a su libertad como creador; al contrario, era una oportunidad para ampliar su comprensión del mundo, para enfrentarse a nuevas realidades y para incorporar estas experiencias en su obra. Es precisamente en este punto donde la vida y obra de Paz convergen con las ideas de Mario Vargas Llosa sobre el compromiso del escritor con la realidad. Vargas Llosa ha sostenido que la escritura es un acto político, en tanto que refleja y, en algunos casos, combate las injusticias del mundo. Para Octavio Paz, la diplomacia fue también un acto poético: un intento por reconciliar diferencias, por encontrar un lenguaje común donde solo parecía haber incomprensión. Al igual que la poesía, la diplomacia de Paz buscaba una verdad que, aunque inalcanzable en su totalidad, justificaba el esfuerzo de su búsqueda. En su libro “Itinerario”, Paz reflexiona no solo sobre su vida diplomática, sino también sobre las limitaciones de esta. Aunque creía profundamente en el valor del diálogo y en la posibilidad de encontrar puntos de encuentro entre culturas, también era consciente de que la diplomacia no siempre lograba sus objetivos. En ocasiones, las tensiones políticas y los intereses nacionales eran demasiado grandes para ser superados por el simple ejercicio del diálogo. Sin embargo, Paz no veía en esto una derrota. Al igual que en la poesía, el valor de la diplomacia residía en el intento, en el esfuerzo por encontrar sentido en un mundo caótico. Para él, la diplomacia era, en última instancia, una forma de resistencia frente a la barbarie, un intento por imponer un sentido de orden y racionalidad en un mundo que a menudo se resiste a ser comprendido. Este esfuerzo por mediar entre mundos es lo que convierte a Octavio Paz en una figura tan relevante, no solo para la literatura, sino para la historia de la diplomacia mexicana. Fue un hombre que entendió que las palabras, ya sea en un poema o en un tratado diplomático, tienen el poder de transformar la realidad. Su vida es un testimonio de esa búsqueda constante por el entendimiento, por el diálogo entre culturas y por la construcción de un espacio común donde las diferencias puedan coexistir sin conflicto. En definitiva, Octavio Paz fue más que un poeta y más que un diplomático. Fue un hombre que vivió en la frontera entre dos mundos: el de la creación estética y el de la acción política. Y en ambos, encontró una misma misión: tender puentes, abrir caminos hacia lo desconocido y buscar, a través de las palabras, una verdad compartida. Su legado, tanto literario como diplomático, es un recordatorio de que el diálogo, la reflexión y el entendimiento son las herramientas más poderosas para transformar el mundo. Como dijo en más de una ocasión: “El lenguaje es el hombre mismo”, y en su vida y obra, Octavio Paz demostró que, a través de las palabras, se puede crear un espacio de paz y
La soledad del escritor.
La soledad del escritor es, sin duda, una experiencia tan antigua como la literatura misma; un compañero silencioso que se sienta invariablemente en la mesa, junto a la pluma y el papel, como el eco de una voz que busca ser escuchada. A primera vista, el acto de escribir puede parecer un ejercicio individual, un afán en el que el autor se encierra en su propio mundo; pero esa percepción, aunque en parte válida, oculta la complejidad de lo que realmente implica crear. La soledad se convierte en una aliada, un refugio esencial en la búsqueda de la verdad literaria. Cuando exploro esta soledad, no puedo evitar pensar en Virginia Woolf, quien, en su obra “Una habitación propia”, revela el desafío que enfrentan las mujeres escritoras: la necesidad de un espacio físico y mental donde la creación pueda florecer. Woolf entiende que la soledad no es simplemente un estado de abandono, sino un terreno fértil donde se puede cultivar la autenticidad. Cuando me sitúo ante una página en blanco, reconozco que ese espacio debe ser celosamente guardado; en él reside el potencial para dar vida a las historias que habitan en mi interior. En la quietud, las musas se deslizan suavemente, y en el silencio, las palabras encuentran su forma. El acto de escribir, entonces, se convierte en un diálogo íntimo entre el autor y el silencio. Es en este vacío donde las ideas emergen, brillan y encuentran la simetría y la melodía que las transforman en literatura. Sin embargo, esta búsqueda no está exenta de lucha. La soledad puede ser una carga, un peso aplastante que ahoga la creatividad y que, en algunos momentos, hace que el autor dude de su voz y de su visión. En los días más oscuros, cuando la búsqueda de la palabra se siente como una travesía interminable, convierto esos momentos en ceremonias de duelo, donde lo que está en juego es no solo la escritura misma, sino la esencia de lo que significa ser un creador. Por otro lado, Franz Kafka ofrece su propia mirada sobre esta soledad a través de sus inquietantes relatos y sus diarios. Sus personajes, atrapados en laberintos de burocracia y absurdidad, son en esencia proyecciones de sus propias luchas internas. Kafka sabe bien que el escritor está condenado a un aislamiento que refleja algo más que la mera soledad física; es una desconexión vital con la realidad. En ese sentido, escribir se convierte en un acto de resistencia, un intento de darle sentido a un mundo que, en ocasiones, parece desmoronarse a su alrededor. Kafka, cuyo mundo se ve atravesado por la locura y la alienación, presenta al escritor en busca de una verdad en un entorno que parece cada vez más absurdo. Esta búsqueda de sentido es un hilo conductor que une a todos los que nos adentramos en la escritura. El propio Kafka vivió una vida de contradicciones. Trabajó en una oficina, llevándose a casa la pesadez de sus tareas diarias, una existencia que no se acomodaba a su espíritu creativo. Sin embargo, era precisamente en esos espacios de soledad forzada donde emergían sus visiones más poderosas. La paradoja del escritor queda claro en su diario, donde luchaba continuamente entre la necesidad de pertenencia y la salvación que le brindaba el aislamiento. Esto resuena con la experiencia del escritor contemporáneo, quien a menudo se encuentra debatiendo entre el mundo exterior —con sus exigencias y distracciones— y el imperativo de caer en el profundo silencio necesario para dar vida a la palabra escrita. La perspectiva de Charles Bukowski también es reveladora y refrescante. Su prosa cruda y visceral captura la soledad que acompaña a la escritura en medio del tumulto de la vida cotidiana. En “El hombre que amaba a los perros”, Bukowski revela cómo la lucha personal y la búsqueda de autenticidad se entrelazan con el arte. La soledad, para él, no es solo un espacio de aislamiento, sino un combustible que enciende su creatividad. En las brumas de la existencia, se revela la verdad del corazón humano. Bukowski conecta una idea esencial: la soledad acompaña a aquellos que buscan la verdadera voz de su experiencia. A menudo marchamos con recelo por ese sendero sombrío de la soledad, pero es allí donde se manifiesta la honestidad, y donde la escritura se torna en un acto de rebelión en sí misma. Al contemplar la obra de Bukowski, me encuentro inmerso en sus bares, rodeado de personajes que navegan por la vida sin rumbo definido, pero que, sin embargo, hiperconscientes de su soledad. La soledad en su escritura es una constante, pero es también un elemento que le permite sumergirse en la realidad más cruda, que se convierte, a su vez, en su tema más recurrente. Reflexionar sobre la vida cotidiana a menudo lleva al escritor a explorar sus propias luchas. Bukowski me recuerda que la soledad, lejos de ser un enemigo, puede ser un aliado vital. En la penumbra de la existencia, puede emerger la revelación y la historia, el material del que se forjan las verdades más impactantes. Sin embargo, en mi experiencia, la soledad que rodea al escritor no es un mero estado de angustia; es, de hecho, un vasto espacio de posibilidades. En el aislamiento, encontramos la oportunidad de explorar nuestras voces más auténticas, de descender a las profundidades de nuestra psique, confrontando nuestros demonios y despertando nuestras pasiones. La escritura, entonces, se convierte en un acto de valentía, un grito en la noche que busca resonar más allá de nuestra propia existencia. Al poner en palabras lo que nos atormenta, liberamos nuestro ser y confrontamos nuestros temores. Al igual que muchos escritores, yo me adentro en ese proceso de autoconocimiento que puede llegar a ser tanto liberador como desconcertante. La dura verdad es que, a medida que profundizo en los recovecos de mi propia mente, a menudo me enfrento a flechas de incertidumbre. Es en el cruce entre lo personal y lo universal que descubro que hay poder en el acto de
La ventana de leer poesía.
Después de cerrar las páginas de un libro de poesía, esa sensación indescriptible persiste en mi ser. En compañía de las palabras de otro, he viajado por el laberinto de sus emociones, he sentido sus alegrías y tristezas como propias. En esos momentos, particularmente cuando me encuentro en la casa de la playa, me resulta inevitable girar mi mirada hacia el vasto mar. Allí, en la inmensidad del océano, busco las respuestas a esa inquietante alquimia que solo la poesía puede ofrecer. El mar, con su vaivén rítmico, parece ser el eco de los versos que acabo de leer; su murmuro, una canción antigua que revela secretos escondidos en las profundidades. Si mi contexto cambia y estoy en la ciudad, la escena no varía mucho en esencia. Me asomo a la ventana de mi biblioteca, donde las páginas amarillentas de mis libros parecen cobrar vida al compás del viento nocturno. En esa hora en que el mundo tiende a calmarse, el silencio se torna más profundo y el murmullo del viento es, para mí, un vehículo de palabras. Escucho atentamente; en susurros etéreos, me traen ecos de pensamientos lejanos y fragmentos de emociones que vienen a buscarme, llenando el cuarto con sus visiones hasta que siento que estoy en una conversación íntima, casi secreta, con la obra que he dejado atrás. La lectura de poesía siempre ha sido para mí un viaje fascinante, un recorrido delicado por el laberinto de las emociones y las ideas. Desde mis años más tempranos, me he entregado a esta experiencia, permitiendo que las palabras me transporten a territorios insospechados. Cada poema, esa forma de arte que destila sensaciones, se convierte en una entrada a lo desconocido; en cada verso hay un destello de luz que ilumina las profundidades de mi imaginación. La poesía es ese refugio en el que me encuentro a mí mismo, donde el lenguaje adquiere una musicalidad inigualable y donde las ideas, con su caótica belleza, toman forma, deconstruyéndose y reconstruyéndose en un acto de pura alquimia. Al sumergirme en las páginas de un poema, me siento como un explorador en un mundo no solo de letras, sino de sentimientos vívidos. La poética me envuelve y me transporta. Escuchar el susurro del papel que se despliega ante mí, sentir el roce de mis dedos sobre las páginas, se convierte en un ritual de descubrimiento. En esas horas de soledad, la poesía se transforma en un templo donde los sentimientos se veneran, un espacio sagrado donde cada lector es tanto un viajero como un cómplice. Lee uno, y ya no hay vuelta atrás; ha llegado a un espacio donde todos los límites entre autor y lector se desdibujan. Cada poema se presenta como un reflejo, un espejo que expone mis pensamientos más interna de una manera que las palabras simples nunca podrían. La tristeza puede resultar abrumadora, pero al mismo tiempo, hay una belleza indescriptible en reconocerla, en aceptar que habita dentro de mí, y que otros también han sentido esa misma sombra. La poesía me ofrece el sentido de comunidad que a menudo parece esquivo en el bullicio de la vida moderna. Cuando contemplo el mar tras leer un poema, el agua se convierte en una metáfora viviente de los sentimientos que me embargan. Cada ola que rompe en la orilla cristaliza la fragilidad de nuestras emociones, tan efímeras como el tiempo que se desliza entre los dedos. En la inmensidad del océano, encuentro una respuesta a mi búsqueda: la aceptación de lo inasible, la comprensión de que, al igual que el agua, la poesía es una corriente en constante movimiento, que fluye y se transforma. En un mundo que parece girar a un ritmo que rara vez se detiene, donde el ruido y la prisa a menudo se imponen, leer poesía se convirtió en mi acto de resistencia. Es un retorno a lo esencial, a lo que verdaderamente importa. La poesía me enseña que hay fuerza en la introspección, y que el silencio puede ser un aliado poderoso. Es en esos momentos de calma, ya sea contemplando el mar o escuchando el viento, donde encuentro las respuestas que mi alma anhela. La poesía es más que una simple lectura. Es una experiencia vital que despierta el anhelo de explorar, de conectar, de entender. A través de sus versos, mi ser se siente menos solo, menos distante. La poesía, en su expresión más pura, me invita a abrazar mis emociones, a celebrar el viaje y a recordar que, en el fondo, somos todos parte de la misma narrativa, un poema colectivo que sigue escribiéndose a cada instante. La belleza de leer poesía radica en su poder para transformar, para revelar, y sobre todo, para recordar que en la búsqueda de sentido, siempre hay un rincón en el universo – ya sea en el sonido de las olas o en el susurro del viento – donde ese sentido puede ser hallado. _ Leer poesía es, ante todo, una invitación a sentir. Es una de esas experiencias en las que cada poema se convierte en un encuentro íntimo, una conversación silenciosa entre el autor y el lector. Una vez que me sumerjo entre sus versos, los ecos de las emociones más profundas resuenan en mi interior: la tristeza, la alegría, el amor y la soledad brotan, inevitables. Este arte de expresar lo inefable, lo que a menudo nos escapa en la prosa cotidiana, despierta en mí un sentido renovado de la belleza y la complejidad de lo humano. Cada palabra se convierte en un destello que ilumina rincones que creí olvidados o desconocidos, y así la poesía se transforma en un refugio donde puedo explorar la esencia misma de mi realidad. A menudo me siento como un pintor que, al igual que un poeta, elige cada trazo con precisión. Un poeta como Pablo Neruda resuena poderosamente en mi memoria y en mi corazón. Este maestro del verso no solo transforma lo visceral en lírica sublime, sino que también abre un horizonte poético
Los asesores de campañas electorales
Me había alejado de la asesoría de campaña electorales tras la muerte de mi antiguo jefe, Don Carlos Morales, uno de los políticos más íntegros que he tenido el honor de conocer en esta prolongada carrera. Era un hombre, a menudo, difícil de convencer para dar un paso hacia adelante, pero una vez que tomaba esa decisión, jamás retrocedía. Quizás ahí radicaba su éxito en la vida política: escuchaba a todos los que se le acercaban, pero se mantenía fiel al plan estratégico trazado. Me forme en la antigua escuela de asesores políticos, formados en las universidades y en los vericuetos de la experiencia practicada. Tuve la fortuna de contar con maestros cuyas enseñanzas dejaron huellas en mi trayectoria. Eran figuras sabias, hombres con claridad de pensamiento, cuya influencia y sabiduría no solo moldearon mi perspectiva sobre la asesoría política, sino también sobre la naturaleza misma del poder. Josep Napolitan, por ejemplo, era un hombre que entendía como pocos la psicología del votante, esa intrincada red de emociones y razones que guían a las masas en la dirección de una elección. Su capacidad para conectar con el alma del electorado era legendaria, y de sus lecciones aprendí que es esencial aprehender no solo lo que la gente expresa, sino también lo que realmente siente y anhela en lo más profundo de su ser. Jean Zune, por su parte, era un estratega de otra índole, dotado de un sexto sentido para captar las dinámicas del poder en su estado más puro. Tenía la habilidad de anticipar movimientos, prever escenarios y, lo más importante, mantener al candidato siempre un paso por delante de sus oponentes. Su enfoque era clínico, casi desapasionado, y me enseñó que, en la política, como en el ajedrez, la frialdad calculada se muestra mucho más efectiva que la pasión desbordante. Alfredo Keller, con su precisión casi quirúrgica en el análisis de datos, me demostró la importancia de la medición, del seguimiento constante de los indicadores que desvelan el estado real de una campaña. Su enfoque era científico, basado en cifras, tendencias y proyecciones. Aprendí que una buena campaña no puede depender únicamente de intuiciones; necesita sustentarse en datos concretos y análisis rigurosos. Ildemaro Martínez, por su parte, era un maestro en la construcción de narrativas. Su habilidad para tejer historias que resonaban en los corazones de las personas era inigualable. Comprendía que, al fin y al cabo, la política es una lucha de relatos, y que el candidato que narra la mejor historia, aquella que toca las fibras más sensibles del electorado, es el que suele salir victorioso. De él aprendí que, si bien la lógica es importante, las emociones son, sin lugar a duda, el motor que impulsa la política. En 1995, conocí a un joven prometedor, Jaime Durán Barba, quien ya entonces exhibía un instinto excepcional para leer las corrientes subterráneas de la sociedad. Su enfoque fresco y su capacidad para captar el espíritu de los tiempos lo diferenciaban, y aunque aún era joven, su futuro brillaba con intensidad. A través de él, comprendí la importancia de la adaptabilidad, de saber leer el contexto y ajustar las estrategias a las nuevas realidades sociales y políticas. En aquella época, había pocos asesores políticos en el país que contaran con títulos universitarios en esta especialidad. La mayoría eran personas que aprendieron observando cómo se llevaban a cabo las campañas electorales, pero sin comprender los principios fundamentales de la gestión de una campaña organizada y planificada. Las escuelas de formación política en esos años se encontraban principalmente en Venezuela y México, y posteriormente en Chile. En aquel entonces, aún no existían los célebres cursos que hoy se imparten en Miami y en otros países. Hoy he decidido regresar al fascinante ruedo electoral, pero provengo de una escuela de asesores que ha aprendido a gestionar campañas desde la A hasta la Z, donde la disciplina y la discreción son las armas más letales. Esta escuela entiende que el asesor debe ser una sombra, no una estrella en el escenario. Ahora el papel del asesor oscila entre la política y el delicado equilibrio entre el poder y la opinión pública, entre un juego complejo de estrategias, alianzas y, sobre todo, comunicación. En un entorno donde la percepción lo es todo, los asesores de campaña se han convertido en piezas clave en la configuración del destino político de un candidato. En la era contemporánea, su rol ha evolucionado hasta convertirse en el epicentro de las campañas electorales, gestionando no solo las imágenes y los mensajes, sino también moldeando la narrativa que definirá el futuro político de una nación. En un mundo donde la información viaja a la velocidad de la luz y donde la opinión pública puede transformarse con la misma rapidez que un mercado de valores, el asesor de campaña se erige como el guardián de la coherencia y del mensaje. Pero ¿qué es realmente lo que hace que un asesor de campaña sea indispensable en el proceso electoral? Para responder a esta pregunta, es necesario desentrañar el complejo entramado de responsabilidades que recae sobre sus hombros. El asesor de campaña es, ante todo, un arquitecto. Su tarea primordial consiste en diseñar una estrategia electoral que no solo resuene con los votantes, sino que también sea capaz de adaptarse a los cambios imprevisibles del panorama político. Esta estrategia no es meramente un plan de acción; es una orquesta compleja de mensajes, eventos y decisiones meticulosamente calculadas, donde cada movimiento impacta de manera directa en la percepción del candidato. Este rol estratégico demanda una comprensión profunda de la psicología del votante, un conocimiento de las dinámicas sociales y políticas, y la capacidad de prever los movimientos del adversario. Los asesores deben poseer la habilidad de interpretar datos de encuestas, estudiar patrones de comportamiento electoral y anticipar las posibles reacciones del público ante diversas propuestas políticas. Todo ello, mientras mantienen un ojo vigilante sobre los medios de comunicación, que pueden ser tanto aliados como enemigos formidables. La política, en su esencia, es
Autocensura poética.
Comencé mi periplo en el ámbito literario escribiendo poesía. Tenía la tierna edad de diecisiete años, un umbral que se iluminaba con las posibilidades del mañana, aunque, en mi pequeño Barahona, los volúmenes de poesía que arribaban al Ateneo eran tan contados que a menudo parecían espejismos en la desmesura de la prosa. Aquellos días mi pueblo constaba con algunos poetas merodeadores, de declamadores improvisados que, con la autenticidad de su voz, resonaban en las almas como ecos de un tiempo olvidado. Mi primer poema nació como un homenaje a una ilusión infantil; a partir de ese instante, las palabras comenzaron a fluir, dando vida a mi primer libro, titulado “Mujeres”. En esa época, ni siquiera había tenido el placer de descubrir a Baudelaire, el poeta juvenil que años más tarde me cautivaría, ni a Verlaine, Rimbaud o Keats. Para mí, los titanes de la poesía eran Rubén Darío y José Ángel Buesa, cuyas obras alumbraron el ecosistema poético que empezaba a gestarse en mi interior. Con el tiempo, mi horizonte literario se expandió: comencé a escribir cuentos y novelas, así como nuevos libros de poesía “Odas a Barahona”. Durante mi exilio diplomático, un amigo me recomendó que leyera más poesía para enriquecer mi prosa. Y en ese tránsito, me descubrí ya como lector de versos, aunque lo hacía sin la pasión que el arte requiere. Fue entonces cuando ingresé en ese universo implacable que es vivir en la poesía: respirar poesía, reflexionar sobre ella y cuestionar su esencia. Sin darme cuenta, la narrativa comenzó a distanciarse de mí, como un barco que se aleja en el horizonte. Así, corrí por los laberintos de Borges, donde cada palabra, cada frase, era un pasadizo que conducía a un mundo de infinitas posibilidades, donde la ficción y la realidad se entrelazan en un abrazo imposible. La profundidad de Octavio Paz me envolvió con su riqueza simbólica, desnudando las entrañas de la existencia en ensayos que vibraban con la música de la introspección. De Luis García Montero, absorbí la claridad, de esa luz diáfana que revela las sutilezas de lo cotidiano y, al mismo tiempo, las grandes interrogantes que nos atormentan. Las inquietudes de Joan Margarit resonaban en mí como ecos ; su poesía me revelaba la angustia de ser humano, la belleza trágica de la vida en sus versos íntimos. La audacia de Huidobro me retaba a romper las convenciones, a explorar el terreno fértil de la palabra nueva, mientras que el asombro constante de Lezama Lima me invitaba a descubrir lo extraordinario en lo aparentemente ordinario, a sumergirme en un universo donde cada rincón guardaba secretos por desvelar. Las sutilezas de Poe me susurraban al oído, haciéndome cómplice de sus poemas oscuros, donde lo macabro se convierte en belleza; Pessoa, con su multiplicidad de voces, me convocaba a la reflexión y me enfrentaba a la complejidad de la identidad. La grandeza de Vicente Aleixandre se entrelazaba con el misterio de Mallarmé, cuyo simbolismo me obligaba a mirar más allá de lo visible, a desafiar la lógica en una danza verbal llena de melancolía. En el universo sonoro de Juarroz, hallaba la musicalidad que me acompañaba en cada paso, mientras que la teatralidad de Shakespeare me recordaba que la vida misma es un escenario poético, lleno de personajes y conflictos. Como un viajero en un océano literario, me dejaba llevar por el epicismo de Dante y la americanidad visceral de Whitman, quien, con su canto a la libertad, me enseñaba a celebrar la diversidad de la existencia. La pasión de Neruda, ardiente y romántica, incendiaba mis inquietudes más profundas; al sumergirme en la complejidad de Wallace Stevens, comprendía que la poesía es una búsqueda constante del sentido en lo aparentemente banal. El deseo de Cavafis despertaba en mí un anhelo por lo perdido, que la melancolía lorquiana me abrazaba con su tristeza, recordándome que, a menudo, el arte nace del sufrimiento y la nostalgia. T.S. Eliot con su crudo realismo y Ezra Pound con su otredad impulsaban mis ensoñaciones literarias aún más, invitándome a participar en un diálogo dinámico con la historia poética. Pero en este constante ir y venir entre contemporáneos y poetas surrealistas, me fui arrinconando en un laberinto de autocensura, donde las palabras se convertían en cadenas que limitaban mi expresión. A medida que absorbía la esencia de estos gigantes, la sombra de su grandeza proyectaba una enorme angustia en mi propia voz poética. En esos momentos, me sentía como un diminuto grano de arena en un desierto infinito de voces inmortales, susurrando en el viento, incapaz de encontrar mi lugar, como si el destino me hubiera confinado a permanecer en un rincón oscurecido de esta vasta escena literaria. Así, la travesía poética se convirtió en un constante enfrentamiento entre el deseo de crear y el temor de no ser suficiente, entonces cada palabra escrita era para mí una batalla entre la esperanza y la duda. Pero a pesar de sentirme insignificante ante la enormidad de los grandes poetas, el impulso de seguir adelante persistía, guiándome hacia la luz que también emana del descubrimiento de mi propia voz, una búsqueda interminable que promete iluminar mi camino en este amplio laberinto de palabras. A lo largo de esta travesía, que a menudo se convierte en una batalla interna con las palabras, he tenido la fortuna de contar con tres amigos invaluables, quienes han sido un punto en mi camino creativo. Plinio Chahín, siempre presente con su aliento inquebrantable, me recuerda la importancia de persistir y no abandonar la pluma, incluso en los momentos más oscuros. Basilio Belliard, con su silencio elocuente, me empuja con un libro en las manos recomendándome a profundizar, a buscar, con paciencia y dedicación, ese tono poético que resuene con autenticidad. Y Osiris Madera, con su aguda sensibilidad, siempre encuentra la palabra precisa, esa chispa que enciende nuevas luces en mis versos. Escribir poesía ha sido para mí una tarea ardua, un desafío constante; más que una mera actividad, se ha convertido en un proceso
El mapa de mis libros.
Mi esposa, María Esther, me recibe en casa cada noche con un gesto que he aprendido a decodificar a lo largo de cuarenta años, una mezcla de cariño y una sutil mirada de interrogación que me desarma. Entrar en nuestro hogar, repleto de libros, se ha convertido en un ritual familiar. La pequeña bolsa con el nombre de la librería Cuesta, que aprieto entre mis manos, no es solo un objeto; parece estar cargada con un significado que trasciende su peso tangible, un portador de historias aún por descubrir. Entonces, con un suspiro apenas perceptible, ella lanza al aire una pregunta que no necesita ser formulada: “¿Dónde vas a ponerlos?”. Esa pregunta, aunque implícita, se clava en mi conciencia como un punzón, una interpelación que evoca no solo el espacio físico que conquistaré, sino también las decisiones que han moldeado nuestra vida compartida en torno a estas páginas que tan fervientemente atesoramos. La respuesta, lo sé bien, es difícil de articular sin que roce lo absurdo. Nuestra casa, mi biblioteca, ha evolucionado con el tiempo hasta convertirse en un laberinto de papel y tinta. Estanterías que se alzan como murallas, mesas que se han rendido bajo el peso de volúmenes apilados, rincones invadidos por revistas y manuscritos. Cada espacio libre se transforma en un santuario para un libro más, un último refugio para un texto que promete la evasión o la revelación. No puedo negar que, en momentos de lucidez, me planteo si estoy sucumbiendo a una obsesión; si esta compulsión por acumular libros no es, en realidad, un síntoma de alguna carencia que no logro identificar. ¿Es el miedo a la soledad lo que me impulsa? ¿O es, tal vez, una búsqueda insaciable de algo que aún no sé nombrar? Quizás sea también mi anhelo de escribir y de estar al tanto de las tendencias literarias y las novedades que alimentan mi curiosidad. Para muchos, los libros son meros objetos: cosas que se compran, se leen (si hay tiempo), para luego ser guardadas y olvidadas. Sin embargo, para mí, cada libro constituye una parte ineludible de mi historia personal, un testimonio silencioso de quién soy o de quién fui al momento de elegirlo. Cada volumen, con sus páginas que aún crujen al abrirlas, encierra no solo las palabras que contiene, sino también el eco de las emociones que despertaron en mí. No son simples contenedores de ideas ajenas; son espejos en los que he buscado, y a veces encontrado, un reflejo de mí mismo en las letras de Borges, Octavio Paz, Baudelaire, Whitman, Luis García Montero, Joan Margarit, José Mármol, Plinio Chahín Soledad Álvarez, Basilio Belliard, Mateo Morrison, Odalis Pérez y William Ospina y otros. Cada autor me ha ofrecido un fragmento de su mundo, permitiéndome entrelazar mi propia experiencia con la universalidad de la palabra escrita. El futuro de esta biblioteca, que he levantado con tanto esmero, comienza a delinearse en el horizonte de mis pensamientos en un futuro incierto, como siempre lo es el porvenir. Mis hijas, a quienes podría confiar la custodia de estos tesoros, navegan en un mundo diferente al mío, donde las palabras impresas han cedido terreno ante las pantallas brillantes y las distracciones instantáneas. ¿Qué será de estos libros, por tanto, cuando yo ya no esté para velar por ellos? Mis amigos, como yo, enfrentan la misma preocupación: Basilio vive bajo el mismo temor que yo, y Plinio no tiene espacio ni para dormir en su casa. A veces, la idea de donar la biblioteca, de legársela a una institución que lo sepa apreciar, me ronda la mente como nubes. Sin embargo, ¿quién se encargará de cuidar los sentimientos que cada libro atesora y de entender la conexión personal que he tejido con ellos? No es solo la conservación física lo que me inquieta, sino el destino de esas huellas invisibles que he dejado entre las líneas, de esos momentos que he vivido en sus páginas. La vida moderna, con su prisa y su tecnología, parece desentenderse de esos pequeños detalles que, sin embargo, son grandes. Quizás, y solo quizás, un día descubriré que el verdadero propósito de mi biblioteca no es que sobreviva a mi partida, sino que cumpla su misión mientras estoy aquí. Que cada libro se convierta en un puerto seguro en las tormentas de la vida, en un compañero fiel durante las noches de insomnio, en la chispa que encienda el pensamiento en los días grises. Y cuando llegue el momento de partir, espero hacerlo con la certeza de que, en algún rincón del mundo, alguien encontrará en uno de mis libros la misma luz que yo descubrí. Por ahora, seguiré comprando libros, sumando otro ladrillo a este muro de papel que me protege y me sostiene. Porque, al fin y al cabo, los libros son como la vida: no podemos predecir su final, pero sí disfrutar de cada página mientras dure. Cada libro que entra en mi hogar hace que el espacio se contraiga un poco más, que el aire se vuelva más denso, cargado de historias aún no leídas, de voces que esperan pacientemente ser escuchadas. Este laberinto de papel no solo encierra conocimiento, sino también mi propia existencia, fragmentada en miles de capítulos que juntos tejen la narrativa de mi vida. Cada libro es un testigo mudo de los años que se han ido acumulando como polvo en sus lomos, desde mi juventud, desde aquel día en que llegué de mi pueblo. A medida que reflexiono sobre esta colección, la imagen de mi vida se despliega ante mí: un mapa. Un mapa de descubrimientos, emociones y conexiones, elaborado página tras página, libro tras libro. La pregunta que me acoso, inquietante en su simplicidad, es si algún día podré entender del todo el sentido detrás de este laberinto de papel. En última instancia, quizás el verdadero significado no se encuentre en la cantidad de libros, sino en las historias de vida que han dado forma a mi búsqueda y que, al final, han sido mi refugio
"The Bolivarian Spring
"To understand the present, it is necessary to examine the past". MB In a corner of the world, where the sands of the desert meet the waters of the Mediterranean, a awakening was brewing that would forever change the history of the Middle East and North Africa. The Arab Spring, that torrent of hope and desperation that began in late 2010, was a collective cry of men and women who, tired of corruption and oppression, took to the streets clamoring for freedom, justice, and democracy. It all began in Tunisia, a small country in size but great in courage. It was the spark of Mohamed Bouazizi, a young street vendor whose sacrifice in December 2010 ignited the flame of revolution. His desperate act of self-immolation was a protest against the injustice of a corrupt system that suffocated the aspirations of his people. The fall of President Ben Ali in January 2011 was the first triumph, a ray of hope in a sky filled with dark clouds. The echo of Tunisia resonated in Egypt, where the imposing Tahrir Square became the epicenter of a titanic struggle. Thousands of citizens, armed only with their courage, faced the repression of Hosni Mubarak’s regime. Day after day, their voices echoed like a war drum, until, in February 2011, Mubarak was forced to resign. It was a moment of glory, but also the prelude to even greater challenges. In Libya, the popular uprising against Muammar Gaddafi quickly degenerated into an armed conflict. NATO intervention played a crucial role, but the cost was high. Gaddafi’s fall in October 2011 did not bring the expected peace; instead, the country plunged into an endless civil war, a brutal reminder that freedom is not obtained without sacrifices. Syria, on the other hand, became a scene of indescribable horror. Peaceful protests against Bashar al-Assad in March 2011 turned into a devastating civil war. The violence, deaths, and massive displacements left an indelible scar on the nation and the global conscience. Here, the fight for democracy was paid for with blood and tears. In other countries, such as Yemen, Bahrain, and Algeria, the cry for change rose with varying intensity, reflecting the diversity of contexts and challenges in the region. Each nation went through its own spring, with successes and failures, hopes and disappointments. Despite its often tragic outcomes, the Arab Spring left an undisputed legacy. It was a lesson in dignity, a demonstration that peoples, when united and raising their voices, can challenge even the most powerful regimes. Its impact still resonates today, inspiring new struggles and vindications in different parts of the world. On the other side of the Atlantic, in the tumultuous Latin America, a new chapter is being forged in this saga of seeking justice and freedom. Venezuela, suffocated under the yoke of Chavista socialism, finds in figures like María Corina Machado and Edmundo González the leaders of what I have called, due to their own nature and personal sacrifice, the standard bearers in the 21st century of the new "Bolivarian Spring". This movement has embraced the indomitable spirit of Simón Bolívar and today rises against the dictatorship of Nicolás Maduro, challenging oppression with unwavering determination from their current underground position. The international condemnation of the Maduro regime by seventeen countries is a significant step, but the hesitations of other global actors in the American States Organization reveal the complexities and challenges of this struggle. "The Bolivarian Spring" calls for resolute action, for authentic solidarity that transcends borders and politics. It is a moment of decision, a call to the bravery and unity of the Venezuelan people. Thus, at this historic crossroads, the Bolivarian Spring emerges as a beacon of hope. María Corina Machado, with her fighting spirit, embodies the resistance and yearning for a future where freedom and justice are palpable realities. Rooted in Bolívar’s memory and in the passion of a people that does not surrender, this movement aspires to restore dignity and hope in a Venezuela that dreams of being free. In the intricate revolts of Latin American history, when the winds of change blow intensely and the will of the people rises like thunder in the night, "The Bolivarian Spring" is emerging in the streets and towns of Venezuela with unbreakable vigor. In this sprout of rebellion and hope, led by the valiant María Corina Machado and the tireless Edmundo González, the destiny of a country where freedom has been subjected to electoral fraud, but not defeated, is being shaped. In these moments of deep political and social convulsions, it is when the essence of a people reveals itself against the monster of Nicolás Maduro and his henchmen. The voice of the Venezuelan people, composed of young, women, children, and mothers, is resonating with the strength of a thousand thunders, proclaiming their inalienable right to freedom and dignity. It is a live testimony that democracy is not a gift granted but a sacred right claimed with passion and sacrifice. The Bolivarian Spring is not just a political movement, it is the fiery heartbeat of a country that refuses to bow down to tyranny and oppression. It is the vindication of the memory of those who fought for independence and justice not so long ago, and the promise of a future where freedom is the pillar on which society stands. The fight for Venezuela’s freedom will not be an easy battle, nor will it be without sacrifices and risks. But it is a crusade fought with fervent soul and hearts beating in unison for a common ideal. It is a commitment to past generations and a legacy for future ones, so that the flame of freedom never extinguishes on the plains of injustice and oppression. In this crucial moment, in this insomnia of dreams and challenges, "The Bolivarian Spring" claims its place in history, as a fist raised to bravery and hope amidst the storm. The struggle for Venezuela’s freedom has no way back, it is a journey that will not turn back,
La Primavera Bolivariana
"Para comprender el presente es necesario examinar el pasado". MB En un rincón del mundo, donde las arenas del desierto se encuentran con las aguas del Mediterráneo, se gestaba un despertar que cambiaría para siempre la historia del Medio Oriente y el norte de África. La Primavera Árabe, ese torrente de esperanza y desesperación que comenzó a finales de 2010, fue un grito colectivo de hombres y mujeres que, hartos de la corrupción y la opresión, se lanzaron a las calles clamando por libertad, justicia y democracia. Todo comenzó en Túnez, un país pequeño en extensión, pero grande en valentía. Fue la chispa de Mohamed Bouazizi, un joven vendedor ambulante cuyo sacrificio en diciembre de 2010 encendió la llama de la revolución. Su acto desesperado de autoinmolación fue una protesta contra la injusticia de un sistema corrupto que ahogaba las aspiraciones de su pueblo. La caída del presidente Ben Ali en enero de 2011 fue el primer triunfo, un rayo de esperanza en un cielo plagado de nubes oscuras. El eco de Túnez resonó en Egipto, donde la imponente plaza Tahrir se convirtió en el epicentro de una lucha titánica. Miles de ciudadanos, armados solo con su coraje, se enfrentaron a la represión del régimen de Hosni Mubarak. Día tras día, sus voces retumbaron como un tambor de guerra, hasta que, en febrero de 2011, Mubarak se vio obligado a renunciar. Fue un momento de gloria, pero también el preludio de desafíos aún mayores. En Libia, el levantamiento popular contra Muamar el Gadafi degeneró rápidamente en un conflicto armado. La intervención de la OTAN jugó un papel crucial, pero el costo fue alto. La caída de Gadafi en octubre de 2011 no trajo la paz esperada; en su lugar, el país se sumergió en una guerra civil interminable, un recordatorio brutal de que la libertad no se obtiene sin sacrificios. Siria, por su parte, se convirtió en un escenario de horror indescriptible. Las protestas pacíficas contra Bashar al-Assad en marzo de 2011 se transformaron en una guerra civil devastadora. La violencia, las muertes y los desplazamientos masivos dejaron una cicatriz imborrable en la nación y en la conciencia mundial. Aquí, la lucha por la democracia se pagó con sangre y lágrimas. En otros países, como Yemen, Bahréin y Argelia, el clamor por el cambio se alzó con fuerza variable, reflejando la diversidad de contextos y retos en la región. Cada nación vivió su propia primavera, con éxitos y fracasos, con esperanzas y desilusiones. A pesar de sus desenlaces a menudo trágicos, la Primavera Árabe dejó un legado indiscutible. Fue una lección de dignidad, una demostración de que los pueblos, cuando se unen y alzan la voz, pueden desafiar a los más poderosos regímenes. Su impacto resuena aún hoy, inspirando nuevas luchas y reivindicaciones en distintas partes del mundo. En la otra orilla del Atlántico, en la convulsa América Latina, se forja un nuevo capítulo en esta saga de búsqueda de justicia y libertad. Venezuela, asfixiada bajo el yugo del socialismo chavista, encuentra en las figuras como María Corina Machado y Edmundo González los líderes de lo que he llamado, por su propia naturaleza y sacrificio personal los abanderados en el siglo XXI de la nueva “Primavera Bolivariana”. Este movimiento se ha imbuido del espíritu indomable de Simón Bolívar y se alza hoy contra la dictadura de Nicolás Maduro, desafiando la opresión con una determinación férrea desde la clandestinidad en que se encuentran hoy. La condena internacional al régimen de Maduro por parte de diecisiete países es un paso significativo, pero las vacilaciones de otros actores globales en la Organizaciones de Estado Americano revelan las complejidades y desafíos de esta lucha. “La Primavera Bolivariana” clama por una acción contundente, por una solidaridad auténtica que traspase fronteras y políticas. Es un momento de decisión, un llamado a la valentía y a la unidad del pueblo venezolano. Así, en este cruce de caminos histórico, la Primavera Bolivariana se presenta como una luz de esperanza. María Corina Machado, con su espíritu combativo, encarna la resistencia y el anhelo de un futuro donde la libertad y la justicia sean realidades palpables. Este movimiento, enraizado en la memoria de Bolívar y en la pasión de un pueblo que no se rinde, aspira a restaurar la dignidad y la esperanza en una Venezuela que sueña con ser libre. En las revueltas intrincadas de la historia latinoamericana, cuando los vientos de cambio soplan con intensidad y la voluntad popular se alza como un trueno en la noche, está surgiendo en las calles y los pueblos de Venezuela con un vigor inquebrantable “la Primavera Bolivariana”. En este retoño de rebeldía y esperanza, encabezado por la valiente María Corina Machado y el incansable Edmundo González, se está forjando el destino de un país donde la libertad ha sido sometida por el fraude electoral, pero no vencida. En estos momentos de profundas convulsiones políticas y sociales, es cuando la esencia de un pueblo se revela en contra del monstruo de Nicolás Maduro y sus secuaces. La voz del pueblo venezolano, compuesta por jóvenes, mujeres, niños y madres, está resonando con la fuerza de mil truenos, proclamando su derecho inalienable a la libertad y a la dignidad. Es un testimonio vivo de que la democracia no es un regalo que se concede, sino un derecho sagrado que se reclama con pasión y sacrificio. La Primavera Bolivariana no es solo un movimiento político, es el latido ardiente de un país que se niega a postrarse ante la tiranía y la opresión. Es la reivindicación de la memoria de aquellos que lucharon por la independencia y la justicia en tiempos no muy lejanos, y la promesa de un futuro donde la libertad sea el pilar sobre el que se erige la sociedad. La lucha por la libertad de Venezuela no será una batalla fácil, ni estará exenta de sacrificios y riesgos. Pero es una cruzada que se libra con el alma enardecida y los corazones palpitando al unísono por un ideal común.
Maduro y la expulsión de los Embajadores.
La historia solo se repite si no se aprenden las lecciones del pasado. Henry Kissinger. En el complejo escenario político latinoamericano, los recientes acontecimientos en Venezuela han añadido un nuevo capítulo de incertidumbre y tensión. La expulsión de los embajadores y miembros de las misiones diplomáticas de Argentina, Chile, Costa Rica, Perú, Panamá, República Dominicana y Uruguay por parte del régimen de Nicolás Maduro no solo se erige como una maniobra de aislamiento ante la comunidad internacional, sino que también resuena con ecos de intolerancia y autoritarismo que han caracterizado su administración. En el complejo entramado de la diplomacia moderna, tal acción resulta sin precedentes. Es un golpe directo a la posibilidad de diálogo y entendimiento con naciones que abogan por la democracia y los derechos humanos. Al alejar a estos diplomáticos, Maduro no solo se distancia de potenciales mediadores en la crisis venezolana, sino que profundiza la sensación de aislamiento en un país ya sumido en una severa crisis económica y humanitaria. La historia reciente de Venezuela está marcada por un gobierno que, en lugar de propender al diálogo, ha optado por la represión y la censura. La expulsión de estos embajadores es solo la última expresión de una política exterior que rechaza toda crítica. Frente a crecientes sanciones y condenas internacionales, el régimen de Maduro parece empeñado en trazar una línea divisoria clara entre su administración y aquellos que defienden los valores democráticos. La comunidad internacional observa con inquietud este nuevo episodio. La expulsión de los diplomáticos no solo debilita los vínculos bilaterales, sino que también obstaculiza cualquier intento de mediación externa que pudiera contribuir a una solución pacífica y negociada de la crisis. Los países afectados por esta medida han manifestado su consternación y han reafirmado su compromiso con el pueblo venezolano, destacando que estas acciones solo agravan una situación ya de por sí precaria. En un mundo donde la diplomacia y el diálogo son fundamentales para resolver conflictos, la actitud de Venezuela bajo el régimen de Maduro representa un retroceso hacia el autoritarismo y el aislamiento. A medida que el país se sume más en la oscuridad de la represión y el despotismo, los venezolanos continúan sufriendo las consecuencias de una política exterior que la aleja de la comunidad internacional y de posibles soluciones a sus diversas crisis. La expulsión de estos embajadores envía un mensaje no solo a los gobiernos críticos de Maduro, sino también una advertencia para aquellos dentro de Venezuela que anhelan un futuro democrático y abierto. En este contexto, es imperativo que la comunidad internacional mantenga su respaldo a la causa de la libertad y la democracia en Venezuela, trabajando incansablemente para evitar que la voz de los venezolanos sea silenciada por los caprichos de un régimen autocrático. Con este acto inaceptable, Maduro exhibe una vez más su nivel de intolerancia. Esperemos que no vuelva a apelar a la comunicación con un pájaro para continuar con actos de autoritarismo que perjudican a la sociedad venezolana, cansada de presenciar la partida de madres hacia sus hijos, de hijos hacia sus padres y de otros seres queridos hacia tierras que Bolívar liberó. Desde esta tierra de Juan Pablo Duarte, cuyos últimos años vivió en Venezuela, hago un llamado a la comunidad internacional para que mantenga sus ojos puestos y esté alerta con respecto a la líder de esa nación, María Corina Machado, para evitar que sea víctima de un atentado, al igual que ha ocurrido en otros países que han manifestado su respaldado a Maduro. En este trágico escenario, la esperanza de un cambio aún persiste. La tenacidad y el coraje del pueblo venezolano, combinado con el apoyo inquebrantable de la comunidad internacional, pueden, y deben, prevalecer. Porque en última instancia, la lucha por la libertad y la democracia es una que merece ser ganada, no solo por Venezuela, sino por la humanidad en su conjunto.